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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (10 page)

La respuesta del inspector no constaba en las páginas que Jeffrey tenía entre las manos. Permaneció con la vista baja por un momento, aunque notaba que Martin lo estaba mirando. Volvió a leer algunas de las frases de su padre y se dio cuenta de que podía oír las palabras en boca de su padre, tantos años después, y en su mente lo veía sentado frente al inspector de policía tal como en otro tiempo se había sentado frente a él, a la mesa del comedor, en su casa, casi como si estuviera viendo una vieja película casera y rayada que avanzaba a saltos. Sobresaltado, alzó la vista de repente y tendió bruscamente las páginas de la transcripción al agente Martin.

Jeffrey se encogió de hombros, confundido como un pobre actor que de pronto se ve bajo un foco que debía iluminar a otro, en otra parte del escenario.

—Esto no me dice gran cosa… —mintió.

—Yo creo que sí.

—¿Tiene más páginas?

—Unas cuantas, pero es más de lo mismo. Un tono provocador y evasivo, pero rara vez hostil. Su padre es un hombre astuto.

—Era.

El agente sacudió la cabeza.

—Él era claramente el mayor sospechoso. Se vio a la víctima subir a su coche, o quizás a uno parecido, y se encontraron restos de sangre bajo el asiento del pasajero. Además, estaban las esposas.

—¿Y?

—Eso es todo, más o menos. El inspector de policía iba a detenerlo (se moría de ganas de detenerlo), pero entonces llegaron del laboratorio los resultados de los análisis de sangre. Su gozo en un pozo. La sangre de las muestras no coincidía con la de la víctima. En las esposas no había el menor resto de tejido. Yo creo que las habían limpiado con vapor. El registro de la casa donde usted vivió arrojó resultados interesantes pero negativos. Ya sólo quedaba la posibilidad de arrancarle una confesión. Era un procedimiento habitual en aquella época. Y el inspector hizo lo que pudo. Lo retuvo ahí casi veinticuatro horas, pero al final su padre parecía estar más fresco y despierto que el poli.

—¿A qué se refiere con eso de «resultados interesantes pero negativos» del registro de la casa?

—Me refiero a pornografía de una índole particularmente sórdida y violenta. A instrumentos sexuales normalmente relacionados con el sado y la tortura. A una nutrida biblioteca especializada en el asesinato, aberraciones sexuales y la muerte. Un kit casero de utensilios para depredadores sexuales.

Clayton, que notaba seca la garganta, tragó saliva con dificultad.

—Nada de eso demuestra que fuese un asesino.

El agente Martin asintió con la cabeza.

—Tiene más razón que un santo, profe. Nada de eso prueba que cometiese un crimen. Lo único que demuestra es que sabía cómo hacerlo. Las esposas, por ejemplo. Fascinante. En cierto modo, me parece admirable lo que hizo. Es obvio que se las puso a la chica en algún momento, y no menos obvio que en cuanto llegó a casa tuvo el acierto de echarlas en agua hirviendo. No hay muchos asesinos que presten tanta atención a los detalles. De hecho, la ausencia de restos de tejido le ayudó en sus discusiones con la policía del estado de Nueva Jersey. Su incapacidad para establecer una relación entre las esposas y el crimen alimentó su confianza en sí mismo.

—¿Y qué hay del móvil? ¿Qué vínculo tenía con la chica muerta?

El agente Martin se encogió de hombros.

—Ninguno que sea indicativo de nada. Ella había sido alumna suya, como él dijo. Tenía diecisiete años. No se pudo probar nada. Fue algo así como decir: «Camina como un pato, hace cua cua como un pato, pero…» Ya me entiende, profesor. —Martin tamborileó contrariado con los dedos sobre el cuero del sillón—. Es evidente que el maldito poli se vio desbordado desde el principio. Se ciñó a las normas desde el primer momento del interrogatorio, tal como le habían enseñado en cada curso y seminario. Introducción a la Obtención de Confesiones. —El agente suspiró—. Eso era lo malo de los viejos tiempos de leyes garantistas y reconocimiento de los derechos del delincuente. Y la policía… ¡Dios santo! La policía del estado de Nueva Jersey era una panda de tipos pulcros y estirados que observaban una disciplina casi militar. Incluso a los secretas y los que iban de paisano les habría quedado de maravilla uno de esos uniformes estrechos. Si llevas ante ellos a un asesino común y corriente (ya sabe, uno de esos que le vuelan la cabeza a su mujer cuando descubren que le ha puesto los cuernos, o que le disparan a alguien en un atraco a una tienda de autoservicio), se ocupan de él rápidamente. Las palabras brotan como si lo exprimieran con un rodillo: «Sí, señor, no, señor, lo que usted diga, señor.» Fácil. Pero en este caso fue distinto. El pobre pardillo del policía no era rival para su viejo. Al menos intelectualmente. No le llegaba ni a la suela de los zapatos. Entró en esa sala convencido de que su padre se reclinaría en la silla y le contaría sin más cómo, por qué, y dónde lo había hecho y le aclararía todas las putas dudas que le plantease, tal como había hecho cada uno de los asesinos idiotas a los que había echado el guante hasta entonces. Ya, claro. En cambio, no hicieron más que dar vueltas. Do, si, do, como en un vals de dos pasos.

