Read Juicio Final Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (16 page)

BOOK: Juicio Final
2.06Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Bueno, lo mejor es preguntárselo a él. Si acepta, lo arreglaré; pero si dice que no…

—De acuerdo.

—No será como hablar con Bobby Earl en la sala para ejecutivos. Tendremos que usar la jaula.

—Lo que sea. Hágame ese favor.

—Está bien, señor Cowart. Llámeme por la mañana, y procuraré darle una respuesta.

Los dos traspusieron en silencio la puerta de acceso a la prisión. Por un instante, permanecieron de pie en el vestíbulo, ante la puerta de la calle. Luego salieron fuera. El periodista vio que el guardia se protegía los ojos de la luz y miraba el cielo azul en dirección al sol cegador. Luego respiró hondo, con los ojos cerrados por un instante como esperando que el aire fresco aliviara parte del bochorno de la prisión. Después sacudió la cabeza y, sin decir palabra, volvió a entrar en el recinto.

«Ferguson tenía razón —pensó Cowart—. Todo el mundo conoce a Blair Sullivan.»

Florida tiene una extraña manera de generar asesinos inhumanos, casi como si el mal arraigara en ese estado y luchara por abrirse camino; igual que los retorcidos mangles que florecen en la tierra arenosa y salitrosa, a orillas del océano. Y los que no han nacido allí parecen verse atraídos por Florida con alarmante frecuencia, como siguiendo una insólita oscilación gravitacional del crimen, producida por las corrientes ocultas y los inconfesables deseos del hombre. Eso confiere al estado una suerte de familiaridad con el mal, una aceptación resignada del paranoico que abre fuego con un arma automática en un establecimiento de comida rápida, o de los cuerpos hinchados de los narcotraficantes que crían gusanos en los húmedos Everglades. Libertinos, chalados, criminales a sueldo, asesinos movidos por la locura, la pasión o la falta de razón y sentimientos, todos parecen ir a parar a Florida.

Blair Sullivan reconocía haber matado a una docena de personas en su viaje rumbo al Sur, antes de llegar a Miami. Asesinatos cometidos por razones de mera oportunidad: gente a la que liquidaba por interponerse en su camino. El gerente nocturno de un motel de carretera, la camarera de una cafetería, el dependiente de un pequeño establecimiento, una pareja de ancianos turistas que cambiaba una rueda en el arcén. Pero lo que hacía tan aterradora esta particular oleada de asesinatos era su total aleatoriedad. A algunas víctimas las atracaba, a otras las violaba, a otras sencillamente las asesinaba sin motivo aparente o por razones incomprensibles, como el encargado de la gasolinera al que abatió a tiros a través de la mampara protectora, no para atracarle sino porque no le había dado el cambio lo bastante rápido. Sullivan fue detenido en Miami minutos después de acabar con una pareja de jóvenes a la que había sorprendido retozando en una carretera desierta. Se había tomado su tiempo: había atado al muchacho para que mirase mientras violaba a su novia, para luego dejar que ella viera cómo lo degollaba a él. Cuando una patrulla estatal dio con él, estaba cosiendo a cuchilladas el cuerpo de la joven. Al oír la condena, Sullivan había dicho al juez, con arrogancia y sin la menor muestra de arrepentimiento: «Mala suerte. Si hubiera sido más rápido, me hubiera cargado también a los polis.»

Cowart marcó un número de teléfono desde su habitación y en cuestión de segundos le contestó la sección local del
Miami Journal
. Preguntó por Edna McGee, la periodista judicial que había cubierto la condena y sentencia de Sullivan. Durante el tiempo que tardó en ponerse al teléfono sonaba música ambiental.

—¿Edna?

—¿Matty? ¿Dónde estás?

—Metido en un hotel de veinte pavos la noche en Starke, intentando sacar algo en claro de este asunto.

—Házmelo saber en cuanto lo consigas. ¿Qué, cómo va el artículo? En la redacción corre el rumor de que tienes algo muy bueno entre manos.

