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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (24 page)

De nuevo hiciste levantar al Tuerto. Pero esta vez lo tenías en el puño, el primero de tu lista de conquistas.

—¡Por Thraldemener, es como tú dices! —exclamó—. ¡No sabrán cómo pelear! ¡Se han echado a perder! Vamos, no se puede perder tiempo. Mañana mismo comenzaremos la liberación de los pueblos de Yinnisfar, amigo mío. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes la idea?

—¡Aguarda! —dijiste. Tocaste su manga mientras daba la vuelta a su escritorio; sin duda sintió un poco de tu vitalidad en aquel contacto y aguardó obedientemente—. Si Owlenj ha de lanzarse a la conquista, debe estar unida. Tus fuerzas no son suficientes para cotejarse con las de la Región. La guerra civil debe acabar.

Entonces el Tuerto frunció el ceño y puso cara de no entender. La guerra civil era una causa que le tocaba muy hondo; lo que más había deseado en el mundo era reducir aquella ciudad a cenizas. La codicia más grande ganó; no obstante, siguió protestando.

—No puedes parar una guerra civil así como así —dijo—. Hace ya cinco años que comenzó. La causa está muy arraigada en el ánimo popular: mueren en nombre de la libertad y de la justicia.

—No lo dudo —asentiste—. Pero da igual; se puede concertar una tregua con las fuerzas de la injusticia a cambio de poder comer con regularidad y dormir confortablemente.

__Suponiendo que acepten —dijo el Tuerto—, ¿de qué medios nos valdremos para concertar la paz, aparte de aplastar al enemigo por completo?

—Tú y yo iremos a ver al comandante enemigo —dijiste.

Y aunque él protestó y blasfemó, aquello es lo que tú y el Tuerto hicisteis.

Del oculto lugar rebelde salisteis a una nave de una catedral en ruinas de la ciudad. Sorteando los escombros, salisteis por lo que en otro tiempo fue la Puerta Oeste y arribasteis a los improvisados parapetos de plomo y arena que señalaban las posiciones de vanguardia del Tuerto. En aquel lugar, el Tuerto se puso otra vez a discutir; le hiciste callar. Llevasteis un hombre para acompañaros y portar la bandera blanca de la tregua; te colocaste un traje contra la radiación, cosa que el Tuerto ya había hecho, y salisteis a la calle.

En otro tiempo había sido una bella avenida. Los árboles estaban ahora pelados como los huesos y la escarcha de muchos edificios chisporroteaba débilmente como sorbetes húmedos. Diversos robot-tanques yacían entrelazados sobre el pavimento cicatrizado. Nada se movía. Pero, cuando te pusiste en camino hacia el frente suburbano, debiste haberte percatado de los invisibles ojos del enemigo que te observaban tras sus miras graduadas. Debió haber parecido, nuevamente, que caminabas dentro de las grotescas proporciones de un sueño.

Al final de la avenida una voz metálica te dio el alto y te preguntó qué querías. Cuando los ecos se perdieron entre las ruinas, el Tuerto declaró su nombre y pidió ver al general enemigo.

Al cabo de dos minutos, un disco transparente que usaba fuerza radial descendió del cielo. Se abrió una puerta en él y la voz metálica dijo:

—Entrad, por favor.

Penetraste junto con los otros dos y en seguida fuisteis elevados justo a un octavo por encima de las cúspides de los edificios. El disco sobrepasó dos manzanas hacia el norte y descendió de nuevo. La puerta se abrió y salisteis.

3

Os encontrasteis en el patio de un matadero. No había ya animales, aunque un muro con señales de disparos de fusor manifestaba que el lugar no había perdido sus antiguos destinos.

