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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (6 page)

Cowart se sentó, sacó lápiz y papel, y colocó una grabadora en el centro de la mesa.

—¿Le importa? —preguntó.

—En absoluto.

—¿Por qué me escribió? —quiso saber Cowart—. ¿Y cómo sabía mi nombre?

El preso sonrió y se retrepó en la silla. Parecía curiosamente relajado para lo que debería ser un momento crítico.

—El año pasado usted recibió un premio del Colegio de Abogados de Florida por sus editoriales contra la pena de muerte. Su nombre apareció en el periódico de Tallahassee; me lo pasó otro tipo del corredor. No me intimidaba que usted trabajara para el periódico más importante e influyente del estado.

—¿Por qué esperó tanto para ponerse en contacto conmigo?

—Bueno, la verdad, confiaba que el tribunal de apelación revocaría mi condena. Cuando vi que no era así, contraté a un nuevo abogado, aunque contratar no es exactamente la palabra; me procuré un nuevo abogado y empecé a mostrarme más agresivo respecto a mi situación. Ya ve, señor Cowart, ni siquiera cuando me sentenciaron a muerte pensaba que iba conmigo. Todo me parecía un mal sueño o algo así; como si fuera a despertar de un momento a otro para volver a la universidad. O como si alguien fuese a decirme: «¡Eh, tú!, recoge tus cosas. Hemos cometido un error.» Por eso no pensaba con claridad. No sabía que hubiera que luchar tan duro para salvar la vida. No se puede confiar en el sistema.

«He aquí la primera cita de mi artículo», pensó Cowart.

El preso se inclinó hacia delante, puso las manos sobre la mesa y luego, con la misma rapidez, se reclinó en la silla; así podía gesticular con brevedad y precisión, usando el movimiento para subrayar sus palabras. Tenía una voz suave y profunda, una voz que parecía transportar fácilmente el peso de las palabras. Al hablar encorvaba los hombros, como empujado por la fuerza de sus convicciones. El efecto era instantáneo: reducía la salita al espacio entre ambos llenándolo de una especie de energía recalentada.

—Ya ve, pensaba que bastaría con ser inocente. Pensaba que así funcionaban las cosas. Pensaba que no había que hacer nada. Y entonces, cuando llegué aquí, empecé a aprender, pero a aprender de verdad.

—¿A qué se refiere?

—Bueno, los hombres del corredor de la muerte tenemos un sistema informal de pasarnos datos sobre abogados, apelaciones, o clemencia, como ustedes lo llaman. Mire, allí —señaló los principales edificios de la prisión—, los reclusos piensan en lo que van a hacer cuando salgan en libertad. O tal vez piensan en huir, o en cómo aguantar la condena, en cómo sobrevivir aquí dentro. Se permiten el lujo de soñar con un futuro, aunque sea un futuro entre rejas. Siempre pueden soñar con la libertad. Y tienen el mayor don, el de la incertidumbre; no saben lo que la vida les deparará.

«Nosotros, no. Sabemos cómo vamos a acabar. Sabemos que llegará un día en el que el estado nos meterá dos mil quinientos voltios de electricidad en el cerebro. Sabemos que nos quedan cinco, tal vez diez años. Es como llevar todo el tiempo un tremendo peso que luchas por arrastrar. A cada minuto que pasa piensas: ¿he malgastado este tiempo? Cada noche piensas: otro día que se va. Cada día que amanece sabes que has perdido una noche más. Ese peso que arrastras es la acumulación de todos esos momentos que acaban de pasar, todas esas esperanzas que se desvanecen. Así que ya ve, no tenemos las mismas inquietudes.

Ambos guardaron silencio un instante. Cowart oía su propia respiración, como si acabara de subir corriendo un tramo de escaleras.

—Parece un filósofo.

—Todos los hombres del corredor de la muerte lo somos. Incluso los locos que no dejan de dar gritos y alaridos, o los tarados que apenas tienen idea de lo que les está sucediendo. Son conscientes del peso. Los que tenemos un poco de formación hablamos mejor, pero en el fondo somos todos iguales.

—¿Ha cambiado usted aquí?

—¿Y quién no?

Cowart asintió.

