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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (44 page)

La entrada pertenecía a la sección de religión. Se trataba de la agenda semanal con los sermones y discursos que iban a tener lugar en las iglesias del condado de Dade a lo largo de los días siguientes. Hacia la mitad podía leerse: «Discurso de un ex presidiario del corredor de la muerte.»

Cowart leyó:

Robert Earl Ferguson, condenado injustamente al corredor de la muerte por un crimen en el condado de Escambia y recientemente puesto en libertad, hablará sobre sus experiencias y sobre cómo su fe le permitió mantenerse firme a lo largo del proceso. En la iglesia baptista de New Hope, domingo, 11 h.

La iglesia estaba en Perrine.

16
La joven detective

La detective Andrea Shaeffer saludó el nuevo día desde su escritorio.

Había tratado de dormir, sin conseguirlo al principio, dormitando a ratos después. Con la oscuridad de primera hora de la madrugada logró deshacerse de un terrible sueño repleto de sangre y gargantas degolladas, se vistió y cogió el coche en dirección al departamento de policía del condado de Monroe, en cayo Largo. Desde su mesa en los despachos del segundo piso podía divisar un haz de luz rosada que asomaba en los confines de la noche. Pensó en la lenta desintegración de la oscuridad allá en el Golfo, donde la mañana, afilada como una cuchilla, parecía ir tallando el oleaje y por fin, con un gran corte, separar el océano del horizonte.

Por un momento deseó estar navegando con el barco de pesca de su padrastro, aparejando los anzuelos con las piernas separadas para resistir los rebrinques y los embates de la marejada, y las manos, pringadas de manipular cebos, enrollando sedal a toda velocidad y reparando los carretes. Hoy sería un buen día de pesca. Los relámpagos acecharían sobre las aguas a lo lejos y el calor haría levantar mangas que en contraste con el cielo parecerían aún más negras y temibles. Los peces subirían a la superficie, hambrientos, anticipándose a la tormenta, ansiosos de alimento. «Muévete dentro de los límites de los vientos y procura que los cebos no dejen de moverse —pensó—. Cebos rápidos, para el marlín, el wahoo y sobre todo el pez espada. Algo que rompa y remueva las olas, que abra surcos entre las aguas, algo a lo que los grandes peces en busca de sustento no puedan resistirse. Esto es lo que siempre me ha gustado de la pesca: no la lucha con cabos y anzuelos, por más espectacular que sea, ni el súbito miedo a caer del barco, ni los cumplidos ni las felicitaciones. Lo que me gusta es la caza.» Sus ojos miraron por la ventana del despacho de homicidios mientras su cabeza iba repasando lo que sabía y lo que no. Cuando por fin pareció haber vencido su batalla cotidiana, se volvió y se sumió de nuevo en el sinfín de papeles esparcidos por su mesa.

Echó un vistazo al informe que había preparado después de interrogar a los vecinos de Tarpon Drive. Nadie había visto ni oído nada relevante. A continuación cogió el informe del forense. La causa de la muerte había sido la misma en ambos individuos: seccionamiento abrupto de la arteria carótida derecha y pérdida masiva de sangre. «El muy cabrón era zurdo —pensó—. Se situó a su espalda y les cortó la garganta con la cuchilla.» La piel en torno a las heridas sólo presentaba rasguños leves. «Una hoja de navaja, tal vez un cuchillo de caza. Algo endiabladamente afilado.» Ninguna de las dos víctimas presentaba heridas
post mortem
. «Los mató y los abandonó.» Las heridas previas incluían hematomas en los brazos, habituales en estos casos. El asesino los había atado con tal brutalidad que el cordel les chamuscó la piel. Los había amordazado con cinta adhesiva. El varón presentaba una contusión en la frente, el labio partido y dos costillas fracturadas. Los nudillos de la mano derecha presentaban desgarrones y residuos de pintura, y las patas de la silla habían rayado el suelo de linóleo de la cocina. «Por lo menos opuso resistencia, aunque no fuera más que un momento. Debió de ser el segundo; se destrozó las manos intentando liberarse hasta que lo golpearon en el tronco y la cabeza.» La mujer no presentaba indicios de agresión sexual pese a haber sido hallada desnuda. «Humillación.» Shaeffer recordó haber visto las ropas de la anciana pulcramente dobladas en un rincón de la cocina. Pulcramente dobladas. Pero ¿quién las doblaría? ¿La víctima o el asesino? Los rastros debajo de las uñas no habían dado ninguna respuesta. Los cuerpos habían sido analizados en la morgue, pero sin éxito.

Shaeffer dejó caer el informe sobre la mesa. No era de gran ayuda. Al menos, no a primera vista.

Cogió los resultados del examen preliminar del escenario, harta ya de la jerga de aquellos documentos. La muerte reducida a los términos más fríos y asépticos posibles. Todo medido, pesado, fotografiado y examinado. El cordel utilizado para maniatar a la pareja de ancianos era de nailon textil de 6,5 mm, del que puede encontrarse en cualquier mercería o supermercado. Dos fragmentos, uno de 102 cm y el otro de 97 era, habían sido cortados de un carrete de tres metros y medio, encontrado en la puerta trasera. El asesino había hecho un lazo corredizo para inmovilizar las muñecas de las víctimas y luego había dado dos o tres vueltas de hilo más, terminando con un simple nudo para asegurarse.

