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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (56 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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Jeffrey asintió de nuevo.

—Quedaos por aquí, Susie, mamá. Quizá necesite vuestra ayuda. —Y echó a andar hacia el coche del agente Martin.

Manson tenía la mirada fija en los vidrios salpicados de sangre y desparramados junto a la ventanilla del conductor cuando Jeffrey se acercó. Se volvió y una sonrisa lánguida de político se le dibujó en los labios. Acto seguido, metió la mano en el bolsillo de su americana y extrajo un par de guantes de látex que agitó en el aire en dirección a Jeffrey.

—Tenga. Ahora podré contemplar al famoso Profesor de la Muerte realizando su auténtico trabajo.

Jeffrey se puso los guantes sin decir una palabra.

—Por supuesto, de cara al público, no hay nada que contar. En todo caso, no gran cosa —continuó Manson—. Abatido por las dificultades laborales recientes, sin el apoyo de una familia, un empleado del estado leal y entregado decidió tristemente quitarse la vida. Incluso aquí, donde tantas cosas funcionan bien, es poco lo que podemos hacer respecto a las depresiones ocasionales. Sólo sirven para recordarnos al resto de nosotros lo afortunados que somos en realidad…

—No se suicidó, y usted lo sabe.

Manson negó con la cabeza.

—A veces, profesor, nuestro mundo requiere dos interpretaciones distintas de los hechos. Está la obvia, por supuesto, que es la que acabo de exponerle. Y luego está la menos obvia. Esta interpretación es, cómo decirlo… ¿más confidencial? Debe quedar entre nosotros. —Miro a los técnicos de la policía científica—. Su trabajo aquí consiste únicamente en analizar cualquier cosa que usted estime útil para su investigación. Por lo demás, se trata de un suicidio a todos los efectos, y así lo considerará el Servicio de Seguridad. Una tragedia. —Manson se apartó del costado del coche. Con una ligera inclinación y un movimiento amplio del brazo, le indicó a Jeffrey que se acercara—. Dígame qué ocurrió, profesor. Dígame exactamente qué ve. Y dígamelo sólo a mí.

Jeffrey pasó al lado del conductor y abrió la portezuela. Sus ojos recorrieron el interior rápida pero minuciosamente. Reparó en los dos pares de prismáticos que había sobre el asiento. Luego dirigió su atención al cuerpo del agente Martin. Notó una sensación de frialdad en su interior, casi como si estuviese en una galería, examinando un cuadro de un pintor mediocre. Cuanto más se detenía en la observación del lienzo que tenía ante sí, más evidentes le parecían los defectos del retrato. El cuerpo del agente estaba marcadamente ladeado hacia la izquierda, impulsado por el impacto del disparo. Tenía los ojos y la boca abiertos de manera macabra, como en una mueca de sorpresa ante la muerte. La herida en sí, enorme, le había destrozado buena parte del cráneo, lo que confería a la expresión del rostro manchado de sangre un aire aún más inquietante, como de gárgola.

Inclinado sobre el asiento, advirtió que tenía en la mano izquierda un sobre también ensangrentado y con trocitos de masa encefálica viscosa y clara. La mano derecha, que sujetaba sin apretar la enorme pistola de nueve milímetros, descansaba sobre el asiento, laxa. Continuó escrutando el cadáver con la vista y se fijó en el desgarrón en los pantalones de Martin, a la altura de la rodilla, y vio que el raspón en la pierna había estado sangrando antes de la muerte. Se inclinó aún más y levantó la pernera desde el tobillo. En vez de la daga plana que llevaba la tarde que se habían conocido en la sala de conferencias de la universidad, ahora había allí una pistola de calibre .38 y cañón corto en una funda tobillera de cuero.

Soltó la pernera.

«No mucha gente lleva dos armas distintas consigo cuando va a suicidarse», pensó.

Miró de nuevo los ojos de Martin.

«¿Cuál fue el último pensamiento que te pasó por la cabeza? —se preguntó. ¿Cómo alcanzar esa pistola? ¿Cómo defenderte? —Sacudió la cabeza—. No tenías la menor posibilidad.»

A través de la ventana, Jeffrey lanzó una mirada a Manson, que se había apartado de la escena del crimen. No dijo nada, pero pensó: «Así que ahora que el asesino que en teoría iba a resolver tu problema después de que yo le entregara a mi padre ha caído en una trampa y se ha pegado un tiro. No era lo bastante agudo, lo bastante inteligente, lo bastante mortífero.»

Vio que Manson hacía una mueca, como si se le hubiera ocurrido lo mismo en ese momento.

«Y ahora tienes que depositar todas tus esperanzas de solucionar el problema en alguien a quien no puedes controlar. Y seguro que eso te resulta considerablemente menos agradable, ¿verdad? No tan desagradable como lo que ocurrirá si no encuentro a mi padre, pero aun así desagradable.»

Esbozó una sonrisa al imaginar la respuesta a esa pregunta.