—Eso parece —comentó Jeffrey.

—Y nos dice algo, ¿no es así?

—No deja usted de hablar de manera críptica, agente Martin, como dando por sentado que poseo unos conocimientos, una capacidad y una intuición de los que yo nunca me he jactado. No soy más que un profesor de universidad especializado en los asesinos en serie. Sólo eso. Nada más, nada menos.

—Bueno, eso nos dice que era infatigable, ¿no, profesor? Venció en resistencia a un inspector desesperado por resolver el caso. Y nos dice que era astuto y no tenía miedo, cosa de lo más intrigante, pues un criminal que no tiene miedo cuando se ve cara a cara con la autoridad siempre resulta interesante, ¿verdad? Pero, sobre todo, me dice algo diferente, algo que me tiene realmente preocupado.

—¿De qué se trata?

—¿Ha visto esas fotos de satélite que tanto les gustan a los meteorólogos de la tele? ¿Esas en que se aprecia cómo una tormenta se forma, se intensifica y acumula fuerza de la humedad y de los vientos, incubándose antes de estallar?

—Sí —respondió Jeffrey, sorprendido por la contundencia de las imágenes evocadas por el agente.

—Hay personas que son como esas tormentas en ciernes. No muchas, pero algunas. Y creo que su padre era una de ellas. La emoción del momento le daba energías. Cada pregunta, cada minuto que pasaba en esa sala de interrogatorio lo hacía más fuerte y peligroso. Ese poli intentaba conseguir que confesara… —Martin hizo una pausa para respirar hondo—, pero él estaba aprendiendo.

Jeffrey se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. «Debería estar aterrorizado», pensó. En cambio, sentía un frío extraño en su interior. Volvió a inspirar a fondo.

—Parece usted saber mucho sobre esa confesión que nunca se produjo.

El agente Martin hizo un gesto de afirmación.

—Oh, desde luego. Porque ese inspector novato y estúpido que intentaba hacer hablar a su padre era yo.

Jeffrey se inclinó sobre el respaldo rápidamente, retrocediendo.

Martin lo observó, reflexionando al parecer sobre lo que acababa de decir. Luego se inclinó, acercando mucho la cara a la de Clayton, de modo que sus palabras tuviesen la fuerza de un grito.

—Uno se convierte en aquello que absorbe durante la infancia. Eso lo sabe todo el mundo, profesor. Por eso yo soy yo, y usted es usted. Quizá negar esto le haya dado resultado hasta ahora, pero eso se ha acabado. De eso me encargaré yo.

Jeffrey se meció de nuevo hacia delante.

—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó de nuevo.

El agente se relajó.

—Por medio de una labor detectivesca a la vieja usanza. Me acordé de todo eso que su padre decía sobre los apellidos. Como bien sabe, la gente detesta renunciar a su apellido. Los apellidos son algo especial. Las raíces. Lo que nos conecta con el pasado, ese tipo de cosas. El apellido le da a la gente una noción del lugar que ocupa en el mundo. Y su padre me proporcionó la pista cuando mencionó el apellido de soltera de su madre. Yo sabía que sería lo bastante lista para no recuperarlo; él la habría encontrado demasiado fácilmente. Pero, como le digo, la gente no renuncia a los apellidos de buen grado. ¿Sabe de dónde viene el de Clayton?

—Sí —respondió el profesor.

—Yo también. Después de que su padre hablara del apellido de soltera de su madre, pensé que eso sería demasiado sencillo y obvio, pero que a la gente no le gusta nada renegar de sus orígenes, aunque intente esconderse de alguien que cree que podría ser un monstruo. Así que, en un arrebato, hice unas pesquisas y averigüé el apellido de soltera de la madre de su madre. Clayton. Eso ya no resulta tan obvio, ¿verdad? Y pim pam: lo junté con el nombre («mi tocayo Jeffrey»; bueno, dudaba que una madre les cambiara el nombre de pila a sus hijos, por muy prudente que fuera la medida), y, oh maravilla, obtuve «Jeffrey Clayton». Y se encendió una luz en mi cabeza. Así se llamaba el Profesor de la Muerte, no del todo célebre pero tampoco del todo desconocido para los policías profesionales. ¿Y le sorprende que esa coincidencia me llamara la atención cuando me enteré de que otra de nuestras víctimas despatarradas, crucificadas y sin dedo índice resultó ser alumna de usted en otro tiempo? El apellido de soltera de su madre. Buena jugada. ¿Cree que su papaíto ató cabos también?

—No. Al menos no volvimos a verlo ni a tener noticias de él. Se lo he dicho. Dejó de formar parte de nuestra vida cuando lo dejamos en Nueva Jersey.

—¿Está seguro de eso?

—Sí.