—Cuando mi apelación inicial fue desestimada, algunos hombres que llevaban en el corredor cinco, ocho, tal vez diez años, empezaron a hablarme de planear un futuro por mi cuenta. Soy joven, señor Cowart, y no quería pasarme el resto de mi vida aquí encerrado. Así que conseguí un abogado mejor y le escribí a usted. Necesito su ayuda.

—Ahora nos ocuparemos de eso.

Cowart no estaba seguro de qué papel desempeñar en la entrevista. Quería mantener cierta distancia profesional, pero desconocía hasta qué punto. Había tratado de imaginar cómo actuaría delante del preso, pero no lo había logrado. Se sintió un poco idiota sentado frente a un hombre condenado por asesinato en una prisión repleta de hombres que habían cometido los actos más abominables, intentando hacerse el duro.

—Bien, ¿por qué no me habla un poco de usted? Por ejemplo, explíqueme cómo es que no habla como la gente de Pachoula.

Ferguson soltó una risotada.

—Si quiere, puedo hacerlo. Mejor dicho zi quié le pueo habla com'el neglo mah paleto del pueblo… —Ferguson balanceó la silla como una mecedora. El lento acento de sus palabras pareció endulzar el aire enrarecido de la salita. De pronto se inclinó bruscamente hacia delante y cambió de acento—: Eh, chupatintas, también te puedo soltar un rollo de chulo callejero, porque conozco esa puta mierda, ¿vale, tío? —Y rápidamente volvió a asumir el papel del nervudo hombre serio que estaba sentado con los codos apoyados en la mesa, con voz normal y serena—. Y también puedo hablar como alguien que ha ido a la universidad y que se estaba forjando un futuro en la facultad de empresariales. Porque eso es también lo que era.

Cowart quedó desconcertado ante aquellos repentinos cambios. Parecían más que simples variaciones de tono y acento. Los cambios de entonación iban acompañados de alteraciones en el gesto y la expresión, de manera que Robert Earl Ferguson se transformaba en la imagen que proyectaba con su voz.

—Impresionante —reconoció Cowart—. Tiene buen oído.

Ferguson asintió con la cabeza.

—Mire, los tres acentos reflejan mis tres orígenes. Nací en Newark, Nueva Jersey. Mi madre era una criada. Cada día a las seis de la mañana solía hacer un largo recorrido de ida en autobús hasta los barrios residenciales y de vuelta por la noche, día sí, día no, para limpiar las casas de los blancos. Mi padre estaba en el ejército, y desapareció cuando yo tenía tres o cuatro años. De todas formas, no estaban casados. Luego, con siete años, mi madre murió. Nos dijeron que había sido un ataque de corazón, pero nunca lo supe a ciencia cierta. Sólo sé que un día le costaba respirar y fue caminando al hospital, y ésa fue la última vez que la vimos. Yo tuve que irme a Pachoula, a vivir con mi abuela. No tiene idea de lo que aquello representaba para un niño. Salir de aquel gueto e ir a parar a un lugar con árboles y ríos y aire puro. Creía estar en el paraíso, aunque no tuviéramos agua corriente ni electricidad. Aquéllos fueron los mejores años de mi vida. Solía ir caminando a la escuela; de noche leía a la luz de las velas; comíamos los peces que yo pescaba en los arroyos. Era como vivir en el siglo pasado. Pensaba que nunca me marcharía de allí, hasta que mi abuela enfermó. Temía no poder cuidar de mí, así que se decidió que regresara a Newark, donde viviría con mi tía y su nuevo marido. Ahí acabé el instituto para entrar en la universidad. Pero me encantaba visitar a mi abuela. En vacaciones solía viajar en el autobús nocturno de Newark a Atlanta, donde hacía transbordo al que se dirigía a Mobile, para luego tomar el que iba a Pachoula. Podía prescindir de la ciudad. De hecho, supongo que me consideraba un tipo de pueblo. Newark no me entusiasmaba. —Sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa—. Esos malditos viajes en autobús —murmuró—. Ahí empezaron todos mis problemas.

—¿A qué se refiere?