Jeffrey, de pie pero agachado, registró por encima el asiento trasero y no encontró nada muy evidente, aunque sabía que era allí donde se había sentado su padre, el asesino. Aún le quedaba la tenue esperanza de que se encontrase alguna fibra textil microscópica o algún cabello. Quizás incluso alguna huella digital. Pero lo dudaba. Y dudaba aún más que, pese a lo que había dicho Manson, le permitiesen ordenar una inspección integral del coche.

Jeffrey se enderezó y se llevó la mano a un bolsillo interior para sacar un pequeño estuche de piel que contenía algunos utensilios de metal. Cogió unas relucientes pinzas de acero y volvió a inclinarse hacia el interior del coche por encima del asiento del pasajero. De manera delicada pero firme, retiró el sobre de los dedos inertes de Martin. Con cuidado de no tocarlo, vio, escritas en el exterior con trazos gruesos de lápiz, las iniciales J. C.

Empezó a abrir el sobre, pero se detuvo.

Se volvió hacia su hermana, que estaba a unos veinte metros, y le hizo señas. Ella lo vio, movió la cabeza afirmativamente y dejó a Diana, que todavía estaba tomando sorbos de café.

—¿Qué ocurre? —preguntó Susan cuando se acercó.

Jeffrey se percató de que ella mantenía la mirada apartada del interior del coche. Pero entonces se inclinó y echó un vistazo. Se irguió al cabo de un momento.

—Desagradable —comentó.

—Era un hombre desagradable.

—Y tuvo un final desagradable. Aun así…

—Tenía esto en la mano. Tú eres la experta en palabras. He creído que debíamos leerlo juntos.

Susan examinó con cuidado el sobre y las iniciales J. C.

—Bueno —dijo—, me parece que no cabe duda de quién es el destinatario, a no ser que Jesucristo figure en la lista de correos de nuestro querido padre. Ábrelo.

Manejando las pinzas con cuidado, como un cirujano residente que aún no confía en su pulso, Jeffrey levantó la solapa del sobre. Para su disgusto, comprobó que lo habían cerrado con cinta adhesiva y no con saliva. Los dos hermanos vieron dentro una sola hoja de papel blanco común y corriente doblada. Jeffrey la sujetó por el borde y la desplegó sobre el capó del coche.

Por un momento, ambos permanecieron callados.

—Vaya, que me aspen —dijo Susan entre dientes.

El papel estaba en blanco.

Jeffrey frunció el entrecejo.

—No lo entiendo —dijo en voz baja.

Volvió la hoja del revés y vio que el dorso también estaba en blanco. Sujetó el papel a contraluz frente al sol poniente, buscando señales de palabras escritas con jugo de limón o alguna otra sustancia que quizá resultaría visible bajo una luz fluoroscópica.

—Tendré que llevar esto a algún laboratorio —dijo—. Hay técnicas para hacer aparecer palabras ocultas. Luz negra, láser… unas cuantas. Me pregunto por qué querría ocultar lo que ha escrito…

Susan negó con la cabeza.

—No lo entiendes, ¿verdad?

—¿Entender qué?

—La hoja en blanco. Ése es su mensaje para ti. Jeffrey aspiró una bocanada rápida del aire cada vez más frío que los rodeaba.

—Explícate —pidió con suavidad.

—Una hoja en blanco dice tanto como una que está llena de palabras. Seguramente dice más. Da a entender que no sabes nada, que para ti él es desconocido, una incógnita. Da a entender que debes aprender de lo que ves, no de lo que te dicen. ¿Qué significa un hijo para su padre? Empiezas desde cero y luego vas forjando la personalidad de ese niño. Muchas cosas. El lienzo virgen que aguarda la primera pincelada del pintor. Las primeras palabras de un escritor en una hoja en blanco. Todo es simbólico. Lo que no dice es mucho más contundente que lo que podría haber dicho. Simbolismo, simbolismo, simbolismo.

Su hermano asintió despacio.

—El investigador maneja datos concretos… —dijo.

—Pero el asesino maneja imágenes.

Jeffrey volvió a respirar el aire fresco de aquella apacible tarde.

—Y el profesor, el maestro… —apuntó.

—Debe ser capaz de conjugar ambas cosas —terminó Susan.

Jeffrey volvió la espalda al coche y avanzó unos pasos por el camino de tierra. Susan vaciló, dejó que se alejara por unos instantes y rápidamente echó a trotar tras él.

Los dos normalizaron el paso hasta avanzar a un ritmo regular, en silencio, sumidos en sus meditaciones. Susan notó que el miedo se adueñaba de ella mientras observaba a su hermano luchar contra sus propios sentimientos encontrados.

—Lo que deberíamos hacer es largarnos pitando de aquí —dijo, parándose en seco.

—No —replicó ella—. Nos ha encontrado. Ya no podemos volver a escondernos.

—¿Y qué se supone que debemos hacer? ¿Detenerlo? ¿Matarlo? ¿Pedirle que nos deje en paz?

—No lo sé.

—Es perverso.

—Lo sé.

—Y forma parte de nosotros. O tal vez nosotros formamos parte de él.

—¿Y?

—No lo sé, Susan.

De nuevo se quedaron callados.

