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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (13 page)

A Susan le llamaba la atención la antigüedad de los espacios vacíos donde el cielo, los manglares y el agua se juntaban. En el paisaje que la rodeaba no había un solo elemento moderno, únicamente la vida tal y como se había desarrollado hacía millones de años.

Redujo gas, y la lancha vaciló en el agua como un caballo súbitamente refrenado. Apagó el motor, y la embarcación se deslizó hacia delante en silencio. El agua bajo la proa cambió cuando la lancha pasó sobre el límite de un bajío que se extendía una milla a lo largo de un islote de manglar poco elevado. Una bandada de cormoranes echó a volar desde las ramas retorcidas de la costa. Eran unas veinte aves, y sus negras siluetas se recortaban contra la luz de la mañana mientras revoloteaban y remontaban el vuelo. Susan se puso de pie y se quitó los protectores auditivos, escudriñando con la mirada la superficie del agua, para después alzarla hacia el cielo. El sol se había hecho amo y señor; la claridad iridiscente y pertinaz casi resultaba dolorosa al reverberar en las aguas que rodeaban la lancha. Notaba el calor como si un hombre la asiese del cogote.

Extrajo de un compartimento situado bajo el tablero de transmisión un tubo de protector solar, y se lo aplicó generosamente en el cuello. Llevaba un mono de algodón color caqui, un atuendo de mecánico. Se desabrochó los botones del peto y dejó caer el traje sobre la cubierta, quedándose desnuda de repente. Dio unos pasos, dejando tras de sí la ropa en el suelo, y se entregó al sol como a un amante ávido, sintiendo que sus rayos intensos incidían en sus pechos, entre las piernas y le acariciaban la espalda. Luego untó más protector solar sobre toda su desnudez, hasta que su cuerpo relucía tanto como la superficie del bajío.

Estaba sola. No se oía sonido alguno, salvo el chapoteo del agua contra el casco de la embarcación.

Se rio en voz alta.

Si hubiese existido una manera de hacerle el amor a la mañana, ella la habría puesto en práctica; en cambio, dejó que se le acelerase el pulso de la emoción, volviéndose a medida que el sol la cubría.

Permaneció así durante unos minutos. En su fuero interno, les habló al sol y al calor. «Seríais peor que cualquier hombre —decía— me amaríais, pero luego os llevaríais más de lo que os corresponde, me quemaríais la piel y me haríais envejecer antes de tiempo.» De mala gana, llevó la mano al compartimento y sacó una capucha de polipropileno negro fino, como las que usan los aventureros en el Ártico debajo de otras capas de ropa. Se la puso en la cabeza, de modo que sólo sus ojos quedaban al descubierto, lo que le daba aspecto de ladrona. Rebuscando, encontró una vieja gorra de béisbol verde y naranja de la Universidad de Miami y se la encasquetó hasta las orejas. Acto seguido, se puso unas gafas de sol polarizadas. Se dispuso a vestirse de nuevo con el mono, pero cambió de idea.

«Un pescado —se dijo—. Pescaré uno desnuda.»

Consciente de su apariencia ligeramente ridícula, con la cabeza y el rostro totalmente tapados y el resto del cuerpo en cueros, soltó una fuerte carcajada, extrajo las dos cañas de sus soportes, las dejó a mano, cogió la pértiga y trepó a la plataforma de popa, una superficie elevada y pequeña situada sobre el motor, que le proporcionaba un mejor control de la embarcación. Poco a poco, sirviéndose de la larga vara de grafito, maniobró para impulsar la lancha por el agua poco profunda.

