—Échele un vistazo, profesor.
Clayton hizo ademán de recogerlo, pero se detuvo.
—¿Qué pasa si no lo hago?
Martin se encogió de hombros, pero la misma sonrisa de gato de Cheshire que había desplegado antes le curvaba las comisuras de la boca.
—Lo hará, profesor. Lo hará. Necesitaría una fuerza de voluntad muy superior a la que tiene para devolverme ese maletín sin examinar lo que contiene. No, dudo que se resista. Lo dudo mucho. Ahora he despertado su curiosidad, o al menos, cierto interés «académico». Está usted ahí sentado, preguntándose qué me ha hecho salir del mundo seguro en que vivo para venir a un sitio donde puede pasar casi de todo, ¿verdad?
—Me da igual por qué ha venido. Y no pienso ayudarlo.
El agente hizo una pausa, no para reflexionar sobre la negativa del profesor, sino como planteándose un enfoque diferente.
—Usted estudió literatura, ¿no, profesor? Cursó la licenciatura, si mal no recuerdo.
—Está usted sumamente bien informado. Así es.
—Es corredor de fondo y aficionado a los libros poco comunes. Son actividades muy románticas. Pero también algo solitarias, ¿no?
Clayton se limitó a mirar con fijeza al agente.
—En parte profesor, en parte ermitaño, ¿me equivoco? Bueno, a mí me iban los deportes más físicos, como el
hockey
. La violencia que me gusta es la que está controlada, organizada y debidamente regulada. En fin, ¿recuerda el principio de la gran novela
La peste
, del difunto
monsieur
Camus? Un momento delicioso, justo allí, en una soleada ciudad norteafricana, en que el médico que no ha sido más que un benefactor para la sociedad ve a una rata salir tambaleándose de las sombras y morir en medio de todo ese calor y esa luz. Entonces se da cuenta de que algo terrible está a punto de ocurrir, ¿no es verdad, profesor? Porque las ratas nunca emergen de las alcantarillas y los rincones oscuros para morir. ¿Recuerda esa parte del libro, profesor?
—Sí —contestó Clayton. Cuando estudiaba en la universidad, había utilizado justo esa imagen en su trabajo final para la asignatura de Literatura Apocalíptica de Mediados del Siglo XX. De inmediato supo que el agente que tenía ante sí había leído ese trabajo, y lo invadió la misma oleada de miedo que cuando había visto encenderse la luz de alarma de debajo de la mesa.
—Ahora está en una situación parecida, ¿no? Sabe que hay algo terrible a sus pies, pues, de lo contrario, ¿por qué iba yo a poner en peligro mi seguridad personal para venir a su aula, donde incluso esa pistola semiautomática quizá llegue a resultar insuficiente algún día?
—No habla usted como un policía, agente Martin.
—Pero lo soy, profesor. Soy un policía de nuestro tiempo y nuestras circunstancias. —Señaló con un gesto amplio el sistema de alarma de la sala de conferencias. Había videocámaras anticuadas instaladas en los rincones, cerca del techo—. No funcionan, ¿verdad? Parecen de hace una década, o quizá de hace más tiempo.
—Tiene razón en ambas cosas.
—Pero las dejan allí con la esperanza de sembrar la duda en la cabeza de alguien, ¿verdad?
—Seguramente ésa es la lógica.
—Me parece interesante —comentó Martin—. La duda puede dar lugar a la vacilación. Y eso le daría a usted el tiempo que necesita para… ¿para qué? ¿Para escapar? ¿Para desenfundar el arma y protegerse?
Clayton barajó varias respuestas y al final las descartó todas. Bajó la vista hacia el maletín.
—He ayudado al Gobierno en varias ocasiones. Nunca ha sido una relación muy provechosa para mí.
El agente reprimió una risita.
—Quizá para usted no. El Gobierno, en cambio, quedó muy satisfecho. Le ponen por las nubes. Dígame, profesor, ¿la herida de su pierna ha cerrado bien?
