Es claro que volví sacando pecho. Cuando Daniel, Fernando y Norberto vieron que regresaba, corrieron a mi encuentro, ansiosos. Durante unos minutos los hice sufrir, pero después sus caras de susto me dieron lástima. «El occiso no está», dije, para que se dieran cuenta de que yo también tenía mis lecturas. La noticia cayó como un balde de agua fría. «¿Habrás revisado bien?» inquirió Daniel. Le devolví aquella mirada, entre admonitoria y burlona, que me había dedicado cuando mi desvanecimiento, y agregué: «Revisé todo. Fijate que hasta me metí en la cueva del Dandy». «¿Te metiste en la cueva?» preguntó Norberto con un dejo de admiración. «Sí, claro» confirmé sin dar mayor importancia a mi notable audacia, «y sólo había esta botella.» La botella fue pasando de mano en mano y luego volvió lógicamente a las mías. Sin que nadie lo decidiera de un modo explícito, pasé a ser su custodio oficial. Todos la tomábamos por el cuello y usando mi pañuelo, ya que el resto de la botella podía tener huellas digitales que no fueran las nuestras y las del propio Dandy.
Sin embargo, de poco sirvieron tantas precauciones. No sólo no se individualizó al criminal, sino que tampoco la prensa mencionó el caso. En varios de nuestros encuentros deliberamos sobre las distintas posibilidades. ¿Estaría realmente muerto cuando lo descubrimos el día del dirigible? La respuesta unánime era que indudablemente aquello era un cadáver. Además, si no estaba muerto ¿por qué nunca más lo habíamos visto en sus recorridos habituales? Ah, pero si era un cadáver, ¿quién se lo había llevado? ¿Por qué la prensa nunca había hecho referencia a aquel asesinato o lo que fuera? Un elemento adicional, a tener en cuenta, era que después de aquella jornada festivo-luctuosa habían desaparecido del barrio los otros
bichicomes
. ¿Y eso por qué? ¿Se enteraron del crimen y tuvieron miedo? Lo único que quedó claro es que nosotros sí tuvimos miedo y, salvo aquel día en que llevé a cabo mi inspección ocular, nunca más volvimos al «claro del bosque». Al cabo de unos meses dejamos de hablar de aquel tema que nos excitaba pero también nos ensombrecía. Sin embargo, la postrera mueca del Dandy siguió apareciendo, durante varios meses, en mis pesadillas, hasta que por fin se retiró también de ese territorio. Dos o tres años más tarde, escuché por única vez en la radio un tango que incluía esta estrofa: «Y a veces cuando me aburro / recuerdo al Dandy, aquel vago / que en un miércoles aciago / cagó fuego allá en Capurro». Anoté enseguida aquellos versos, para que no se me olvidaran, pero sentí que otra vez me invadía, no el miedo de aquel otoño, pero sí un rescoldo de aquel miedo. Quizá por eso no llamé a la radio para preguntar el título del tango y el nombre del tanguero. No lo comenté con nadie y nunca más escuché aquella letra, que después de todo no era muy brillante. Sin embargo, al día siguiente consulté una de esas tablas que traen algunas agendas para averiguar qué día de la semana correspondió a un día cualquiera del pasado. ¡Y el día del
Graf Zeppelin
era un miércoles! Así y todo, el autor del tango no especificaba que había sido un crimen: «cagó fuego» es sinónimo lunfardo de «crepar, morir», pero puede ser una muerte natural. ¿Muerte natural con semejante herida en el costado y con toda la sangre derramada? El episodio podría dar lugar a todo un ensayo sobre «Tango y desinformación». Salvo que el autor fuera el asesino (¿por qué no?) y la letra una coartada, una suerte de deliberada bruma sobre aquella muerte. Ya sé, Daniel habría dicho: «Como es obvio, el asesino suele volver al lugar del crimen, y ese tango (está clarísimo) es un simple regreso». Pero no tuve ánimo para hablarlo con nadie, y aun si lo hubiera tenido, tampoco habría podido, ya que Daniel, precisamente en ese año, viajaba con sus viejos por Estados Unidos.