Dos capitanes fueron a vuestro encuentro con una bandera blanca. Saludaron al Tuerto y os condujeron fuera del patio, descendiendo por una rampa. Os bajaron a una parte del anticuado neumático que corría bajo la ciudad y allí os despojasteis de los trajes contra la radiación. Habían construido un conjunto de nuevos pasillos; fuisteis conducidos por uno de ellos hasta alcanzar una puerta pintada de blanco. Los ceñudos capitanes os indicaron que teníais que entrar.

Entrasteis.

—Bien, traidor, ¿cómo se te ha ocurrido llegar vivo hasta aquí? —preguntó el general enemigo del Tuerto. Su uniforme era elegante aunque roto, y sus ojos lanzaban fuego; se paseaba como los verdaderos soldados se han paseado desde tiempos inmemoriales: como si las vértebras de su espinazo estuvieran soldadas en una pieza. Además, el Soldado tenía un pequeño mostacho que se erizaba en señal de triunfo a la vista de su enemigo.

Olvidando temporalmente todo salvo su viejo feudo, el Tuerto avanzó como si fuera a arrancarle al otro el mostacho.

—Estrechaos las manos, venga —dijiste con impaciencia—. Fijad condiciones inmediatamente. Cuanto más pronto empecemos, mejor.

El Soldado te miró por primera vez; pareció entender al instante que era contigo con quien tenía que negociar y no con el Tuerto. El Soldado era un tío inteligente. Su voz fue fría como el hielo.

—No tengo la menor idea de quién eres tú, compadre —dijo—. Pero si tengo la menor sospecha de impertinencia por tu parte, te acribillaré como a un perro. Con tu amigo, aquí presente, he de ser más cortés: su cabeza está destinada a la puerta de la ciudad. Tú eres de segunda mano.

—Sobre eso ya tengo mi propia opinión —dijiste—. No hemos venido a aguantar amenazas sino a hacerte una proposición. Si estás dispuesto a escuchar, escucha.

En la escala de las emociones hay un estadio más allá de la furia en el que ésta bulle y se desborda y desaparece, y un estadio más allá de la ira en el que ésta se convierte gradualmente en miedo. Así llegó el Soldado a este punto y fue, poco a poco, volviéndose más y más tardo como si hubiera recibido un bofetón. Nada podía decir. Entonces comenzaste a hablar de Yinnisfar y le explicaste la situación tal como habías hecho con el Tuerto.

El Soldado era más duro de pelar que su enemigo; más templado, más seguro de sí. Aunque una sonrisa leve y concupiscente curvaba sus labios mientras le hablabas de la riqueza de la Región, no condescendió. Cuando acabaste, tomó la palabra.

—¿Eres nativo de Owlenj, extraño? —preguntó.

—No —dijiste.

—¿Cuál es tu mundo, extraño?

—Un planeta más allá de la galaxia.

—Nada hay entre las galaxias, sólo la tiniebla como catarata de carbonilla. ¿Cuál es el nombre de ese mundo tuyo, extraño?

—No tiene nombre —dijiste.

El Soldado chascó los dedos irritado.

—Tienes una rara forma de pretender ganar mi confianza, extraño —dijo—. ¿Cómo llaman a tu mundo sus habitantes?

—No hay habitantes —dijiste—. Soy el primero y el único. Y no tiene nombre porque todavía no lo he bautizado.

—Entonces yo te daré un nombre —dijo el Soldado—. Lo bautizo Mentira. ¡Todo mentira! ¡Cada palabra una mentira! ¡Eres un espía de la lejana Yinnisfar, un truhán, un asesino! ¡Guardias! ¡Guardias! ¡Llevaos a este loco al patio y convertidlo en una criba!

Y mientras hablaba, sacó un fusor de su pistolera y lo encaró hacia ti. El Tuerto saltó, golpeó la muñeca del Soldado con el tacón de la bota y lanzó el arma al otro extremo de la habitación.