Esperaba ver algún que otro pez zorro sacar la cola mientras escarbaba en la arena cenagosa del fondo en busca de camarones o cangrejos pequeños. Eso le habría gustado; eran peces muy honorables, capaces de alcanzar velocidades increíbles. Siempre podía aparecer también una barracuda; permanecían en el agua opaca prácticamente inmóviles, agitando sólo de vez en cuando las aletas para indicar que no formaban parte de aquel medio líquido. Se le figuraban gánsteres, con sus dientes afilados y amenazadores, y luchaban con fiereza cuando quedaban prendidos al anzuelo. Sabía que avistaría tiburones medianos merodeando por los alrededores del banco de arena como matones de patio de colegio, buscando un desayuno fácil.

Hundió la pértiga en el agua silenciosamente, y la lancha continuó su avance.

—Vamos, peces —dijo en voz alta—. ¿Hay alguien aquí esta mañana?

Lo que vio la hizo inspirar con fuerza y mirar dos veces para confirmar su primera impresión.

A unos cincuenta metros, nadando en un paciente zigzag en aguas que no llegaban a un metro de profundidad, estaba la inconfundible silueta en forma de torpedo de un tarpón grande. Medía cerca de dos metros de largo, y debía de pesar más de cincuenta kilos. Era demasiado voluminoso para estar en el bajío, y tampoco era temporada; los tarpones emigraban en primavera, en bancos numerosos que se dirigían hacia el norte sin detenerse. Ella había pescado unos cuantos, en canales ligeramente más profundos.

Pero éste era un pez grande, fuera de lugar y de tiempo, que iba directo hacia ella.

Rápidamente hincó la punta aguzada de la pértiga en el fondo arenoso y ató una cuerda al otro extremo, de modo que sujetase la lancha como un ancla. Con cautela, bajó de un salto de la plataforma y agarró la caña para pescar con mosca, cruzó la embarcación y subió a la proa en un solo movimiento. Alcanzó a ver la enorme mole del pez antes de que se sumergiera, propulsado inexorablemente por la cola en forma de guadaña. De cuando en cuando, el sol le arrancaba algún destello al costado plateado del animal, como explosiones submarinas.

Soltó hilo. La caña que empuñaba era más adecuada para un pez diez veces más pequeño que el que nadaba hacia ella. Tampoco creía que el tarpón fuera a tragarse el pequeño cangrejo artificial sujeto al extremo del sedal. Aun así, eran los únicos instrumentos que llevaba que podrían dar resultado y, aunque el fracaso fuera inevitable, quería intentarlo.

El pez se hallaba a treinta metros, y, por unos instantes, Susan se maravilló de la incongruencia de la situación. Notaba que el pulso redoblaba en su interior como un tambor.

Cuando el animal estaba a veinticinco metros, se dijo: «Demasiado lejos todavía.»

Cuando estaba a veinte, pensó: «Ahora estás a mi alcance.» Echó hacia atrás la caña ligera y semejante a una varita, que lanzó al cielo un leve silbido mientras el sedal describía un arco extenso sobre su cabeza. Sin embargo, se obligó a esperar unos segundos más.

El pez se encontraba a quince metros de ella cuando soltó el hilo con un pequeño gemido y lo observó volar sobre el agua, ponerse tirante y finalmente posarse sobre la superficie, al tiempo que el cangrejo de imitación caía al agua a cerca de un metro del morro del tarpón.

El pez se abalanzó hacia delante sin dudarlo.

La súbita acometida sobresaltó a Susan, que soltó un gritito de sorpresa. El pez no sintió el anzuelo de inmediato, y ella tragó saliva, esperando, mientras el sedal se le tensaba en la mano. Entonces, con un alarido, tiró de él con fuerza, echando la caña hacia atrás y hacia su izquierda, en dirección contraria al pez. Notó que el anzuelo prendía.

Ante ella, el agua estalló y surgió una masa de blanco plateado.

El pez se retorció una vez, reaccionando al insulto del anzuelo; Susan vio las fauces abiertas del tarpón. Acto seguido, el animal dio media vuelta y se alejó a toda velocidad, en busca de aguas más profundas. Ella sostuvo la caña por encima de su cabeza, como un sacerdote con un cáliz, y el carrete empezó a emitir chillidos de protesta mientras de él salían metros y metros de un hilo fino y blanco.