Clayton asintió con la cabeza.
—Era de esperar que estuviese usted enterado de eso.
—El hombre que se la infligió… ¿qué ha sido de él?
—Sospecho que ya conoce usted la respuesta a esa pregunta.
—En efecto. Está en el corredor de la muerte, en Tejas, ¿no es así?
—Sí.
—Ya no puede presentar más apelaciones, ¿estoy en lo cierto? —Dudo que pueda.
—Entonces cualquier día de éstos le pondrán la inyección letal, ¿no cree?
—No creo nada.
—¿Le invitarán a la ejecución, profesor? Imagino que bien podría ser un invitado de honor en esa velada tan especial. No lo habrían pillado sin su colaboración, ¿verdad? ¿Y a cuántas personas mató? ¿Fueron dieciséis?
—No, diecisiete. Unas prostitutas en Galveston. Y un inspector de policía.
—Ah, cierto. Diecisiete. Y usted habría podido ser el número dieciocho de no haber tenido buenos reflejos. Usaba un cuchillo, ¿correcto?
—Sí. Usaba un cuchillo. Muchos cuchillos diferentes. Al principio, una navaja automática italiana con una hoja de quince centímetros. Luego la cambió por un cuchillo de caza con sierra, después pasó a utilizar un bisturí y finalmente una cuchilla de afeitar recta como las de antes. Y en una o dos ocasiones empleó un cuchillo para untar afilado a mano, todo lo cual causó una confusión considerable a la policía. Pero no creo que asista a esa ejecución, no.
El agente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, como si hubiese captado algún sobreentendido.
—Lo sé todo sobre sus casos, profesor —dijo crípticamente—. No han sido muchos, ¿verdad? Y siempre los ha aceptado de mala gana. Eso consta también en su expediente del FBI. El profesor Clayton siempre se muestra reacio a poner sus conocimientos al servicio de la causa que sea. Me pregunto, profesor, ¿qué es lo que le decide a abandonar estas elegantes y deliciosamente sagradas salas para ayudar de verdad a nuestra sociedad? Cuando se ha prestado a ello, ¿ha sido por dinero? No. Al parecer no le preocupan demasiado los bienes materiales. ¿La fama? Es evidente que no. Por lo visto rehuye usted la notoriedad, a diferencia de algunos colegas académicos suyos. ¿La fascinación? Eso parece más verosímil; al fin y al cabo, cuando usted se ha decidido a salir a la luz, ha tenido éxitos notables.
—La suerte me ha favorecido un par de veces, eso es todo. Lo único que hice fue conjeturas más o menos fundadas. Ya lo sabe. El agente respiró hondo y bajó la voz.
—Es demasiado modesto, profesor. Lo sé todo sobre sus éxitos y estoy seguro de que, por mucho que lo niegue, es usted mejor que la media docena de expertos académicos y especialistas cuyos servicios contrata el Gobierno a veces. Estoy al corriente de lo que ocurrió con el hombre de Tejas, y de cómo le dio usted caza, y de la mujer en Georgia que trabajaba en la residencia para ancianos. Estoy al corriente del caso de los dos adolescentes de Minnesota y su pequeño club de asesinos, y de la barca que encontró usted en Springfield, no muy lejos de aquí. Es un villorrio de mala muerte, pero ni siquiera ellos se merecían lo que ese hombre les estaba haciendo. Fueron cincuenta, ¿verdad? Al menos, ésa es la cifra que usted consiguió que confesara. Pero hubo más, ¿verdad, profesor?
—Sí, hubo más. Dejamos de contar al llegar a cincuenta.
—Eran niños pequeños, ¿verdad? Cincuenta niños pequeños abandonados, que se pasaban el día en los alrededores del centro de juventud, que vivían en la calle y murieron en la calle. Nadie se preocupaba mucho por ellos, ¿no?
—Tiene razón —dijo Clayton en tono cansino—. Nadie se preocupaba mucho por ellos. Ni antes ni después de su asesinato.
