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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (19 page)

El foco estaba sumergiéndose todavía con la inercia de un hombre ahogado, pasando las torres más altas, atravesando los pasos aéreos, los pasos peatonales (humanos y ahúmanos), los pasos para transportes y servicios varios, hasta llegar al suelo llano, suelo pavimentado, en el cual había incrustado un espejo convexo de tráfico que reflejaba en miniatura el curso de la gran cámara al descender desde los cielos. Entonces, el foco se movió lateralmente y tomó las brillantes botas de un oficial de policía.

Mientras tanto, casi inadvertidamente, había comenzado a oírse un comentario. Se trataba de un típico comentario de Unidad Dos, tranquilo, sin tono ni carácter, emitido por la propia voz de Art Stayker.

—En los setenta mil planetas que componen la insignificante galaxia habitada por el hombre, no hay mayor ni más diversa ciudad que Nunión —decía el comentario—. Ha llegado a convertirse en una fábula para los hombres de todas las razas. Describirla es imposible sin caer en estadísticas y números: en su lugar obsérvense las calles y mansiones y, encima de todo, los individuos que Nunión comprende. Obsérvenlo y pregúntense: ¿cómo puede encontrar nadie el núcleo de una gran ciudad? ¿Qué secreto mira en ese núcleo cuando se llega a él?

Nunión se había levantado sobre las diez islas de un archipiélago de la zona templada de Yinnisfar, extendiéndose hasta el continente cercano. Quinientos puentes, ciento cincuenta ferrocarriles subterráneos, sesenta rutas aéreas e innumerables ferrys, góndolas y otros navíos interconectaban los once sectores. Alineando los callejones acuáticos o rompiendo las tal vez interminables falanges de calles, corrían las avenidas con árboles naturales o de material diverso, y, salpicando aquí y allá —quizá en los puntos focales como el Memorial Israel— el raro y preciado meritorio hembra, especialmente importado, de perenne florecimiento. La cámara se deslizaba ahora por el Puente de Harby Clive, pasando ante la primera manzana más allá de la vía acuática. Un joven salía de la manzana y bajaba los escalones exteriores de tres en tres. En su rostro se reflejaba la excitación, el triunfo y la alegría. A duras penas podía contener su exaltación. Su paso no era todo lo rápido que quisiera. Se trataba del joven que puede encontrarse uno en cualquier ciudad grande: un hombre a punto de escalar la cumbre, con varios éxitos ya en el bolsillo, confiado de su perspicacia, más allá del sentido común, y exuberante más allá de lo comedido. Podía verse en el ese fusible quemado que se había extendido por los setenta mil planetas y que soñaba con setenta mil más.

El comentador no dijo esto. La imagen lo dijo por él, enfocando su contoneo y su sombra angular, inquieta y arisca sobre el pavimento. Harsch Benlin, no obstante, no podía permanecer silencioso. Se adelantó de manera que su figura proyectó su sombra sobre el sólido de la pantalla.

—Así trabajaba Art —dijo—. Siempre preocupado por lo que él llamaba «el detalle exacto y revelador». Quizá se encuentre aquí la causa de no haber conseguido más de cuanto logró: lo dirigió todo a tenernos siempre pendientes de ese detalle.

—Eso que vemos no son más que fotos de una gran ciudad —dijo Janzey, de Montajes, con impaciencia—. Ya hemos visto todas esas cosas antes, Harsch. ¿Qué nos dice esto de nuevo?

Janzey era un don nadie que pretendía ser alguien; los chicos del fondo escupieron al oír pronunciar el nombre de Harsch.

—Si usaras los ojos, verías la movilidad de los esquemas —replicó Harsch—. Eso es lo que preocupaba a Art: dejaba que el objeto envolviera sin imponer esquema ninguno. Observa esta toma que viene ahora.