Ya dije que en Capurro había otro paisaje fundamental: la cancha de fútbol del Club Lito. Era una institución modesta (creo que integraba una división que entonces se llamaba Intermedia), pero todo el barrio la apoyaba. Por otra parte, más de una vez cedía gratuitamente la cancha a equipos más modestos aún, que ni siquiera tenían campo de juego. En esos casos (tales partidos solían jugarse los domingos por la mañana) no se cobraba entrada. A veces íbamos con el viejo, que era un tibio hincha de Defensor, aunque nunca acumulaba suficiente entusiasmo como para trasladarse al Parque Rodó. La cancha de Lito, en cambio, quedaba ahí cerquita y él se divertía con las chambonadas de aquellos cuadritos que se enfrentaban en las soleadas mañanas de domingo.
Todavía recuerdo a un arquerito casi adolescente que tenía una manía. Cuando los tiros de los delanteros rivales eran fuertes y esquinados, se mandaba tremendas palomas y despejes de puño y era muy aplaudido por los cuarenta espectadores. Pero cuando el balón venía por lo alto, entonces se daba el lujo de estirar su camiseta hacia adelante y recibía la pelota en el hueco improvisado. Ese alarde era para él la gloria, porque dejaba en ridículo a los del otro equipo y además divertía a los mirones. Una vez sin embargo no tuvo suerte. Quizá se debió a que la pelota había alcanzado en esa ocasión una mayor altura y en consecuencia cayó con fuerza inusitada. Lo cierto fue que cuando el golerito estiró como siempre su camiseta para recibir la globa, la potencia que ésta traía venció irremediablemente aquella ostentación, se le coló entre las piernas y rodó sin apuro por el césped hasta cruzar la línea de gol. Los delanteros del cuadro contrario festejaron aquella conquista con saltos y risotadas. Algunos se apretaban la barriga de tanto reírse. Avergonzados, los compañeros del guardameta se retiraron silenciosamente hacia el centro de la cancha. Ninguno de ellos se acercó a consolarlo. Lo dejaron solo. De pronto mi viejo me tomó del brazo y dijo: «Mirá», señalando hacia la valla vencida. Miré, pues, y ahí estaba el pobre muchacho, llorando desconsoladamente junto a uno de los postes. No podíamos entrar en la cancha para animarlo. Además, el partido se había reiniciado. El se secó las lágrimas con el puño cerrado y se colocó nuevamente en su puesto. Pero toda su gallardía, su vocación de espectáculo, se habían esfumado. Esa misma mañana le metieron tres goles más: uno directo de córner, otro de penal y el último como resultado de un
dribbling
ominoso que le hizo el entreala en la boca del arco. Por supuesto, fue su último partido. Quien lo sustituyó el domingo siguiente era bastante bruto, pero no tanto como para no advertir que le estaba terminantemente prohibido embolsar la pelota en la camiseta.
De todas las casas que hasta entonces habíamos ocupado, la de Capurro fue la primera que significó
un mundo
para mí, un espacio propio. Lo cierto es que hasta allí no había disfrutado de una habitación privada. Sin ser exactamente un altillo, estaba varios escalones más arriba que las otras piezas y tenía una ventana que daba al fondo de los vecinos (Norberto y sus padres). Allí había varios árboles, con sus correspondientes pájaros. El más cercano era una higuera, que en verano me proporcionaba sombra y también higos, cuya ingestión clandestina me produjo más de una diarrea. En realidad, no los hurtaba, ya que tenía autorización de Norberto (no la de sus padres, claro) para el consumo indiscriminado. La razón última de tanta generosidad era tal vez que a él los higos le repugnaban profundamente. Por otra parte, aquella enorme y hospitalaria higuera era nuestro puente: a través de sus ramas acogedoras yo ingresaba al territorio de Norberto, o él se introducía en mi cuarto; sin perjuicio de todas las veces que nos quedábamos en el árbol. Este tenía dos conjunciones de gruesas ramas, construidas por el Señor (la interpretación era del neófito Norberto y no mía) a la medida de nuestras escuálidas asentaderas. Allí hablábamos del mundo y sus alrededores. Especialmente de fútbol. Ambos éramos (y seguimos siendo, epa) hinchas de Nacional, a diferencia de Daniel, que era de Peñarol, y Fernando, que era de Wanderers y en consecuencia, para los otros tres, adversario de poca monta.