—Pues me temo que no debería estar tan seguro. Creo que debería dudar de todo cuando se trata de su viejo. Porque, si yo logré encontrarle pese a ese pequeño e ingenioso engaño, quizás él también.

El inspector extendió el brazo, cogió la fotografía de la alumna asesinada de Clayton y la lanzó de modo que se deslizó girando sobre la mesa hasta que se detuvo delante del profesor.

—Creo que sí tuvo usted noticias de él.

Jeffrey negó con la cabeza.

—Está muerto.

El agente Martin alzó la vista.

—Me encanta su seguridad, profesor. Debe de ser bonito eso de estar seguro de absolutamente todo. —Suspiró antes de proseguir—. De acuerdo. Bien, si consigue usted demostrarlo, recibirá mis disculpas y un cheque que le compensará generosamente por las molestias de parte de la oficina del gobernador del Territorio del Oeste, así como un viaje seguro, cómodo y tranquilo en limusina de vuelta a su casa.

«Qué locura», pensó Jeffrey.

Y entonces se preguntó: «¿Lo es?»

Casi sin darse cuenta dirigió la vista más allá del agente, a la sala central de la biblioteca. Unas pocas personas leían en silencio, en su mayoría gente mayor, abstraídas en las palabras que tenían ante sí. Le pareció que la escena tenía algo de pintoresco, un toque antiguo. Casi le daba la impresión de que el mundo exterior era un lugar seguro. Dejó vagar su mirada por las estanterías de libros alineados, aguardando pacientemente el momento en que alguien los sacase de la balda y los abriese para mostrar la información que guardaban a los ojos de algún indagador. Se preguntó si algunos de los volúmenes permanecerían cerrados para siempre, y las palabras que contenían entre sus cubiertas se volverían obsoletas de alguna manera, inútiles con el paso de los años. O tal vez, pensó, pasarían inadvertidos, pues los conocimientos que encerraban no se encontraban en un disco, disponibles al instante con sólo pulsar unas teclas de ordenador. No eran modernos.

Volvió a visualizar a su padre con los ojos de su infancia.

Acto seguido, pensó: «Las nuevas ideas no resultan verdaderamente peligrosas. Son las viejas las que llevan siglos existiendo y absorben energías en cualquier entorno. Ideas vampiro.»

Vio el asesinato como un virus, inmune a todo antibiótico.

Sacudió la cabeza y advirtió que Martin sonreía de nuevo, observándolo mientras se debatía. Al cabo de un momento, el agente se desperezó, apoyó las manos en los brazos del sillón de cuero y se impulsó para ponerse de pie.

—Vaya a buscar sus cosas. Se hace tarde.

Martin juntó los informes y las fotografías, los guardó en su maletín y se encaminó a grandes zancadas a la salida. Clayton lo siguió a toda prisa. Cuando llegaron ante los detectores de metales, ambos hicieron un gesto de asentimiento a la bibliotecaria, que le devolvió al inspector sus armas, pero mantuvo una mano muy cerca del botón de alarma mientras se colocaba las sobaqueras bajo el abrigo.

—Vamos, Clayton —dijo Martin con gravedad y salió por las puertas a la noche color negro azabache, próxima al invierno, de aquel pueblo de Nueva Inglaterra—. Es tarde. Estoy cansado. Mañana nos espera un largo viaje, y alguien a quien tengo que matar.

4
Mata Hari

Susan Clayton observaba una estrecha columna de humo que se elevaba a lo lejos, enmarcada por el sol del ocaso, una raya negra que se arremolinaba perfilada contra el azul del cielo diurno. Apenas tomó conciencia de que algo se estaba quemando incontroladamente; en cambio, le chocó el insulto que el humo lanzaba contra el horizonte perfecto. Aguzó el oído, pero no percibió el sonido insistente de ninguna sirena que traspasara las ventanas de su despacho. Aquello no le parecía tan insólito; en algunas zonas de la ciudad era mucho más común, y considerablemente más razonable, por no decir económico, dejar simplemente que el edificio incendiado quedase reducido a cenizas, antes que poner en peligro la vida de bomberos y agentes de policía.

Giró en su silla y paseó la vista por el ajetreo vespertino que reinaba en la oficina de la revista. Un guardia de seguridad con un fusil de asalto al hombro se preparaba para escoltar al aparcamiento a los empleados que estaba reuniendo en un grupo pequeño y compacto. Por un instante, le recordaron a Susan un banco de peces que se arracimaban en una masa densa para protegerse de un depredador. Sabía que era el pez lento, el solitario, el que dejaban atrás todos los demás, el que acababa devorado. Esta idea hizo que sonriese y dijese para sus adentros: «Más vale nadar deprisa.»

Uno de sus compañeros, el redactor de las páginas de sociedad, asomó la cabeza por la abertura del pequeño cubículo donde trabajaba Susan.

—Vamos, Susan, recoge tus trastos. Es hora de irse.

Ella negó con la cabeza.

—Antes quiero terminar un par de cosas —repuso.

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