—¡Escucha, lunático! —ladró al Soldado—. ¿Quieres matar a este hombre que tanto nos ofrece? Supongamos que es un espía de Yinnisfar: ¿acaso no lo convierte eso en el hombre ideal para conducirnos hasta allí? No necesitamos confiar en él. Podemos mantenerlo todo el tiempo bajo vigilancia. Aprovechémonos de que lo tenemos en nuestras manos.

Mientras el Tuerto hablaba, el techo se había elevado tres pies; a través de la abertura que se ampliaba, se lanzaron al interior varios hombres armados que os cogieron a ti y al Tuerto y os colocaron en esquinas distintas. Al instante quedasteis inmovilizados por lazos metálicos.

El Soldado contuvo a sus hombres alzando una mano.

—Hay una pizca de verdad en lo que has dicho —admitió con resistencia—. Guardias, dejadnos. Hablaremos de ese asunto.

Dos horas más tarde, cuando trajeron vino para ti y los comandantes, la discusión había acabado y se estaba elaborando el plan. La cuestión de tu origen había sido dejada aparte por tácito acuerdo; los otros dos habían decidido que, cualquiera fuese tu lugar de procedencia, éste no era la Región de Yinnisfar. Ningún hombre del vasto imperio se había preocupado del límite exterior de la galaxia durante milenios.

—Vine hasta vosotros —les dijiste— porque éste es uno de los pocos planetas cerca de mi mundo en que todavía persiste cierta forma de organización militar.

Ante esto se ablandaron los otros. No advirtieron que los considerabas meramente como remanentes de un credo ya pasado. La única ventaja de una organización militar sobre cualquier otra era, desde tu punto de vista, su habilidad para entrar en acción sin exhibiciones gratuitas.

Dos horas más tarde, cuando uno de los ordenanzas del Soldado entró con comida para ellos, el Soldado estaba lanzando la última de sus numerosas llamadas a las guarniciones de Owlenj.

—¿Cuántas naves interplanetarias quedan disponibles para entrar en servicio en seguida? —preguntó ante el micrófono—. Sí, todas las que haya. Entiendo: quince. ¿Cuántas alcanzan la velocidad de la luz? Sólo cinco ¿De qué tipo son esas cinco?

Escribía las respuestas, al tiempo que lo hacía y las leía, para que tú y el Tuerto os enteraseis.

—Un carguero… Un crucero transformado para usos militares… Un transporte… Y dos Invasores. Perfecto. Dame ahora los tonelajes.

Escribió los tonelajes, puso mala cara, asintió, y con voz autoritaria dijo a su invisible comandante:

—Excelente. Por la mañana recibirás instrucciones respecto del combustible y equipaje de esas cinco naves. En cuanto a las otras diez… Pon a trabajar en ellas a tu equipo electrónico. Quiero que alcancen la velocidad de la luz y que puedan bombardear en el vacío; todo ello en cuarenta y ocho horas. ¿Entendido?… Y, por favor, que tus hombres queden acuartelados hasta recibir nuevas órdenes. ¿Entendido esto?… Perfecto. ¿Alguna duda? Lo dejo todo a tu ingenio, Comandante —dijo el Soldado y cortó.

Por primera vez miró al ordenanza que le había traído la comida.

—¿Se ha obedecido el alto al fuego general? —preguntó.

—Totalmente —dijo el ordenanza—. La gente baila en las calles.

—Les daremos algo con lo que bailar muy pronto —dijo el Soldado frotándose las manos. Se volvió al Tuerto que estaba jugando con trozos de papel.

—¿Cuáles son nuestras fuerzas? —preguntó.

—Depende de cuántas adaptaciones a la velocidad de la luz puedan hacerse.

—Contando el total de hombres y materiales, digamos el cincuenta por cien —dijo el Soldado.

—Bien… —el Tuerto miró con su único ojo la página llena de cifras.

—Si incluimos mi propia flota, unas ciento diez naves, de las que más o menos dos tercios podrán convertirse en naves militares.