Sin embargo, aunque predominante, el fútbol no era el único tema. También intercambiábamos impresiones sobre nuestros padres, hacia los cuales sentíamos una mezcla de devoción y de resentimiento, fundado este último en los límites (territoriales, lúdicos, verbales) que nos imponían y a pesar de que casi a diario vulnerábamos deliberadamente esas fronteras, mereciendo así, cuando nos descubrían, las bofetadas maternas de rigor (las paternas sólo nos alcanzaban en circunstancias particularmente graves). Por supuesto, en los últimos tiempos discurríamos infatigablemente sobre el Dandy, su muerte (ni siquiera entre nosotros dos nos atrevíamos a calificarla de «asesinato») y la misteriosa desaparición del cuerpo. Ese sí que era «cuerpo del delito», dijo cierta vez Norberto, haciendo gala de una osadía que francamente me sorprendió. En otras ocasiones, mucho menos frecuentes, hablábamos de temas escolares, particularmente de aquellos que nos resultaban impenetrables, como por ejemplo las ecuaciones de tercer grado o la partenogénesis en los pulgones.
Quiero aclarar que a esa altura ya no recibía clases de mi bienamada Antonia Vico, sino de un señor llamado Humberto Fosco, cuyas piernas (a casa venía de pantalones, pero una vez lo vi de bermudas en Pocitos), peludas y flaquísimas, jamás habrían podido competir con las de mi maestra, que últimamente había reaparecido en mis sueños y ensueños, y (debo dejar constancia de ello) ya no sólo con sus benditas piernas. Antonia Vico no había sido despedida. Yo no lo habría permitido, claro. Simplemente le sucedió una catástrofe: se casó. Le oí decir a mamá que el novio era «un muchacho muy apuesto», pero semanas más tarde Antonia lo trajo a que lo conociéramos, y francamente me pareció un flaco sin ninguna gracia. Ella advirtió que yo lo miraba con ojos rencorosos, y entonces, para mejorar el clima, le dijo al ahora marido, apoyando su mano en mi hombro: «Mirá, Amílcar, éste fue mi mejor alumno». (Para colmo, se llamaba Amílcar. Algo insoportable.) El señor Fosco fue convocado entonces: debía prepararme para el ingreso a Secundaria.
La casa tenía un paisaje y también tenía un tacto. Los apagones no eran tan frecuentes como lo fueron años más tarde, pero de vez en cuando el barrio entero se sumía en las tinieblas. Mis padres usaban sus linternas, pero a mí me gustaba andar a tientas, sólo guiado por mis manos o en todo caso por mis pies descalzos. Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, sus pestillos, contar sus escalones, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla. Para mis padres siempre fue una casa meramente alquilada, pero yo no tenía demasiado claro el linde entre locación y propiedad, de modo que para mí la casa de Capurro fue
mi casa
.
Tenía asimismo un olor peculiar. Y no me refiero al de la cocina, que lógicamente variaba con los pucheros, churrascos, guisos y tucos en los que mi madre era experta. No, el olor a que me refiero era el de la casa en sí; el que exhalaban por ejemplo las baldosas blancas y negras del patio interior, o los escalones de mármol del zaguán, o las tablas del parquet, o la humedad de una de las paredes, o el que venía de la higuera cuando yo dejaba mi ventana abierta. Todos esos olores formaban un olor promedio, que era la fragancia general de la vivienda. Cuando llegaba de la calle y abría la puerta, la casa me recibía con su olor propio, y para mí era como recuperar la patria.