—Para cuando llegaba a mi destino, habían pasado casi treinta interminables y extenuantes horas. Aquello no me gustaba nada, por eso me compré el coche; un Ford Granada verde oscuro de segunda mano. Se lo compré a otro estudiante por mil doscientos pavos. Sólo tenía unos cien mil kilómetros de rodaje. Joder, me encantaba conducir aquel coche, pero… —La voz de Ferguson sonaba suave y ausente.

—Pero…

—De no haber sido por aquel coche, jamás me habrían detenido por ese crimen.

—Hábleme de eso.

—Tampoco hay mucho que contar. La tarde del asesinato yo estaba en casa con mi abuela. Ella lo habría confirmado si alguien hubiera tenido el detalle de preguntárselo…

—¿Alguien más le vio? ¿Alguien que no fuera de la familia?

—No recuerdo a nadie. Sólo estábamos ella y yo. Si va usted a verla, sabrá por qué. Vive en una vieja barraca a casi un kilómetro del resto de las casuchas; en una calle humilde y polvorienta.

—Continúe.

—Bueno, al poco rato de hallar el cuerpo de la niña, aparecieron dos detectives. Yo estaba en la entrada, lavando el coche. ¡Me encantaba ver relucir aquella máquina! Allí estaba yo, a mediodía, hasta que llegaron ellos y me preguntaron qué había hecho un par de días antes. Empezaron a mirarnos al coche y a mí, sin escuchar realmente mis palabras.

—¿Qué detectives?

—Brown y Wilcox. Conocía a esos hijos de perra y sabía que me odiaban. Debería haber imaginado que no eran de fiar.

—¿Por qué le odiaban?

—Pachoula es un lugar pequeño. A algunos les gusta que todo siga igual, como suelen decir. Me refiero a que sabían que yo tenía un futuro; sabían que iba a ser alguien, y eso no les gustaba. Supongo que no les gustaba mi actitud.

—Continúe.

—Me dijeron que necesitaban tomarme declaración en comisaría; así que fui con ellos sin rechistar. ¡Joder! Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora… Pero ya ve, señor Cowart, no creía que tuviera nada que temer. Me dijeron que era por el caso de una persona desaparecida. No por asesinato.

—¿Y?

—Como le expliqué en mi carta, aquélla fue la última vez que vi la luz del día en treinta y seis horas. Me metieron en un cuartucho como éste y me preguntaron si quería un abogado. Todavía no sabía lo que estaba ocurriendo, así que contesté que no. Me entregaron un impreso con mis derechos constitucionales y me dijeron que lo firmara. ¡Joder, qué tonto fui! Debería haber sabido que, cuando sientan a un negro en una de esas salas de interrogatorio, la única manera que tendrá de volver a salir es diciéndoles lo que quieren oír, lo haya hecho o no.

La voz de Ferguson había perdido toda jocosidad, reemplazada por un tono de ira debido a la tensión contenida. Cowart se sintió arrastrado por la historia que estaba escuchando, como atrapado en una marejada de palabras.

—Brown era el poli bueno; Wilcox, el malo. La rutina más vieja del mundo. —Torció el gesto.

—¿Y?

—Entonces empiezan a preguntarme esto, a preguntarme lo otro, a preguntarme sobre la niña desaparecida. Les repito que no sé nada, pero ellos insisten. Así todo el día, hasta entrada la noche. Las mismas preguntas una y otra vez, e igual que cuando les dije «No», mis contestaciones no valen una mierda. No puedo ir al lavabo. No me dan de comer ni de beber. Sólo me hacen preguntas sin parar. Por fin, después de muchas horas, pierden la paciencia. Empiezan a gritarme con rabia y Wilcox me da una bofetada en la cara. ¡Zas! Luego, con su cara a unos centímetros de la mía, me dice: «¿Me prestarás atención ahora, chaval?»

Ferguson miró a Cowart como para valorar la impresión que estaban causando sus palabras, y prosiguió con voz pausada y llena de amargura.

