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Authors: Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala

 

¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.

Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.

Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute... ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala

ePUB v1.0

Patanete
03.01.12

© 2006-05, Mario Vargas Llosa

Editorial: Alfaguara

A X, en memoria de los tiempos heroicos

I. Las chilenitas

Aquél fue un verano fabuloso. Vino Pérez Prado con su orquesta de doce profesores a animar los bailes de Carnavales del Club Terrazas de Miraflores y del Lawn Tenis de Lima, se organizó un campeonato nacional de mambo en la Plaza de Acho que fue un gran éxito pese a la amenaza del Cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de Lima, de excomulgar a todas las parejas participantes, y mi barrio, el Barrio Alegre de las calles miraflorinas de Diego Ferré, Juan Fanning y Colón, disputó unas olimpiadas de fulbito, ciclismo, atletismo y natación con el barrio de la calle San Martín, que, por supuesto, ganamos.

Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una chica —la pelirroja Seminauel— y ésta, ante la sorpresa de todo Miraflores, le dijo que sí. Cojinoba se olvidó de su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando pecho como un Charles Atlas. Tico Tiravante rompió con Ilse y le cayó a Laurita, Víctor Ojeda le cayó a Use y rompió con Inge, Juan Barreto le cayó a Inge y rompió con Use. Hubo tal recomposición sentimental en el barrio que andábamos aturdidos, los enamoramientos se deshacían y rehacían y al salir de las fiestas de los sábados las parejas no siempre eran las mismas que entraron. «¡Qué relajo»!, se escandalizaba mi tía Alberta, con quien yo vivía desde la muerte de mis padres.

Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces, allá a lo lejos, la primera a doscientos metros de la playa, y hasta allí íbamos a bajarlas a pecho los valientes, y nos hacíamos arrastrar unos cien metros, hasta donde las olas morían sólo para reconstituirse en airosos tumbos y romper de nuevo, en una segunda reventazón que nos deslizaba a los corredores de olas hasta las piedrecitas de la playa.

Aquel verano extraordinario, en las fiestas de Miraflores todo el mundo dejó de bailar valses, corridos, blues, boleros y huarachas, porque el mambo arrasó. El mambo, un terremoto que tuvo moviéndose, saltando, brincando, haciendo figuras, a todas las parejas infantiles, adolescentes y maduras en las fiestas del barrio. Y seguramente lo mismo ocurría fuera de Miraflores, más allá del mundo y de la vida, en Lince, Brefra, Chorrillos, o los todavía más exóticos barrios de La Victoria, el centro de Lima, el Rímac y el Porvenir, que nosotros, los miraflorinos, no habíamos pisado ni pensábamos tener que pisar jamás.

Y así como de los valsecitos y las huarachas, las sambas y las polcas habíamos pasado al mambo, pasamos también de los patines y los patinetes a la bicicleta, y algunos, Tato Monje y Tony Espejo por ejemplo, a la moto, e incluso uno o dos al automóvil, como el grandulón del barrio, Luchín, que le robaba a veces el Chevrolet convertible a su papá y nos llevaba a dar una vuelta por los malecones, desde el Terrazas hasta la quebrada de Armendáriz, a cien por hora.

Pero el hecho más notable de aquel verano fue la llegada a Miraflores, desde Chile, su lejanísimo país, de dos hermanas cuya presencia llamativa y su inconfundible manerita de hablar, rapidito, comiéndose las últimas sílabas de las palabras y rematando las frases con una aspirada exclamación que sonaba como un pus, nos pusieron de vuelta y media a todos los miraflorinos que acabábamos de mudar el pantalón corto por el largo. Y, a mí, más que a los otros.