Si se exceptúa al Dandy, el personaje más relevante que Claudio conoció en Capurro fue el ciego Mateo Recarte. En esa época tenía veintitrés años y se hablaba mucho de él en todo el barrio. Se le tenía por estudioso e inteligente, y, a pesar de su carencia, por amable y bienhumorado. Tenía una hermana, dos o tres años menor, de la que también se hablaba bastante, aunque por otras razones.
María Eugenia era de una belleza singular. No se parecía a ninguna actriz o modelo famosas. Cuatro años atrás había sido elegida Miss Soriano, pero luego no quiso volver a competir en esos certámenes, por considerarlos demasiado frívolos. Todos pensaban que, de haberlo querido, ya figurarían en su palmarés los galardones de Miss Uruguay, Miss Mundo, Miss Universo y hasta Miss Galaxia, cuando los hubiera. Sus curvas eran perfectas, su estatura la ideal, su rostro podía haber sido elegido por Filippino Lippi para una de sus vírgenes. Su atractivo era tan intimidante que ninguno de los muchachones capurrenses se había atrevido a cortejarla, algo que no impidió que, años más tarde, cuando María Eugenia se casó con un «extranjero» (montevideano, pero del Cordón), la considerasen poco menos que una perjura.
Pero todo eso vino mucho después. Cuando Claudio trabó conocimiento con los hermanos Recarte, tendría diez u once años y a nadie le parecía mal que, cuando llegaba a la casa, María Eugenia le acariciase el cabello siempre revuelto o lo besase, a la europea, en las dos mejillas, algo que luego servía para que Norberto, Fernando y Daniel se burlaran, de puro envidiosos, y lo llamaran socarronamente «el novio de Miss Soriano». El no se inmutaba y sólo les decía: «Ojalá».
Aurora, la madre de Claudio, enviaba a veces a los Recarte, algún postre especial o alguna tarta de manzanas, y por lo general usaba a Claudio como recadero, y éste, tras el intercambio ritual de sonrisas y besos con María Eugenia, se quedaba a conversar con Mateo. El ciego tenía para Claudio un atractivo especial. Le alucinaba imaginar cómo Mateo lograba comunicarse con el mundo. Llevaba a cabo sus encuestas con tal inocencia que el ciego aceptaba preguntas que, de haber venido de un adulto, le habrían fastidiado o le habrían parecido menospreciativas.
En uno de esos diálogos, el chico le preguntó si siempre había sido ciego, y Mateo le aclaró que no, sólo desde los diez años, a consecuencia de unos irreversibles desprendimientos de retina. «Así que antes veías los colores», confirmaba Claudio con euforia. «Por supuesto.» «¿Y ese recuerdo te ayuda a imaginar lo que te rodea?» «Sí y no. También los recuerdos se van borrando. A veces recuerdo el recuerdo del color, pero no el color mismo. ¿Vos te acordás de todo lo que aconteció cuando tenías seis años? ¿No te pasa que a veces recordás algo que ocurrió, pero no como evocación directa de tu memoria, sino porque el episodio viene siendo repetidamente narrado, a través de los años, por tu madre o por tu padre? Al final, asumís tu papel como protagonista de esa historia contada, pero no desde el interior de ese protagonismo que alguna vez tuviste.»
A Claudio esa explicación lo superaba. Se le figuraba enigmática pero fascinante. Entonces agregaba: «¿Y soñás a veces?». «Sí, sueño a menudo.» «¿Y en los sueños, ves?» «Bueno, no sé si veo o creo que veo.» «¿Y soñás en colores?» «No siempre, pero en alguna ocasión. Lo que ocurre es que cuando despierto, tengo conciencia de que soñé con colores, pero no te sabría decir cuál es el rojo, el amarillo o el verde. Además, no siempre sueño que veo o creo que veo. Lo más frecuente es que intervengan en mis sueños los sentidos que aún poseo. O sea, sueño que palpo cosas, saboreo cosas, oigo cosas, huelo cosas.»