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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (58 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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Diana frunció el entrecejo. Se volvió hacia el plano de la casa que quedaba en la pantalla del ordenador y apuntó a las dimensiones con un dedo huesudo.

—Es grande, ¿verdad?

—Sí —dijo Susan.

—Y aquí hay normativas, ¿no?

—Sí —dijo Jeffrey.

—La casa es demasiado grande para una sola persona, y el estado no admite hombres solteros salvo en circunstancias muy especiales. Al fin y al cabo, ¿qué éramos nosotros hace veinticinco años? Camuflaje. Una fachada que creaba la ilusión de normalidad. La ficción del hogar de clase media feliz. ¿No os imagináis lo que él tiene aquí?

Tanto Susan como Jeffrey permanecieron callados.

—Tiene una familia. Como nosotros. —Diana hablaba en voz baja, como una conspiradora—. Pero esta familia debe diferenciarse de nosotros en algo fundamental. —Diana clavó en Jeffrey una mirada oscura y firme—. El se habrá buscado una familia que lo ayude —dijo. Se interrumpió, y una expresión de asombro le asomó a la cara, como si sus propias palabras la hubiesen sorprendido—. Jeffrey, ¿es posible semejante cosa?

El Profesor de la Muerte repasó rápidamente su lista mental de asesinos. Le pasaron por la cabeza varios nombres: Kallinger,
el Zapatero de Filadelfia
, que se llevaba consigo a su hijo de trece años en sus truculentas correrías sexuales; Ian Brady y Myra Hindley y los asesinatos de los páramos en Inglaterra; Douglas Clark y su amante Carol Bundy, en California; Raymond Fernandez y la terrible sádica sexual Martha Beck, en Hawai. Le vinieron al pensamiento estudios y estadísticas.

—Sí —dijo pausadamente—. No sólo es posible. Seguramente es probable.

20
El decimonoveno nombre

A media mañana, Manson mandó llamar a Jeffrey a su despacho. El profesor, su madre y su hermana habían pasado lo poco que quedaba de la noche en su oficina, echando alguna cabezada ocasional, pero sobre todo intentando identificar los factores que restringirían la búsqueda de la casa donde vivía su padre a los lugares más probables. La hipótesis de su madre de que su marido se había hecho con una segunda familia los había sumido a los tres en un estado de confusión teñida de desesperación. Jeffrey, en particular, era consciente de los peligros inherentes a la idea de que el hombre que los acechaba tenía cómplices; pero también consideraba que constituía una oportunidad. Examinó mentalmente los casos de asesinos en serie que formaban parte de los vastos conocimientos que había acumulado del tema. Y se preguntó si esos satélites del mundo de su padre, esos lugartenientes, independientemente de su número, serían tan astutos y competentes como él. Dudaba que su padre hubiese cometido errores; no estaba tan seguro de que cupiese esperar lo mismo de su nueva esposa. O de sus nuevos hijos, en realidad.

Las suelas de sus zapatos repiqueteaban sobre el suelo pulido mientras se dirigía hacia el despacho del director de seguridad. «¿Qué ofrecen ellos? —se preguntó—. La respuesta: seguridad. Obediencia a las reglas del estado cincuenta y uno. La ilusión de la normalidad, lo mismo para lo que se nos utilizó a nosotros en el pasado.» ¿Qué más? Tenía la certeza de que su padre estaba decidido a impedir que lo traicionasen de nuevo, como lo había traicionado su madre. Por tanto, Jeffrey tendía a pensar que la persona reclutada por su padre, fuera quien fuese, interpretaba un papel activo en la planificación y ejecución de sus perversiones.

«Una mujer con problemas graves —pensó—, pero eficiente.

»Una sádica, como él. Una asesina, como él.

»Pero no una persona independiente, ni creativa. No una persona capaz de poner en tela de juicio los deseos de mi padre ni por un momento.

»Una mujer leal y abnegada.

«Encontró a una persona así y la trajo consigo para iniciar una nueva vida juntos», decidió. Como un par de peregrinos diabólicos que hubiesen desembarcado en Massachusetts cuatrocientos años atrás.

Pero ¿dónde la había encontrado?

Esta última pregunta intrigó a Jeffrey. Sabía que su padre, como muchos otros asesinos en serie, tendría un sexto sentido a la hora de elegir a sus víctimas en medio de una multitud, y que se sentiría atraído con una precisión perversa hacia las débiles, indecisas y vulnerables. Pero elegir a una compañera… eso era harina de otro costal. Y algo que valía la pena examinar.

Jeffrey interrumpió sus pensamientos. «¿Y qué es lo que han creado?», se preguntó.

Abrió la puerta que daba al enorme laberinto de cubículos del Servicio de Seguridad y contempló el hervidero de actividad incesante. Entonces sonrió, porque se le había ocurrido una idea.

Cruzó la sala a paso veloz, saludando animadamente a alguna que otra secretaria o técnico informático que alzaba la vista y lo reconocía.

Se detuvo frente al despacho del director, y la secretaria-recepcionista le hizo señas de que entrase.

—Lleva una hora esperándole —le informó—. Pase directamente.