La menor parecía la mayor y viceversa. La mayor se llamaba Lily y era algo más bajita que Lucy, a la que le llevaba un año. Lily tendría catorce o quince años a lo más y Lucy trece o catorce. El adjetivo llamativa parecía inventado para ellas, pero, sin dejar de serlo, Lucy no lo era tanto como su hermana, no sólo porque sus cabellos eran menos rubios y más cortos y porque se vestía con más sobriedad que Lily, sino porque era más callada y, a la hora de bailar, aunque también hacía figuras y quebraba la cintura con una audacia a la que ninguna miraflorina se atrevería, parecía una chica recatada, inhibida y casi sosa en comparación con ese trompo, esa llama al viento, ese fuego fatuo que era Lily cuando, instalados los discos en el
pick up
, reventaba el mambo y nos poníamos a bailar.

Lily bailaba con un ritmo sabroso y mucha gracia, sonriendo y canturreando la letra de la canción, alzando los brazos, mostrando las rodillas y moviendo cintura y hombros de manera que todo su cuerpecito, al que modelaban con tanta malicia y tantas curvas las faldas y blusas que llevaba, parecía encresparse, vibrar y participar del baile de la punta de los cabellos a los pies. Quien bailaba el mambo con ella la pasaba siempre mal, porque ¿cómo seguir sin enredarse el torbellino endiablado de esas piernas y patitas saltarinas? ¡Imposible! Uno quedaba rezagado desde el principio y muy consciente de que los ojos de todas las parejas estaban concentrados en las hazañas mamberas de Lily. «¡Qué niñita»!, se indignaba mi tía Alberta, «baila como una Tongolele, como una rumbera de película mexicana». «Bueno, no olvidemos que es chilena», se hacía eco ella misma, «el fuerte de las mujeres de ese país no es la virtud».

Yo de Lily me enamoré como un becerro, la forma más romántica de enamorarse —se decía también templarse al cien—, y, en ese verano inolvidable, le caí tres veces. La primera, en la platea alta del Ricardo Palma, ese cine que estaba en el Parque Central de Miraflores, en la
matinée
del domingo, y me dijo que no, era todavía muy joven para tener enamorado. La segunda, en la pista de patinaje que se inauguró justamente ese verano al pie del Parque Salnar, y me dijo no, necesitaba pensarlo porque, aunque yo le gustaba un poquito, sus padres le habían pedido que no tuviera enamorado hasta que terminara el cuarto de media y ella estaba todavía en tercero. Y, la última, pocos días antes del gran Ito, en el Cream Rica de la avenida Larco, mientras tomábamos un
milk-shake
de vainilla, y, por supuesto, otra vez que no, para qué me iba a decir que sí ya que estando como estábamos parecíamos enamorados. ¿No nos ponían siempre de pareja donde Marta cuando jugábamos a las verdades? ¿No nos sentábamos juntos en la playa de Miraflores? ¿No bailaba ella conmigo más que con cualquiera en las fiestas? ¿Para qué, pues, me iba a dar formalmente el sí si todo Miraflores ya nos creía enamorados? Con su fachita de modelo, unos ojos oscuros y pícaros y una boquita de labios carnosos, Lily era la coquetería hecha mujer.

«De ti, me gusta todo», le decía yo. «Pero, lo que más, tu manerita de hablar.» Era chistosa y original, por su entonación y su música, tan distintas de las peruanas, y también por ciertas expresiones, palabritas y dichos que a los del barrio nos dejaban en la luna, tratando de adivinar lo que querían decir y si en ellos se escondía alguna burla. Lily se pasaba la vida diciendo cosas en doble sentido, haciendo adivinanzas o contando unos chistes tan colorados que a las chicas del barrio las hacían comerse un pavo. «Esas chilenitas son
terribles
», sentenciaba mi tía Alberta, quitándose y poniéndose los anteojos con el aire de profesora de colegio que tenía, preocupada de que ese par de forasteras desintegrara la moral miraflorina.