—Estoy informado sobre él. Un ex asistente social, ¿verdad?
—Si dice que está informado, no tendría que preguntármelo.
—Nadie quiere saber por qué alguien comete un crimen, ¿no es así, profesor? Sólo quieren saber quién y cómo, ¿correcto?
—Desde que se aprobó la enmienda No Hay Excusas a la Constitución, es como usted dice. Pero es policía y debería saber esas cosas.
—Y usted es el profesor que aún conserva su viejo interés por el trasfondo emocional de los delincuentes; la obsoleta pero a veces desafortunadamente necesaria psicología criminal. —Martin aspiró a fondo—. El perfilista —dijo—. ¿No es así como debo llamarle?
—No le servirá de nada —repitió Clayton.
—El hombre que puede explicarme por qué, ¿verdad, profesor?
—Esta vez no.
El agente sonrió una vez más.
—Estoy al corriente de cada una de las cicatrices que esos casos le dejaron.
—Lo dudo —replicó Clayton.
—No, no, lo estoy.
Clayton señaló el maletín con un movimiento de cabeza.
—¿Y éste?
—Este es especial, profesor.
Jeffrey Clayton prorrumpió en una sola andanada de carcajadas sarcásticas que retumbaron en la sala vacía.
—¡Especial! Cada vez que han acudido a mí (y siempre es lo mismo: un hombre con un traje azul o marrón no especialmente caro y un maletín de piel que me habla de algún crimen que sólo puede resolverse con la ayuda de un experto), cada vez me dicen exactamente lo mismo. Da igual que sea un traje del FBI, del Servicio Secreto o de la policía local de alguna gran ciudad o de algún pueblo apartado, siempre me aseguran que se trata de algo especial. Pues bien, ¿sabe qué, agente Martin de la S. S.? No son especiales, en lo más mínimo. Los casos son simplemente terribles. Eso es todo. Son desagradables, sórdidos y nauseabundos. Siempre están relacionados con la muerte en sus aspectos más repugnantes e inmundos. Víctimas de abusos sexuales cortadas en rebanadas o en pedacitos, evisceradas o reducidas a carne picada de muchas maneras tan imaginativas como repugnantes. Pero ¿sabe lo que no son? No son especiales. No, señor. Lo que son es iguales. Son la misma cosa en envoltorios ligeramente distintos. ¿Especial? ¿No? En absoluto. Lo que son es corrientes. Los asesinatos en serie son tan comunes en nuestra sociedad como los resfriados. Son tan habituales como que el sol salga y se ponga a diario. Son una diversión. Un pasatiempo. Un entretenimiento. Joder, deberían publicar las tablas de puntuaciones en la sección de deportes de los periódicos, junto a la clasificación. Así que, quizás esta vez, por muy perplejos y desconcertados que estén ustedes, por mucha frustración que les cause, esta vez pasaré.
El agente se removió en su asiento.
—No —murmuró—. No lo creo.
Clayton observó al agente Martin levantarse despacio de su silla. Por primera vez, advirtió un brillo amenazador en los ojos del hombre, que se achicaron y se clavaron en él con la mirada intensa que un tirador experto posa en su objetivo milisegundos antes de apretar el gatillo. Al hablar, su voz sonó fría y rígida como un estilete, y cada palabra fue como una puñalada.
—Quédese con el maletín. Examine su contenido. Encontrará el número de un hotel local donde podrá localizarme después. Espero su llamada esta tarde.
—¿Y si me niego? —preguntó Clayton—. ¿Y si no llamo?
El agente, sin despegar la vista de él, respiró hondo antes de contestar.