Sobre potente flotador, una pareja se acercaba callejón acuático arriba. Llegaron a la orilla, pusieron pie en tierra y caminaron cogidos del brazo por un paseo pavimentado de mosaico en dirección a un café cercano. Charlaban con animación en tanto buscaban una mesa. La música de fondo cambió su tempo; el foco de atención se deslizó desde los amantes hasta los camareros. La suavidad de maneras con que atendieron («Por supuesto, señora, el lavafruta no tardará») contrastó con la indeferencia con que protagonizaron las escenas que siguieron, desarrolladas en la confusión de la cocina («Joe, una lea quiere un lavafruta; ¿dónde coño los tienes?»).

Un plano frontal mostró dos camareros viejos cruzando las puertas abiertas entre el comedor y la cocina. Uno entraba y el otro salía. El que entraba deslizó con un guiño esta frase críptica y siniestra: «¡Se lo ha comido!». Un hombre en una mesa cercana, oyendo las palabras, apartó su plato y se puso pálido.

—¿Captáis la idea? —preguntó Harsch a su público—. Art calaba hondo. Descortezaba capa tras capa esta ciudad, la más grande de todos los tiempos. Antes de pasar a otra cosa, vais a ver la porquería que encontró en el fondo.

Era improbable, pues un momento antes el señor Sonrisa P. Wreyermeyer había apartado sus ojos de la pantalla, sumiéndose en los efectos del humo del erotosalutífero. El jefazo cruzó las piernas luego; el dato podía ser nefasto, un signo de impaciencia quizá. Harsch, que había aprendido a ser sensible a tales cosas, pensó que era ocasión para hablarle directamente. Yendo hasta el borde del escenario, se inclinó y dijo con gracia:

—¿Te queda paciencia para seguir viendo, Sonrisa?

—Aún estoy aquí —dijo el señor Wreyermeyer. Se la podía considerar una respuesta entusiasta.

—¡Magnífico! —exclamó Harsch volviéndose con rapidez y alzando una mano a Cluet. La imagen murió a su espalda y él se quedó con los puños en las caderas, las piernas separadas, contemplando a los ocupantes de los asientos acolchados y suavizando las líneas de su rostro. Era un triunfo de decepción.

—Aquellos de vosotros que nunca tuvisteis el privilegio de encontraros con Art —dijo— ya estaréis preguntándoos: «¿Qué clase de hombre pudo revelar una ciudad con tal genio?» No os mantendré en suspenso mucho rato, de modo que voy a decíroslo. Cuando Art estaba en esta última consignación, yo era un chicuelo del todo verde en asuntos de sólidos y trabajaba a las órdenes de Art. Creo que aprendí mucho de él en cuestiones de humanidad sólida y llana, lo mismo que de técnicas. Vamos a ofreceros ahora un fragmento de película que una cámara de Unidad Dos tomó de Art sin que éste lo supiera. Creo que lo encontraréis, movidito. Vale, Cluet, dale al manubrio.

De pronto, el sólido estuvo allí, llenando al parecer toda la visión de la audiencia. En un ángulo de uno de los muchos espaciopuertos de Nunión, Art Stayker y varios miembros de su plantilla documental estaban sentados sobre un viejo equipo de oxigenación mientras comían. Art tendría unos cuarenta y ocho, poco más de la presente edad de Harsch. El pelo le caía sobre los ojos y devoraba un bocadillo gigantesco mientras dirigía la palabra a un jovenzuelo con cara de pastel, pelo a cepillo y nariz retocada. Echando un vistazo al sólido, Harsch, algo embarazado, se identificó con el joven y dijo:

—Es necesario que recordéis que se trata de una toma hecha hace veinte años.

—No eras tan larguirucho en aquellos tiempos, jefe —dijo uno de su cuadrilla en la sala. Art estaba hablando.

—Wreyermeyer nos ha dado ya la oportunidad de salir adelante con esta consignación —decía—. Que la ligereza no nos convierta en chapuceros. Cualquiera puede en una ciudad de este tamaño encontrar caras interesantes o ángulos arquitectónicos de factura estándar con la ayuda de ruidos de fondo. Intentemos dirigirnos a algo más profundo. Lo que yo realmente quiero hallar es lo que se encuentra en el núcleo de esta metrópoli.