Todavía no había edificios en el Miraflores de comienzos de los años cincuenta, barrio de casitas de una sola planta o a lo más dos, de jardines con los infaltables geranios, las poncianas, los laureles, las buganvillas, el césped y las terrazas por las que trepaban las madreselvas o la hiedra, con mecedoras donde los vecinos esperaban la noche comadreando y oliendo el perfume del jazmín. En algunos parques había ceibos espinosos de flores rojas y rosadas, y las rectas, limpias veredas tenían arbolitos de suche, jacarandás, moras y la nota de color la ponían, tanto como las flores de los jardines, los amarillos carritos de los heladeros de D'Onofrio, uniformados con guardapolvos blancos y gorrita negra, que recorrían las calles día y noche anunciando su presencia con una bocina cuyo lento ulular a mí me hacía el efecto de un cuerno bárbaro, de una reminiscencia prehistórica. Todavía se oía cantar a los pájaros en ese Miraflores donde las familias cortaban los pinos cuando las muchachas llegaban a la edad casadera, pues, si no lo hacían, las pobres se quedarían solteronas como mi tía Alberta.

Lily nunca me daba el sí, pero cierto que, salvo esa formalidad, en todo lo demás parecíamos enamorados. Nos cogíamos de la mano en las
matinées
del Ricardo Palma, el Lauro, el Montecarlo y el Colina, y, aunque no se pudiera decir que en la oscuridad de las plateas tiráramos plan como otras parejas más antiguas —tirar plan era una fórmula en la que cabían desde los besos anodinos hasta los chupamos lingüísticos y los malos tocamientos que había que confesarle al cura los primeros viernes como pecados mortales—, Lily me dejaba besarla, en las mejillas, en el borde de las orejitas, en la esquina de la boca, y, a veces, por un segundo, juntaba sus labios con los míos y los apartaba con un mohín melodramático: «No, no, eso sí que no, flaquito». «Estás hecho un becerro, flaco, estás azul, flaco, te derrites de tanto camote, flaco», se burlaban mis amigos del barrio. Jamás me llamaban por mi nombre —Ricardo Somocurcio—, siempre por mi apodo. No exageraban lo más mínimo: estaba templado de Lily hasta el cien.

Por ella, aquel verano, me trompeé con Luquen, uno de mis mejores amigos. En una de esas reuniones que teníamos las chicas y los chicos del barrio en la esquina de Colón y Diego Ferré, en el jardín de los Chacaltana, Luquen, haciéndose el gracioso, dijo de pronto que las chilenitas eran unas huachafas, porque no eran rubias de verdad sino oxigenadas, y que, a mis espaldas, en Miraflores habían comenzado a decirles las Cucarachas. Le lancé un directo al mentón, que él esquivó, y fuimos a dirimir la diferencia a trompadas en la esquina del malecón de la Reserva, junto al acantilado. Estuvimos sin hablarnos toda una semana, hasta que, en la siguiente fiesta, las chicas y los chicos del barrio nos hicieron amistar.

A Lily le gustaba ir todas las tardes a esa esquina del Parque Salazar alborotada de palmeras, floripondios y campanillas desde cuyo murito de ladrillos rojos contemplábamos toda la bahía de Lima como contempla el mar el capitán de un barco desde la torre de mando. Si el cielo estaba despejado, y juraría que aquel verano el cielo estuvo siempre sin nubes y el sol brilló sobre Miraflores sin fallarnos un solo día, se divisaba allá al fondo, en los confines del océano, el disco rojo, llameando, despidiéndose con rayos y luces de fogueo mientras se ahogaba en las aguas del Pacífico. La carita de Lily se concentraba con el mismo fervor con que iba a comulgar en la misa de doce de la parroquia del Parque Central, la vista fija en aquella bola ígnea, esperando el instante en que el mar se tragara el último rayito para formular el deseo que el astro, o Dios, materializaría. Yo pedía un deseo también, creyendo sólo a medias que se haría realidad. Siempre el mismo, por supuesto: que me dijera por fin que sí, que fuéramos enamorados, tiráramos plan, nos quisiéramos, pasáramos a novios y nos casáramos y termináramos en París, ricos y felices.

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