Un nudo ordinario, sin nada particular, una cosa temporal, improvisada sobre el terreno. Resistió durante el rato que duró la matanza, pero con algo más de tiempo se habría soltado. Para ella esto significaba una cosa: no fue nadie de la zona, sino de fuera. La mayoría de los vecinos de los cayos saben hacer buenos nudos; todos han atado objetos pesados, como los aparejos de navegación.

Asintió con la cabeza. Medianoche. El asesino entra. Los reduce, los maniata, los amordaza. Ellos creen que es un atraco y que si no oponen resistencia salvarán la vida. Falso. Iba a matarlos. Máximo terror. Rápido. Eficaz. Ni un segundo de más. Un silencioso cuchillo. Nada de disparos que pudieran alertar a los vecinos. Ningún indicio de robo ni de violación. Nada de portazos ni de huidas despavoridas.

Un asesino que llega, asesina y se marcha, entreteniéndose solamente para dejar una Biblia abierta sobre la mesa, entre sus víctimas, y al que nadie ve ni oye a excepción de ellas. «Todos los asesinatos dejan un mensaje —pensó—. El cuerpo medio descompuesto del traficante arrojado a los manglares con un disparo en la nuca, con su reloj de oro y sus diamantes intactos, deja un mensaje. La joven camarera que cree que por una vez que vuelva del restaurante haciendo
autoestop
no va a pasar nada y que termina a tres condados desnuda, muerta y violada, deja otro. El anciano que por fin se cansa de cuidar de su esposa aquejada de un cáncer terminal, la mata de un tiro, luego se suicida y aparece muerto abrazado a un álbum de fotos de boda de hace cincuenta años, deja otro mensaje.»

Escudriñó las fotografías del escenario del crimen, que le trajeron a la memoria el asfixiante calor de aquella cocina y el nauseabundo hedor de los cuerpos. Todo empeora cuando la naturaleza tiene tiempo de hacer su trabajo; todo atisbo de dignidad que pudieran tener aquellas vidas se esfuma con las elevadas temperaturas. Al mismo tiempo, la investigación se entorpece. Le habían enseñado que cada minuto perdido después de un homicidio hace más difícil su resolución. Los casos antiguos que se resuelven salen anunciados con grandes titulares. Pero por cada uno que resulta en condena hay cientos que permanecen en las sombras, atascados en una maraña de suposiciones.

Dos ancianos que trajeron al mundo y criaron a un asesino son asesinados a su vez. ¿Qué clase de crimen era éste?

Venganza. Acaso justicia. Posiblemente una perversa combinación de ambas.

Siguió estudiando los informes del escenario. Había dos huellas parciales de pisadas en la sangre del linóleo. El dibujo de la suela había sido identificado como de zapatillas Reebok, entre la talla cuarenta y tres y la cuarenta y cinco. Las suelas eran de una clase que sólo se fabricaba desde hacía seis meses. En la sangre que al anciano le había salido del pecho se habían encontrado fibras de tejidos. Eran de una mezcla de algodón y poliéster común en las sudaderas. El asesino entró en la casa por la puerta trasera. La vieja madera medio carcomida había cedido al primer golpe de destornillador o palanca. La detective sacudió la cabeza. Esto era habitual en los cayos; el sol, el viento y el aire salobre deterioraban los marcos de las puertas, algo que sabía todo delincuente de medio pelo que frecuentara los doscientos cincuenta kilómetros que van de Miami a cayo Vizcaíno.

Pero esto no era obra de un delincuente de medio pelo.

Cogió un bolígrafo y tomó algunas notas: «Ferreterías, comprobar si alguien ha comprado cuchillo, cordel y destornillador o palanca. Hablar de nuevo con los vecinos, comprobar si alguien vio un coche sospechoso. Comprobar hoteles de la zona. ¿Trajo la Biblia consigo? Comprobar librerías.»

No depositaba muchas esperanzas en ninguna de estas opciones.

Continuó: «Comprobar muestras de piel en la zona del corte en laboratorio forense.» Tal vez un examen espectrográfico revelaría restos de metal que podrían decirle algo acerca del arma. Esto era importante. Puso sus pensamientos en orden con una precisión castrense: si un asesino no deja ninguna prueba de valor, ningún residuo, como semen o huellas o pelo, hay que dar con lo que se llevó consigo: el arma, restos de sangre en zapatos o ropa, algún objeto de la casa. Algo.

Shaeffer se frotó los ojos, dejando que sus pensamientos derivaran hacia Cowart. «¿Qué estará escondiendo? —se preguntó—. Alguna parte de la historia que para él es importante. Pero ¿cuál?» Se hizo un retrato mental del periodista, de su mirada, de su voz. No había tenido mucha experiencia con periodistas, pero sabía que con frecuencia hacen ver que saben más de lo que en verdad saben, que aparentan estar compartiendo su información cuando lo que hacen en realidad es recabarla. Cowart, no obstante, no se ajustaba a este perfil. Desde su primer encuentro en el escenario del crimen, no había hecho ninguna pregunta sobre los asesinatos de Tarpon Drive. Y había hecho todo lo posible por evitar que se las hicieran a él.