—¿Y si no existiera ese núcleo, señor Stayker? —preguntó el joven Harsch—. Quiero decir… usted ha oído decir de hombres y mujeres que no tienen corazón; ¿no podía ser ésta una ciudad sin entrañas?

—Eso es sólo un eufemismo semántico —dijo Art—. Todos los hombres y mujeres tienen corazón, aunque éste sea cruel. Lo mismo ocurre con las ciudades, y no estoy negando con esto que Nunión sea una ciudad cruel en muchos aspectos. Las personas que habitan en ella tienen que pelear desde que despunta el día; eso puedes verlo en nuestro propio trabajo. Lo que en ellas hay de bueno acaba echándose a un lado y perdiéndose. Eres bueno cuando comienzas, pero acabas malo porque… oh, mierda, supongo que porque te olvidas. Olvidas que eres humano.

—Eso debe ser terrible, señor Stayker —dijo el joven Harsch—. Me cuidaré de que no me ocurra eso nunca. No quiero que Nunión acabe conmigo.

Art terminó su bocadillo y miró el joven rostro inquisitivamente.

—A nadie le importa Nunión —dijo, casi cortante—. Preocúpate por ti mismo.

Se puso de pie y se limpió las grandes manos en los pantalones. Uno del equipo le ofreció un anerotosalutífero y dijo:

—Bueno, ya estamos listos con el espaciopuerto, Art; aquí se acabó ya lo que se daba. ¿Qué sector hay que atacar a continuación?

Art pareció a punto de sonreír.

—La tomaremos con los políticos —dijo.

El joven Harsch se puso de pie. Con toda evidencia, había advertido que la cámara los enfocaba pues sus modales se volvieron notoriamente más bruscos.

—Oiga, señor Stayker, si pudiéramos amainar las trapazas legales de Nunión —dijo—, al tiempo que filmamos… vaya, haríamos a todos un favor. ¡Nos haríamos todos famosos!

—En aquellos tiempos era yo un crío loco e idealista —dijo el maduro Harsch a su auditorio, al tiempo con vergüenza y delectación—. Tenía que aprender todavía que la vida no es más que una coordinación de trapazas. —Sonrió generosamente para indicar que podía ser ingenuo, vio que el señor Wreyermeyer no estaba sonriendo y guardó silencio.

En la pantalla, Unidad Dos se replegaba. El incómodo poliedro de un fletador de la lejana Papraca se adentró en los fosos de desembarco que había tras ellos y lanzó potentes chorros de vapor.

—Os diré la clase de cosas que queremos consultar y captar —dijo Art a su grupo mientras se cargaba sobre el hombro una caja del equipo—. Cuando vine por vez primera a esta ciudad para unirme a Supernova, hace ocho años, me encontré en el vestíbulo de la Audiencia Federal antes de que comenzara a verse un importante caso industrial. Un grupo de políticos locales me sobrepasó y oí cómo uno decía mientras entraban (nunca lo he olvidado): «Preparen sus inquinas, caballeros». Para mí, esto encarnará siempre la forma en que los prejuicios pueden perder a un hombre. Este tipo de cosas son las que tenemos que captar.

Art y sus compañeros salieron caminando de la imagen, avejentada, rotunda. El sólido desapareció y frente a la pantalla se alzó Harsch Benlin, elegante, rotundo.

—No cuaja del todo, Harsch —dijo Ruddigori desde su sillón, Era el Preparador Personal del señor Wreyermeyer y un tipo con tino en su terreno. Había que tener cuidado con semejante piojo.

—A lo mejor es que no has captado las sutilezas, ¿no, Ruddy? —sugirió Harsch con suavidad—. La cosa cuaja perfectamente. Este fragmento os ha demostrado, ni más ni menos, por qué Art no fue más adelante. Hablaba demasiado. Teorizaba. Le salían callos en la lengua por hablar con jovenzuelos como yo era entonces. No era un tipo muy complicado. No era ni más ni menos que un artista. ¿De acuerdo, Ruddy?