Se miraron con abatimiento. Aunque eran provincianos, el número lesionaba verdaderamente pequeño.

—Es suficiente —dijiste para darles ánimo.

Se enfrascaron entonces en el formidable problema de las provisiones. La flota podía contar con una travesía en el vacío de dos semanas de duración antes de alcanzar los límites de la Región; otras dos semanas y media hasta llegar al centro; y otros tres días hasta llegar al mismo Yinnisfar.

—Y eso sin contar retrasos causados por rodeos estratégicos, batallas, o cosas parecidas —dijo el Soldado.

—¡La leche! No daremos rodeos… nos lanzaremos sobre ellos como cuchillo que penetra en la carne —dijo el Tuerto. Estaba más inflamado por tu confianza que el Soldado.

—Tal vez capitulen antes de que lleguemos a Yinnisfar —dijiste—. En ese caso nos dirigiremos al planeta más cercano para repostar y para que los hombres puedan comer a gusto.

—Debemos tener un margen de seguridad —insistió el Soldado—. Podemos llamarla la jornada de las seis semanas, ¿no? —Sacudió la cabeza—. Podemos enfrentar perfectamente el suministro de aire. El obstáculo consistirá en las calorías. Los hombres tendrán que rascarse el vientre todo el tiempo. No hay suficiente comida en Owlenj. Nuestra única salida es la hibernación. Todo aquel que tenga un grado inferior a comandante y que no sea necesario para el manejo de las naves tendrá que ser hibernado. Ordenanza, ponme con el Centro Médico. Quiero hablar con el General Médico en seguida.

El ordenanza se apresuró a obedecer.

—¿Qué más? —preguntó el Soldado. Comenzaba a congraciarse consigo mismo.

—Armas —dijo el Tuerto—. Primero, material fisionable. Mis fuerzas no valen mucho en ese punto. Nuestras reservas son más deficientes que usualmente.

—Tengo aquí un informe de las mías —dijo el Soldado, echando mano de una lista—. Son muy escasas, me temo.

Miraste la lista por encima del hombro del Tuerto.

—Son suficientes —dijiste para darles ánimos.

4

Al principio tuvo que parecer que el plan iba a ser un éxito. Nuevamente cuando te sentaste en la nave abanderada junto con los dos generales tuvo que asaltarte aquella sensación de que vivías en un sueño improbable cuyo paisaje podías aplastar con un dedo. No estabas nervioso; no te sentías triste. El Soldado y el Tuerto, a su manera, ya embarcados en la empresa, estaban tensos. El capitán de la nave y Comandante de Flota, el Almidonado, tendría que aguantar muchas importunidades.

Los primeros días transcurrieron sin que sucediera nada digno de mención. Más allá de las escotillas colgaba el espacio como bandera floja: las estrellas eran meros brillos en la distancia, y su viejo esplendor no era más que guía para el navegante. Las otras naves quedaban invisibles para el ojo poco avisado: la nave abanderada podía muy bien estar viajando sola. Cuando zarparon de Owlenj, el número total de naves de la flota de invasión era de ciento diecisiete; al cabo de la primera semana, cinco se habían dado por vencidas y habían puesto rumbo a casa, con sus dispositivos para viajar a la velocidad de la luz quemados. A su máxima velocidad actual les costaría medio año llegar a cualquier puerto; por entonces, la tripulación habría muerto de asfixia o estaría respirando el oxígeno de los hombres asesinados por los supervivientes. El resto de la flota prosiguió, las naves llenas de soldados en animación suspendida, embalados y calzados como botellas.

Tras seis días de viaje en el vacío, y después de haber pasado aquellas estrellas consideradas generalmente como puestos fronterizos del gran imperio de Yinnisfar, recibieron el primer desafío.

—Una estación que dice llamarse Camoens II RST225 —informó el oficial de comunicaciones— nos pregunta por qué hemos atravesado la Tangente Diez de Koramandel sin habernos identificado.

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