Jeffrey apartó la vista de su hermana y la posó en el camino. —¿Qué demonios estaban haciendo aquí arriba? —preguntó de pronto.

Entonces vislumbró un objeto pequeño y negro en la tierra suelta y arenosa. Era semejante a una piedra, pero de una redondez demasiado perfecta para ser obra de la naturaleza. Lo recogió y le quitó el polvo. Era la tapa de una lente de los prismáticos. Miró hacia atrás, al coche, y continuó andando, con su hermana a la zaga.

Zancada a zancada, doblaron la curva y luego descendieron por el sendero.

—¿Qué estaba buscando aquí? —preguntó Jeffrey.

Susan se detuvo. Señaló al frente, y Jeffrey vio extenderse a sus pies la urbanización de casas adosadas.

—A nosotras —contestó—. El bueno del agente nos espiaba a nosotras. ¿Por qué?

Jeffrey meditó por unos instantes.

—Porque esperaba que su presa apareciera. Por eso estaba aquí arriba. —Escudriñó la zona, y cerca de una roca vio el envoltorio arrugado de celofán del bollo que se había comido el agente Martin—. Aguardaba aquí, observando. Luego, por alguna razón, dio media vuelta y regresó a toda prisa por el camino. Yo diría que corría todo lo que podía, porque tiene un rasponazo en la pierna que sin duda se debe a que tropezó y cayó. Probablemente allí donde he encontrado la tapa de la lente.

—¿Tenía prisa por suicidarse?

—No. Creía haber visto algo, pero fue a descubrir otra cosa.

—¿Una trampa?

—Un hombre que tiende una trampa suele estar lleno de una seguridad falsa que en la mayor parte de los casos le impide ver la trampa que otros le han tendido a su vez. Subió aquí solo para espiar, aunque en realidad no estaba solo. Se me ocurre un par de posibilidades. Intentó huir. Tal vez. Sube al coche, pero para entonces ya tiene una pistola apuntándole a la cabeza. Tal vez. O quizá su asesino estaba esperándolo dentro del coche. Tal vez. El caso es que después muere. De hecho, lo matan. Un disparo y el asesino le pone en la mano la pistola, la pistola del propio agente. Así de sencillo. El estado es lo bastante proclive a la artificiosidad engañosa para declarar que se suicidó…

Jeffrey pensó en las jóvenes desaparecidas que oficialmente habían sido víctimas de perros salvajes. No lo expresó en voz alta. Se dijo en su fuero interno que matar en un lugar que se dedicaba tan activamente a encubrir la verdad debía de ser todo un lujo para el asesino. Alzó la vista y la dirigió a lo lejos, a las crestas de las montañas iluminadas por los últimos rayos de sol del día, que teñían el verde fértil de un rojo espectacular y radiante. Una región del mundo que aguardaba a que se escribiera una historia nueva en ella. El lugar del país donde se vivía con mayor seguridad era también donde se mataba con mayor seguridad.

Dudaba que Manson apreciase esa ironía de buen grado.

—No necesitamos conocer los detalles exactos… —Susan hablaba despacio, y Jeffrey se volvió para escucharla—. A veces el mensaje reside en la yuxtaposición de acontecimientos. O de ideas. Lo que quiere que sepamos es cómo controla los pormenores de la muerte.

Jeffrey asintió.

—Tiende trampas elaboradas. Quiere hacerte creer una cosa, justo hasta el momento en que te des cuenta de que está pasando algo totalmente distinto que está bajo su control.

—Exacto. Los mejores acertijos siempre son laberintos. Siempre hay pistas e indicios que apuntan en la dirección equivocada. —Susan titubeó y dejó que una mueca se deslizara por las comisuras de su boca. Había una dureza en su mirada que Jeffrey nunca había visto antes—. Se me ocurre otra cosa —dijo ella.

—¿Qué?

—¿No te das cuenta de cómo se comunica con nosotros?

Jeffrey sacudió la cabeza.

—Creo que no te sigo.

La voz de Susan pareció empequeñecerse en el aire que los envolvía, como si la brisa arrastrase y aporrease cada palabra.

—A mí me ha escrito por medio de acertijos. Juegos de palabras. Es decir, me ha hablado en el lenguaje que conozco. Mata Hari, la reina de los enigmas. A ti te habla de otra manera. Te transmite sus mensajes en tu lenguaje: el de la violencia y el asesinato. «El Profesor de la Muerte.» Son acertijos de otro tipo, pero acertijos al fin y al cabo. ¿No es eso típico de un padre? ¿Adaptar la forma de comunicación a las habilidades propias de cada hijo?

De pronto Jeffrey sintió náuseas.

—Joder —susurró.

—¿Qué pasa?

—Hace siete años, poco después de que empezara a dar clases en la universidad, una de mis alumnas desapareció. No la conocía demasiado, para mí era solo otra cara en un aula muy grande. La encontraron en una postura similar a la de la chica que asesinaron cuando de niños nos fuimos de Nueva Jersey, e igual a la de la primera víctima de aquí, del estado cincuenta y uno. Fue por esta conexión por lo que el agente Martin contactó conmigo y me hizo venir aquí…

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