—No me puedo quejar.

—¿Ese tipo es el verdadero asesino o qué?

—No lo sé. Hay algunas cuestiones dudosas. Los policías incluso admiten haberlo golpeado antes de la confesión. Claro que no tan fuerte como él dice; pero aun así… no sé…

—¿Estás de broma? Suena bien. El menor atisbo de coacción debería hacer que un juez desechase la confesión del acusado. Y si los agentes admiten haber mentido, por poco que fuera, bueno… Ve con cuidado.

—Eso es lo que me preocupa, Edna. ¿Por qué iban a admitir que han golpeado al muchacho? Eso no los beneficia en nada.

—Matty, sabes tan bien como yo que los policías son los peores mentirosos del reino. Intentan mentir, les sale el tiro por la culata y lo echan todo a perder. No lo llevan en los genes, por eso acaban diciendo la verdad. Sólo tienes que insistir lo suficiente, no dejar de hacerles preguntas; al final siempre confiesan. Y ahora dime, ¿en qué puedo ayudarte?

—Blair Sullivan.

—¿Sully? ¡Uau!, eso suena interesante. ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

—Bueno, su nombre surgió en un contexto poco habitual. De momento no puedo hablar de eso.

—Vamos, suéltalo.

—Dame un respiro, Edna. En cuanto lo compruebe serás la primera en saberlo.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—¿Lo juras?

—Venga ya, Edna.

—Está bien. De acuerdo. Blair Sullivan. Sully, ¡por Dios! Ya sabes que soy muy liberal, pero ese tipo… ¿Sabes lo que le obligó a hacer a aquella chica antes de matarla? Nunca lo puse por escrito, no pude. Cuando los miembros del jurado lo oyeron, uno de ellos vomitó. Tuvieron que hacer un receso para limpiar aquello. Después de haber visto cómo su novio moría desangrado, Sully hizo que se agachara y…

—Prefiero no saberlo.

—Entonces, ¿qué quieres saber?

—¿Puedes hablarme de su viaje al Sur?

—Claro. La prensa amarilla lo tituló «Viaje mortal». Bueno, estaba bastante bien documentado. Empezó con el asesinato de su casera en Louisiana, a las afueras de Nueva Orleans; luego le tocó el turno a una prostituta de Mobile, Alabama. Alega haber acuchillado también a un marinero en Pensacola, un tío al que recogió en un bar de alterne y al que dejó en un contenedor; luego…

—¿Y eso cuándo fue?

—Lo tengo en mis notas. Espera, están en el último cajón. —Cowart oyó cómo dejaba el auricular sobre la mesa y distinguió los sonidos de cajones que se abrían y se cerraban de un golpe—. Aquí está. Debió de entrar en Florida a finales de abril; como mucho, a principios de mayo.

—¿Y entonces qué hizo?

—Siguió lentamente hacia el sur. Increíble. Avisos en los boletines de noticias y órdenes de búsqueda en tres estados, volantes del FBI con su fotografía, partes electrónicos del Centro Nacional de Información sobre el Crimen. Y nadie lo ve. Al menos, nadie que luego lo pudiera contar. A finales de junio llegó a Miami. Debió de llevarle su tiempo hacer desaparecer la sangre de la ropa.

—¿Y qué hay de los coches?

—Usó tres, todos robados. Un Chevy, un Mercury y un Olds. Se limitaba a abandonarlos y hacerle el puente a otro. Robaba matrículas y esa clase de cosas, ya sabes. Siempre escogía coches que pasasen inadvertidos, coches muy normales que no llamasen la atención. También dijo que siempre conducía a toda velocidad.

—Cuando llegó a Florida, ¿qué coche conducía?