Jeffrey asintió, dio un solo paso al frente y, como si le hubiera venido algo a la cabeza, se volvió hacia la secretaria.

—Oiga —dijo con toda naturalidad—, quería pedirle un pequeño favor. Necesito un documento para esta reunión con el director, pero no he tenido tiempo de conseguirlo. ¿Podría imprimirme uno desde su ordenador?

La secretaria sonrió.

—Por supuesto, profesor Clayton. ¿De qué se trata?

—Quiero una lista de todos los empleados del Servicio de Seguridad, con la dirección del domicilio de cada uno.

La secretaria pareció arredrarse.

—Señor Clayton, son casi diez mil personas en todo el estado. ¿Quiere los datos de los que trabajan en todas las subcomisarías y oficinas del Servicio de Seguridad? ¿Y los empleados de seguridad que trabajan para Inmigración? ¿También quiere una lista de ellos? Porque eso sería más…

—Oh —la cortó Jeffrey, sin dejar de sonreír—. Lo siento. Sólo de las mujeres, por favor. Y únicamente aquellas con acceso a las claves de los ordenadores. Eso seguramente reducirá la lista.

—Más del cuarenta por ciento de los empleados del Servicio de Seguridad son mujeres —señaló la secretaria—, y casi todas conocen algunas de las contraseñas y códigos de los ordenadores.

—Aun así, necesito la lista.

—Eso tardará un tiempo, incluso en la impresora de alta velocidad…

Jeffrey se quedó pensando.

—¿Cuántos niveles diferentes de claves de seguridad existen? Es decir, conforme aumenta el grado de confidencialidad de la información del Servicio de Seguridad, ¿cuántos controles hay?

—Doce, desde los códigos de entrada, que sólo permiten consultar información rutinaria de la red de seguridad, hasta los más altos, que dan acceso a los ordenadores de todo el mundo, el de mi jefe incluido. Pero en los dos niveles superiores se requieren claves y códigos individuales, para proteger los documentos reservados.

—Muy bien, pues. Imprima sólo los nombres de las mujeres con autorización para los tres niveles más altos. No, que sean cuatro. En principio, alguien de esa categoría debe tener conocimientos avanzados de informática, ¿no?

—Sí, sin duda alguna.

—Bien. Ésos son los nombres que me interesan.

—A pesar de todo, me llevará un rato. Y una petición de ese tipo… bueno, seguramente no pasará inadvertida. Es probable que las personas cuyo nombre figura en esa lista se enteren de que un ordenador de esta oficina ha solicitado su nombre y dirección. ¿Es algo secreto? ¿Tiene algo que ver con el motivo por el que está usted aquí?

—La respuesta es tal vez. Procure que la recopilación de los datos parezca lo más rutinaria posible, ¿de acuerdo?

La secretaria asintió, con los ojos muy abiertos, al percatarse de las implicaciones de lo que Jeffrey le estaba pidiendo.

—¿Cree que alguien de dentro del Servicio de Seguridad…? —empezó, pero él la cortó.

—Yo no sé nada. Sólo tengo mis sospechas. Y ésta es una de ellas.

—Tendré que decírselo a mi jefe.

—Espere al fin de nuestra reunión. No conviene darle más esperanzas de la cuenta.

—¿Y si solicito los nombres tanto de hombres como de mujeres? —preguntó ella—. Tal vez eso llamaría menos la atención, ¿no? Puedo añadir a la petición una nota diciendo que el Servicio de Seguridad, concretamente la oficina del director, está contemplando la posibilidad de mejorar uno de los niveles de acceso. Es algo que hacemos de vez en cuando…

—Eso estaría bien. Una gestión que parezca lo más normal y corriente posible. De lo contrario… bueno, más vale ni pensar en lo que pasaría. Se lo agradecería mucho. Y también que el asunto no salga de este despacho.

La secretaria lo miró como si estuviera loco por insinuar que ella podía revelar información sobre su trabajo o el de su jefe a nadie, incluido su marido, amante o mascota. Sacudió la cabeza e hizo un gesto hacia la puerta del director.

—Hace rato que le espera —dijo con brusquedad.

Dentro del despacho, Manson volvía a estar sentado en su silla giratoria, de cara a su ventanal panorámico.

—¿Sabe? Es curioso, profesor Clayton —dijo el director sin volverse—, pero a los poetas les encantan el alba y el ocaso. A los pintores les gusta el atardecer. A los amantes les gusta la noche. Son las horas románticas del día. En cambio, a mí me gusta el mediodía. El resplandor del sol. El momento en que el mundo está en plena actividad, y uno ve cómo se construye, ladrillo a ladrillo… —apartó la vista de la ventana— o idea a idea.

Extendió el brazo por encima de su escritorio, cogió un vaso de una bandeja, y lo llenó de agua con una jarra de metal reluciente. No le ofreció a Jeffrey.

—¿Y a usted, profesor? ¿Qué parte del día le gusta más?

Jeffrey reflexionó por un momento.

—Las altas horas de la noche. Poco antes del alba.

El director sonrió.

—Curiosa elección. ¿Por qué?