Con la caña en alto en todo momento, Susan se dirigió trabajosamente a la parte posterior de la lancha y soltó la cuerda que la sujetaba a la pértiga, de modo que la embarcación dejó de estar anclada.

Cayó en la cuenta de que, al cabo de un minuto, el pez se habría llevado todo el sedal, y pocos segundos después ya no quedaría nada que llevarse. El pez continuaría su avance imparable y escupiría el anzuelo, rompería la parte más fina del aparejo o simplemente se robaría los doscientos cincuenta metros de hilo. Luego, se alejaría nadando, con la mandíbula un poco dolorida, pero apenas cansado, a menos que ella lograse hacerlo girar de alguna manera. Dudaba que fuera posible, pero, si el pez remolcaba la lancha en vez de hacer fuerza contra el ancla, ella quizá podría arreglárselas para forzarlo a detenerse y luchar.

Susan sentía la energía del tarpón palpitar a través de la caña, y aunque no albergaba esperanzas, pensó que incluso cuando se está condenado al fracaso, vale la pena poner en práctica todo lo que uno sabe para que, cuando llegue la derrota inevitable, tenga al menos la satisfacción de saber que hizo cuanto estaba en su mano por evitarlo.

La lancha había virado, arrastrada por el pez.

Todavía desnuda, notando que le corrían gotas de sudor bajo los brazos, se encaramó de nuevo a la proa. Advirtió que ya no quedaba sedal en el carrete, y pensó: «Ahora es cuando pierdo esta batalla.»

Entonces, para su sorpresa, el pez volvió la cabeza a pesar de todo.

Ella vio un geiser elevarse a lo lejos cuando el tarpón se lanzó hacia el cielo, para cernerse en el aire, retorciéndose al sol, antes de caer al agua con gran estrépito.

Susan se oyó a sí misma proferir un grito, pero esta vez no de sorpresa, sino de admiración.

El tarpón siguió saltando, girando y dando volteretas, agitando la cabeza adelante y atrás mientras se debatía en el extremo del sedal.

Por un momento ella se dio el lujo de narcotizarse con la esperanza, pero luego, casi con la misma rapidez, desechó esta idea. Aun así, comprendió algo: «Es un pez fuerte, y en realidad yo no tenía derecho a mantenerlo cautivo ni siquiera durante este rato.» Se inclinó hacia atrás, tirando de la caña para intentar recuperar algo de sedal, rezando por que el pez no se precipitase de nuevo hacia delante, pues eso pondría fin a la lucha.

No fue consciente de cuánto tiempo permanecieron los dos enzarzados en ese forcejeo: la mujer desnuda en la cubierta de la embarcación, gruñendo por el esfuerzo, el pez plateado emergiendo una y otra vez entre grandes columnas de agua. Ella luchaba como si los dos estuvieran solos en el mundo, resistiendo cada tirón distante del pez hasta que los músculos de los brazos le dolían de forma casi insoportable y temió que le diera un calambre en la mano. El sudor le picaba en los ojos; se preguntó si habrían transcurrido quince minutos, luego recapacitó y se dijo que no, que había pasado una hora, o quizá dos. Después, al borde del agotamiento, intentó persuadirse de que no podía ser tanto rato.

Con un sonoro quejido, continuó batallando.

Notó que un estremecimiento recorría todo el sedal y el cuerpo de la caña, y a lo lejos divisó de nuevo al pez plateado, que saltaba rodeado de un manto de agua blanca. Luego, curiosamente, percibió cierta laxitud, y la caña, que estaba curvada en una C trémula, se enderezó de golpe. Susan profirió un grito ahogado.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Se ha ido!

Entonces, casi en el mismo segundo, se dio cuenta: no.

Y se alarmó: «Viene hacia mí a todo trapo.»