—Sí, en efecto, no dejaba de gritarme. Recuerdo haber pensado que le iba a dar un infarto o un derrame cerebral o algo así, tan colorada tenía la cara. Parecía un poseso. Entonces va y me grita: «¡Quiero saber qué hiciste con esa niña! ¡Dime lo que le hiciste!» No deja de vociferar y Brown abandona la sala, así que me quedo a solas con ese energúmeno. Insistió durante horas: «Dime, ¿te la follaste primero y luego la mataste, o fue al revés?» Yo negaba y volvía a negar, decía cosas como ¿a qué se refiere?, ¿de qué me habla? Él me mostraba las fotos de la niña y me preguntaba una y otra vez: «¿Estuvo bien? ¿Te gustaba que se resistiera? ¿Te excitaban sus gritos? ¿Sentiste placer la primera vez que la rajaste? Y cuando la rajaste por enésima vez, ¿también te gustó?» Así una y otra vez, y otra más, hora tras hora. —Respiró hondo—. Cuando necesitaba un descanso, me dejaba en aquel cuartucho, esposado a la silla. Quizá salía a respirar el aire fresco, echaba una cabezadita o iba a comer algo. A veces pasaba cinco minutos fuera y otras media hora o más. En una ocasión me dejó allí sentado un par de horas; y yo permanecí allí sentado, ¿sabe?, demasiado atontado y asustado para reaccionar.

«Supongo que al final se sintió frustrado por mis negativas, porque empezó a usar la fuerza. Al principio me pegaba bofetones en la cara y los hombros con más frecuencia de lo habitual, hasta que me puso en pie para darme un puñetazo en el estómago. Yo estaba temblando. Ni siquiera me habían metido en el trullo y ya me había orinado en los pantalones. Cuando cogió la guía de teléfonos y la enrolló no entendí qué pretendía. Tío, era como si me aporrearan con un bate de béisbol; caí redondo.

Cowart asintió con la cabeza; había oído hablar de aquella técnica.

Hawkins se lo había explicado una noche. Una guía de teléfonos tiene la potencia de una correa de cuero, sólo que el papel no rasga la piel ni deja hematomas.

—Como yo no abandono mi negativa, acaba desistiendo. Brown entra, tras horas de ausencia. Yo tiemblo, doy gemidos, y pienso que voy a morir allí mismo. Brown me levanta del suelo. Como la noche y el día. Tío, me pide disculpas por lo que ha hecho Wilcox. Que sabe cómo duele. Me ayuda, me trae algo de comer y una Coca-Cola, me consigue ropa limpia y me deja ir al lavabo. Todo lo que tengo que hacer es confiar en él, confiar en él y confesar lo que le hice a aquella niña. Yo no le digo nada, pero él insiste. Me dice: «Bobby Earl, creo que estás malherido; vas a mear sangre. Me parece que necesitas un médico urgentemente, así que dime qué le hiciste y te llevaremos inmediatamente a enfermería.» Yo le digo que no hice nada, y él pierde la paciencia. Me grita: «Sabemos que lo hiciste tú, ¡sólo tienes que decírnoslo!» Entonces saca el arma, no la de reglamento sino una del calibre 38 que lleva en una pistolera de tobillo. En ese momento entra Wilcox y me esposa las manos a la espalda, luego me empuja la cabeza justo delante del cañón del arma. Brown dice: «¡Confiesa ahora!» Yo repito que no he hecho nada, y entonces aprieta el gatillo. ¡La hostia! Todavía veo ese dedo jalando el gatillo muy despacio. Pensé que se me paraba el corazón. Un ruido seco suena en la cámara vacía. Me pongo a lloriquear como un niño. Luego él me dice: «Bobby Earl, has tenido mucha suerte esta vez. ¿Crees que hoy es tu día de suerte? ¿Cuántas cámaras vacías me quedan?» Vuelve a apretar el gatillo y vuelvo a oír un chasquido. Él exclama: «¡Joder! Me parece que ha fallado.» Luego abre aquella pistolita, saca el tambor y extrae una bala. La mira detenidamente y dice: «¡Eh!, ¿qué te parece esto? Vaya birria. Tal vez funcione esta vez.» Veo cómo vuelve a Cargarla. Me apunta y añade: «Es tu última oportunidad, negro.» Le creo y confieso: «Fui yo, fui yo; lo que queráis, lo hice yo.» Y ésa fue mi confesión.

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