—Jeffrey Clayton, profesor de Psicología Anormal en la Universidad de Massachusetts. Nombrado para el puesto poco después del cambio de siglo. Se le concedió la cátedra tres años después por mayoría. Soltero. Sin hijos. Un par de novias ocasionales entre las que le gustaría decidirse para sentar la cabeza, pero no lo hace, ¿verdad? Quizás hablemos de eso en otro momento. ¿Qué más? Ah, sí. Le gusta la bicicleta de montaña y jugar partidos rápidos de baloncesto en el gimnasio, además de correr entre diez y doce kilómetros diarios. Su producción de escritos académicos es más bien modesta. Ha publicado varios estudios interesantes sobre conductas homicidas, que no han despertado un interés generalizado, pero que sí han llamado la atención de las autoridades policiales de todo el país, que tienden a respetar su erudición mucho más que sus colegas del mundo universitario. Daba conferencias de vez en cuando en la División de Estudios Conductuales del FBI en Quantico, antes de que la cerraran. Malditos recortes de presupuesto. Ha sido profesor invitado en la Escuela John Jay de Justicia Criminal en Nueva York…
El agente hizo una pausa para recuperar el aliento.
—Veo que tiene usted mi currículo —lo interrumpió Clayton.
—Grabado en la memoria —contestó el agente con aspereza.
—Puede haberlo conseguido en el Departamento de Relaciones Públicas de la universidad.
El agente Martin asintió con la cabeza.
—Tiene una hermana que vive en Tavernier, Florida, y que nunca ha estado casada, ¿me equivoco? En eso se parece a usted. ¿No es una coincidencia intrigante? Ella cuida de su anciana madre. De su inválida madre. Y trabaja para una revista de allí. Inventa juegos de ingenio. Qué trabajo tan interesante. ¿Tiene ella el mismo problema con la bebida que usted? ¿O consume algún otro tipo de sustancia?
Clayton enderezó la espalda en su asiento.
—Yo no tengo un problema con la bebida. Ni tampoco mi hermana.
—¿No? Mejor. Me alegro de oírlo. Me pregunto cómo se habrá colado ese pequeño detalle en mi investigación…
—Eso no puedo saberlo. —No, supongo que no.
El policía se rio otra vez.
—Lo sé todo sobre usted —dijo—. Y sé mucho sobre su familia. Es usted un hombre que ha conseguido algunos logros. Un hombre con una reputación interesante en el campo de los asesinatos.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que su colaboración en varios casos ha sido fructífera, pero usted no muestra el menor interés en hacer un seguimiento de dichos éxitos. Ha trabajado con las figuras más eminentes de su especialidad, pero parece satisfecho con su propio anonimato.
—Eso —repuso Clayton con brusquedad— es asunto mío.
—Tal vez. Tal vez no. ¿Sabe que a sus espaldas los alumnos le llaman «el Profesor de la Muerte»?
—Sí, lo había oído.
—Pues bien, Profesor de la Muerte, ¿por qué se empeña en continuar trabajando aquí, en una universidad estatal grande, con fondos insuficientes y en muchos aspectos destartalada, relativamente en secreto?
—Eso también es asunto mío. Me gusta este sitio.
—Pero ahora también es asunto mío, profesor.
Clayton no respondió. Sus dedos se deslizaron sobre el acero de la pistola que descansaba en la mesa, ante él.
El agente habló con voz áspera, casi ronca.
—Va usted a recoger el maletín, profesor. Va a examinar su contenido. Luego me llamará y me ayudará a resolver mi problema.
—¿Está seguro? —dijo Clayton, en un tono más desafiante del que pretendía.
—Sí —respondió el agente Martin—. Sí, estoy convencido. Y no sólo porque sé todas esas cosas sobre su currículum vítae, esas chorradas sobre las biografías de toda esa gente y la información de relleno de las relaciones públicas, y no sólo porque me he leído el expediente del FBI sobre usted, sino porque sé algo más, algo más importante, algo que esas agencias, universidades, periódicos, alumnos, profesores y el resto de la gente no sabe. Yo mismo me he convertido en estudiante, profesor. Estudio a un asesino. Y, de rebote, ahora le estudio a usted. Y eso me ha llevado a descubrimientos interesantes.