«¿Esto qué implica? Que ya conoce las respuestas. Pero ¿por qué iba a querer ocultarlas? Para proteger a alguien. ¿A Blair Sullivan? Imposible. Es él quien necesita que lo protejan.»

Pero no llegaba a ninguna conclusión. Se puso a garabatear en un bloc de notas: dibujó círculos concéntricos que se iban volviendo más y más oscuros según iba emborronando el papel.

Se acordó de una lección de sus días en la academia de policía: cuatro de cada cinco asesinos conocen a sus víctimas.

«Está bien —se dijo—. Sullivan le dice a Cowart que él preparó los asesinatos. Pero ¿cómo pudo hacerlo desde el corredor de la muerte?»

Se turbó. La cárcel es todo un mundo. Allí todo puede obtenerse si uno está dispuesto a pagar por ello, incluso con la vida. Ahí dentro todos saben que la cárcel funciona a base de trueques y favores. No obstante, para alguien de fuera es tarea ardua penetrar en las maquinaciones de esos entornos, a veces incluso imposible. Las ataduras de que depende un policía —el miedo a sanciones, a responder de sus actos— no existen en la cárcel.

Shaeffer se planteó el paso siguiente con recelo: interrogar a todos los reclusos que hubieran trabado contacto con Sullivan. «Uno de ellos me dará la clave —pensó—. Pero ¿con qué pagó Sullivan? No tenía dinero. Ni siquiera tenía una buena posición dentro de la cárcel. Era un tipo solitario destinado a la silla eléctrica. ¿O no?»

¿Cómo había pagado Sullivan?

Un pensamiento la asaltó súbitamente: quizás había pagado por adelantado.

Respiró hondo.

«Sullivan encarga un asesinato y todos damos por sentado que el pago es posterior a su comisión. Sería lo natural. Pero… planteémoslo a la inversa.» Shaeffer sintió un calor, notaba que la imaginación se le disparaba con tantos cambios de rumbo. Recordó la desbordante emoción que sentía cuando sus ojos reconocían la amplia y oscura silueta del pez espada remontando las aguas verdioscuras dispuesto a arrancar el cebo. El mágico y sobrecogedor instante previo a la batalla. «El mejor momento», pensó.

Descolgó el teléfono y marcó un número. Sonó tres veces antes de que una voz contestara.

—¿Diga?

—Mike, soy Andy.

—Coño, ¿es que tú nunca duermes?

—Pues no.

—Dame un segundo.

Esperó oyéndolo a lo lejos dar explicaciones a su esposa. Percibió las palabras «es su primer caso importante» antes de que la conversación quedara ahogada por el sonido de un grifo abierto. Luego el silencio, y por fin la voz de su compañero riendo.

—Maldita sea, niña, el detective jefe soy yo y tú eres la novata. Si te digo que duermas, duerme.

—Lo siento —se disculpó ella.

—Vale… —contestó—. Qué falsa eres. Bueno, ¿qué te ronda por la cabeza?

—Matthew Cowart. —Al pronunciar su nombre pensó: «No pongas aún todas las cartas boca arriba.»

—¿El señor Lo-demás-me-lo-quedo-en-el-buche?

—El mismo. —Sonrió.

—No me gusta ese hijo de perra.

No le costaba mucho esfuerzo figurarse a su compañero sentado al borde de la cama. Su mujer debía de estar con la cabeza metida bajo la almohada para amortiguar el ruido de la conversación. A diferencia de muchas parejas de detectives, su relación con Michael Weiss era profesional y distante. No llevaban mucho juntos, lo bastante para reír los chistes del otro pero no lo suficiente para prestar atención al chiste. Era un hombre robusto, pragmático e impulsivo. Lo que a él se le daba bien era enseñar fotografías a los testigos y escarbar en los informes de las compañías de seguros. Que él tuviera diez años de experiencia y ella unos pocos meses no la impresionaba: lo dejaba atrás con facilidad.

—A mí tampoco.

—¿Qué te ha pasado por la cabeza?

—He pensado que debería encargarme de él. Que me vea. En el periódico, en el apartamento, cuando vaya a hacer
footing
, en la ducha, por todas partes.

Weiss rió.

—¿Y?

—Que sepa que vamos a buscarle las cosquillas hasta que sepamos lo que nos esconde. Por ejemplo, quién cometió aquel doble crimen.

—Me parece bien.

—Pero alguien tendría que empezar a investigar en la cárcel. Por si alguien sabe algo, por ejemplo el sargento. Y me parece que alguien tendría que buscar entre las pertenencias de Sullivan. Tal vez haya algo que nos sirva de ayuda.

—Oye, Andy, ¿esta conversación no podía esperar hasta, digamos, las ocho de la mañana? —La voz de Weiss denotaba una mezcla de cansancio e ironía—. Lo digo para que duermas un poco.

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