—Espera. Lo estoy comprobando en mi libreta. ¿Sabes que hay un tipo en el
Tribune
de Tampa que quiere escribir un libro sobre él? Intentó ir a verle, pero Sully lo echó a patadas. Los abogados me dijeron que se negó a hablar con él. Lo estoy comprobando… ¿Sabes que ha despedido a todos sus abogados? Creo que lo achicharrarán antes de fin de año. Al gobernador debe de estar a punto de darle el síndrome del túnel carpiano, así que seguro que está impaciente por firmar cuanto antes la orden de ejecución de Sully. Lo tengo: un Mercury Monarch marrón.

—¿No era un Ford?

—No. Pero el Mercury es casi el mismo coche. Tienen la misma carrocería y el mismo diseño. Es fácil confundirlos.

—¿Marrón claro?

—No, oscuro.

Cowart respiró hondo. «Encaja», pensó.

—Entonces, Matty, ¿vas a decirme de qué se trata?

—Déjame comprobar primero un par de cosas y luego te lo explico.

—Vamos, Matty. No me gusta estar en vilo.

—Ya te llamaré.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Por aquí los rumores van a ir de mal en peor…

—Lo sé.

Ella colgó y Cowart se quedó solo. El espacio que lo rodeaba se llenó rápidamente de terribles pensamientos y explicaciones aterradoras: «Ford en lugar de Mercury. Verde en lugar de marrón. Negro en lugar de blanco. Un hombre en lugar de otro.»

—No acabo de entenderlo, pero bueno, es usted un hombre con suerte —bromeó el sargento Rogers con una voz despejada impropia de aquellas horas de la mañana.

—¿Y eso por qué?

—Sullivan dice que hablará con usted. Eso cabrearía al tío de Tampa que estuvo aquí la semana pasada. Se negó a verle. Y también cabrearía a todos los malditos abogados que han intentado ver a Sully. Porque tampoco quiso recibirlos. ¡Hay que ver! Sólo recibe a un par de loqueros que el FBI envía desde la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Ya sabe, esos tipos que estudian a los asesinos en serie. Y estoy convencido de que sólo lo hace para que ninguno de esos abogados alegue incapacidad y consiga una orden judicial que lo haga responsable de las apelaciones. ¿Le he dicho que Sullivan es único en su especie?

—Que me aspen si no lo es —dijo Cowart.

—No, de hecho lo asparán a él. Pero eso no es asunto nuestro, ¿verdad?

—Entonces voy ahora mismo.

—Tómese su tiempo. No trasladamos al señor Sullivan sin un mínimo de prudencia. No desde que hace nueve meses atacó al guardia de la ducha para arrancarle la oreja de un mordisco. Dijo que estaba muy buena, que le habría comido la cabeza entera si no se lo hubiéramos quitado de encima. Así es Sully.

—¿Se sabe por qué lo hizo?

—El guardia lo llamó loco. Ya ve, nada especial. Como si usted le dijera a su mujer: «¡Estás loca! ¿Cómo te vas a comprar ese vestido nuevo?», o como si se dijera a sí mismo: «¡Estoy loco! ¡Mira que querer pagar mis impuestos a tiempo!» Nada del otro mundo, ¿no? Pero era la palabra menos indicada para usar con Sullivan, seguro. Fue ¡zas!, y verlo encima del pobre guardia, mordiéndolo como si fuera un perro. El tipo al que atacó lo doblaba en tamaño, pero no le importó; allí estaban los dos, revolcándose en el suelo, con sangre por todas partes y el guardia gritando: «¡Suéltame, maldito loco de mierda!» Sin duda, con eso sólo consiguió que Sully lo mordiera con más saña. Tuvimos que apartarlo a porrazos y dejarlo un par de meses en aislamiento para que se calmara. Supongo que fue aquella palabra la causa de todo. Fue como apretar el gatillo de un arma; Sullivan se disparó con la misma rapidez. Me dio una lección, a mí y a todos los del corredor. Nos enseñó a tener más cuidado con lo que decimos. En fin, yo diría que a Sully le preocupa mucho el vocabulario.

Rogers hizo una pausa. A continuación añadió:

—Y desde entonces, a ese guardia también.