—Es cuando todo está más tranquilo. Una hora secreta. La que se adelanta a todas las cosas que empiezan a cobrar forma con la claridad de la mañana.

—Ah. —El director asintió—. Debí suponerlo. Es la respuesta de alguien que busca la verdad. —Manson bajó la mirada por un momento para posarla en un papel que descansaba justo en medio del escritorio, ante él. Jugueteó con la esquina de la hoja, pero no compartió su contenido con Jeffrey—. Dígame, señor buscador de la verdad, ¿cuál es la verdad sobre la muerte del agente Martin?

—¿La verdad? La verdad es que o lo engañaron o lo siguieron hasta una trampa tendida detrás de la que había preparado él creyendo que resolvería el dilema del estado. Estaba allí, en lo alto de ese peñasco, vigilando la casa adosada en la que había instalado a mi madre y a mi hermana, como un pescador pendiente del corcho de su caña. Supongo que no cumplió la orden que le di, respecto a mantener en secreto la presencia y el paradero de ellas dos…

—Es una suposición acertada. Informó de su llegada al Departamento de Inmigración y el Servicio de Seguridad.

—¿A través de la red de ordenadores?

—Así es como se hacen estas cosas…

—Con su aprobación, imagino…

El director titubeó, y su breve silencio resultó de lo más elocuente.

—No me costaría nada mentir —dijo—. Podría decir que el agente Martin actuaba por su cuenta, lo que, en gran medida, sería una afirmación cierta. También podría decir que sus actos eran iniciativas suyas. Eso también sería verdad.

—Pero no podría esperar que yo me lo creyese del todo.

—Puedo ser muy persuasivo. Quizá sólo sembraría en usted la sombra de una duda.

—Nunca estuvo previsto que el agente Martin me ayudara en la investigación. Sus dotes de inspector eran limitadas. Desde el principio debía ser el hombre que apretara el gatillo cuando llegara el momento. Lo sé desde hace algún tiempo.

—Ah, ya me parecía que se comportaba de un modo demasiado evidente, pero en cambio bordó su interpretación de un erradicador de problemas del estado, por así llamarlo. Era el mejor que teníamos, aunque supongo que el adjetivo «mejor» sería discutible.

—Pero ahora han asesinado a su asesino.

—Sí. —El director vaciló de nuevo, con una sonrisa—. Ahora me temo que tendrá usted que ganarse su sueldo de verdad, pues no cuento con reservas inagotables de agentes Martin…

—¿No hay más asesinos?

—Yo no diría eso…

Jeffrey miró fijamente al director.

—Entiendo —dijo—. Lo que quiere decir es que el sustituto del agente Martin no será tan destacado. Mientras yo sigo buscando a la presa, alguien me vigilará sin que me dé cuenta.

—Eso sería una suposición razonable, pero confío —dijo Manson con frialdad— en que usted se ocupará de mi problema, tal como yo me ocupo del suyo, porque son el mismo. —El director tomó otro sorbo del vaso de agua sin despegar la vista de Clayton—. Todo esto tiene un regusto medieval fascinante, ¿verdad? O me trae su cabeza o me dice adónde debo ir a buscarla yo mismo. ¿Lo entiende? Estamos hablando de una justicia que funciona aún más rápidamente de lo que es habitual. Esto es lo que debe hacer, profesor. Encuéntrelo. Mátelo. Y si no se ve capaz de hacerlo, simplemente localícelo, y nosotros lo mataremos por usted. —El director bajó de nuevo los ojos. Sonrió, luego alzó la mirada hacia Jeffrey con los párpados entornados y expresión severa—. No nos queda tiempo.

—Tengo algunas ideas. Hipótesis que podrían proporcionarnos pistas.

—No nos queda más tiempo.

—Bueno, creo que…

Manson descargó un manotazo sobre el escritorio que retumbó como un disparo.

—¡No! ¡No nos queda más tiempo! ¡Encuéntrelo ya! ¡Mátelo de una vez!

Jeffrey guardó silencio por un momento.

—Les advertí —dijo con una serenidad exasperante— de que las investigaciones de este tipo requerían su tiempo…

El labio superior de Manson se curvó hacia arriba, como el de un animal al mostrar los dientes. Sin embargo, moderó la intensidad de su rabia para explicarle lenta, pausadamente:

—Dentro de aproximadamente dos semanas, se votará en el Congreso de Estados Unidos la concesión de la categoría de estado para nosotros. Esperamos que el resultado de esa votación sea mayoritariamente favorable. Contamos con cuantiosos apoyos empresariales. Grandes sumas de dinero han cambiado de manos. Pero este apoyo, pese a la actividad de los grupos de presión, los sobornos y la influencia que hemos podido alcanzar, no deja de ser frágil. Después de todo, se pedirá a los miembros del Congreso que concedan la condición de estado a una región que restringe de facto algunos derechos importantes. «Derechos inalienables», los llamaban nuestros antepasados. Negamos esos derechos porque llevan a la anarquía y la delincuencia que campan por sus respetos en todo el país. Esto pone en una situación difícil a esos idiotas del Congreso. Usted lo entiende, sin duda, ¿no, profesor?

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