—Si tú lo dices, Harsch, muchacho —dijo Ruddy con llaneza, aunque se volvió en seguida para decir algo inaudible al señor Wreyermeyer. ¡Aquella familiaridad! Cogido por un segundo con la guardia baja, Harsch lanzó una penetrante mirada al jefe del estudio; el señor Wreyermeyer estaba inmóvil, como si fuera de piedra, aunque de vez en cuando su garganta se movía como la de una rana al tragar.

Harsch hizo una brusca seña a Cluet. Llegaría a un acuerdo con Supernova así tuviese que pasarse allí toda la tarde y toda la noche insistiendo. Se sonó y se metió en la boca una pastilla adelgazante encubierta en el pañuelo.

—Bien —dijo no muy amablemente—. Deberíais haber captado ya el sentido general de la película. Pasemos ahora al delito. Niñas, ¿estáis tomando notas?

Una confusión de asentimientos femeninos le llegó del auditorio.

—Muy bien —repitió él automáticamente. Tras él, la Nunión de Art Stayker fue recreada una vez más, una ciudad que administraba el poder del creciente dominio de Yinnisfar y que se abría paso en medio de la riqueza de una gigantesca ruleta interplanetaria: adaptada a la manera concebida por Art Stayker dos décadas atrás, era una ciudad que al tiempo operaba como conquistador y libertador de sus miles de habitantes.

Sobre su masa de cañones y estructuras de hormigón caía ahora la noche. El sol se puso y los grandes globos de luz atómica suspendidos del cielo arrojaron su radiación sobre las móviles vías públicas suministrando nuevos aspectos. Cluet había amortiguado los comentarios originales para dar a Harsch la oportunidad de suplirlos con otros de su cosecha.

—Aquí tenéis la noche que cae sobre nuestra fabulosa ciudad, tal como hemos visto miles de veces —dijo animadamente—. Art la captó como nadie pudo hacerlo ante ni desde entonces. Recuerdo que solía decir que la noche era la ocasión en que una ciudad muestra auténticamente sus garras; de manera que los chicos se lanzaron a la busca de aquellas sombras ásperas y retorcidas que tuvieran el aspecto de garras. De nuevo la obsesión por el detalle significante. Algunas de estas metáforas vienen a continuación.

Las sombras en forma de zarpas se aproximaron, unos colmillos de luz mordieron los oscuros flancos de las callejuelas laterales. Una inquietud casi intangible, como el espectral silencio de una jungla, asolaba las plazas y rampas de Nunión; hasta los presentes observadores podían notarlo. Sentados en sus asientos iban experimentando una creciente intranquilidad, e inquirieron entre cuchicheos por qué el aire acondicionado no funcionaba mejor. El señor Wreyermeyer se removió en su asiento; aquello tenía que significar algo.

Tras una fachada de civilización, la vida nocturna de Nunión tenía una ferocidad primitiva; el Jurásico vestía los ropajes de la noche. En la interpretación de Art Stayker, se trataba esencialmente de un mundo sombrío, amalgama de nostalgias y lujurias de los muchos miles de naciones que habían desembocado en Yinnisfar. El individuo quedaba perdido en medio de ese salvajismo donde sesenta millones de personas podían estar solitarias y apiñadas en unas cuantas millas cuadradas.

Art mostraba bastante a las claras que la multitud amontonada, que hace cola para entrar a un espectáculo donde se enseñan las pantorrillas o para comprar marihuana, es inofensiva. Viviendo en rebaño, han desarrollado mentalidad de rebaño. Son demasiado inofensivos para desarticular nada de valor en el flujo de Nunión; todo su interés consiste en pasarlo bien durante un rato. El único interés consistía en entresacar un asiduo de entre mil ocasionales.

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