Cowart fue escoltado por un joven guardia de uniforme gris que no decía nada y actuaba como si estuviera acompañando a un organismo portador de alguna enfermedad. Llegaron a un corredor enjalbegado e iluminado por un sol que entraba a raudales por una alta claraboya. La luz hacía que el recinto pareciera vago y difuso. El periodista trató de despejarse mientras caminaban. Prestó atención al taconeo de los zapatos en el suelo pulido. Era una de las técnicas que empleaba: crear un vacío para intentar no pensar en nada, no prever la inminente entrevista, no recordar sus artículos anteriores ni a sus conocidos, nada de nada. Quería convertirse en una hoja de papel secante que absorbiera cada sonido y cada imagen de lo que estaba a punto de acontecer.

Mientras descendían por el pasillo y atravesaban una serie de puertas dobles cerradas con llave, Cowart contó los pasos del guardia. Cuando se acercaba a los cien, accedieron a una zona abierta, vigilada por un par de guardias desde una cabina con pasarelas y escaleras que conducían a hileras de habitáculos. En la confluencia de todos los caminos había una jaula metálica, y en el centro de ésta una mesa gris acero y dos sillas atornilladas al suelo. Soldado a uno de los lados de la mesa había un aro de metal. Le indicaron que tomara asiento en el lado opuesto al aro, después de haberlo hecho entrar por la única abertura existente en la jaula.

—Ese bastardo estará aquí en un minuto. Espere aquí —dijo el guardia. Acto seguido, dio media vuelta y salió rápidamente de la jaula, para desaparecer escaleras arriba y luego por una pasarela descendente.

Al cabo de un rato se oyeron golpes en una puerta de acceso a la zona abierta. Después una voz anunció por la megafonía:

—¡Destacamento de seguridad! ¡Entran cinco hombres!

Una cerradura electrónica se abrió con estrépito y Cowart levantó la mirada para ver que el sargento Rogers, ataviado con chaleco antibalas y casco, desplazaba un destacamento a la zona. Los hombres que flanqueaban al preso, y el tercero que iba en retaguardia, ensombrecían su mono naranja. El grupo entró en la jaula a paso ligero.

Los grilletes que le unían manos y pies hacían que Blair Sullivan cojeara al caminar. Los hombres que le rodeaban marchaban con precisión castrense, cada bota golpeaba el suelo al unísono mientras él se movía a brincos en el medio, como un niño que intentara seguir el ritmo en un desfile militar.

Era un hombre cadavérico, más bien bajo, con unos tatuajes rojo púrpura en la pálida piel de los antebrazos y una mata de pelo negro entrecano. Tenía unos ojos oscuros que pestañeaban con rapidez para abarcar la jaula, a los guardias y a Matthew Cowart; un párpado parecía temblarle ligeramente, como si cada ojo funcionara de manera independiente. Mientras el sargento desenganchaba la cadena que lo mantenía atado de pies y manos, él exhibía una relajada soltura en su sonrisa y en su lánguida pose, casi como si fuera capaz de liberarse de las esposas con el poder de su mente. Los guardias que lo flanqueaban se quedaron allí de pie empuñando las porras antidisturbios. El preso les sonreía, haciéndose el simpático. Luego el sargento pasó la cadena por el aro metálico de la mesa y la enganchó de nuevo, esta vez a una correa de cuero que rodeaba la cintura del hombre.

—Siéntate —ordenó Rogers con brusquedad.

Los tres guardias se apartaron rápidamente del preso, que se acomodó en el asiento de acero. Había clavado sus ojos en los de Cowart. Todavía se perfilaba una ligera sonrisa en sus labios, pero los ojos se habían entornado, escrutadores.

BOOK: Juicio Final
2.06Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Man Who Stalked Einstein by Hillman, Bruce J., Ertl-Wagner, Birgit, Wagner, Bernd C.
The Morning After by Lisa Jackson
Hawk by Rasey, Patricia A.
Dress Her in Indigo by John D. MacDonald
The Last Dance by Fiona McIntosh


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024