La mano izquierda que tenía sobre el carrete estaba rígida a causa de los calambres. La golpeó tres veces contra su muslo, intentando doblarla, y acto seguido se puso a recoger frenéticamente el sedal. Enrolló cincuenta metros, cien. Alzó la cabeza y, al ver al pez acercarse con rapidez, continuó dando vueltas a la bobina desesperadamente.

El animal se encontraba a unos setenta y cinco metros cuando vislumbró por fin una segunda figura que lo perseguía. En ese instante entendió por qué el pez había emprendido esa carrera de vuelta hacia la lancha. Notó una terrible sensación de quietud en su interior mientras medía a ojo aquella enorme mancha oscura en el agua, el doble de grande que su tarpón. Era como si alguien hubiese arrojado tinta negra sobre el paisaje perfecto de algún viejo maestro de la pintura.

El tarpón, presa del pánico, se elevó de nuevo en el aire y se recortó contra el cielo, quizás a dos metros por encima del azul ideal del agua.

Ella dejó de devanar el sedal y se quedó mirando, paralizada.

La figura ganaba terreno inexorablemente, de modo que durante un segundo el plateado prístino del pez pareció fundirse con el negror del pez martillo. Se produjo otra explosión en la superficie, otra masa de agua se elevó en el aire, seguida de una espuma blanca, según alcanzó a ver ella, teñida de rojo.

Bajó la caña, y el hilo quedó colgando del extremo.

El agua continuaba hirviendo, como una cacerola puesta al fuego. Después, casi con la misma celeridad, se apaciguó, como una balsa de aceite sobre la superficie. Se colocó la mano en la frente a modo de visera, pero apenas logró entrever la figura negra, que volvía a las profundidades, difuminándose hasta desaparecer como un pensamiento perverso en medio de un jolgorio. Susan se quedó de pie sobre la proa, respirando agitadamente. Tenía la sensación de haber presenciado un asesinato.

Luego, despacio, acometió la tarea de recoger el sedal. Notaba un peso en el otro extremo, que arrastraba por el agua, y sabía con qué se iba a encontrar. El pez martillo le había cercenado el cuerpo al tarpón unos treinta centímetros por debajo de la cabeza, que seguía enganchada al anzuelo. Izó el macabro trofeo. Se agachó sobre el costado de la embarcación con la intención de desprender el anzuelo, aún clavado en la resistente mandíbula del pez muerto. Sin embargo, no soportaba la idea de tocarlo. En cambio, retrocedió hasta el tablero de mandos y encontró un cuchillo de pesca, con el que cortó la parte más fina del hilo. Por un instante, vio la cabeza y el torso del tarpón descender hacia el fondo hasta perderse de vista.

—Lo siento, pez —dijo en alto—. De no haber sido por mi ambición, seguirías vivo. No tenía derecho a atraparte ni a agotarte. Para empezar, ni siquiera tenía derecho a luchar contigo. ¿Por qué simplemente no has escupido el maldito anzuelo, como te convenía, o roto el sedal? Eras lo bastante fuerte. ¿Por qué no has hecho lo que sabías que debías, en vez de convertirte en una presa? Yo te he ayudado, y lamento sinceramente, pez, haber ocasionado que te devorasen. Ha sido culpa mía; tú no lo merecías.

«No tengo suerte —pensó—. Nunca la he tenido.»

De prono Susan tuvo miedo, y con un gemido ahuyentó la visión de su madre medio devorada también. Sacudió la cabeza con fuerza y respiró hondo. Súbitamente avergonzada por su desnudez, se irguió y escrutó el horizonte desierto, temerosa de que hubiese alguien allá, a lo lejos, observándola a través de prismáticos de gran aumento. Se dijo que eso era absurdo, que el sol, el cansancio y el desenlace de la batalla habían conspirado para alterarla. Aun así, se agachó sobre cubierta para recoger el mono que había lanzado a un rincón de una patada y se lo llevó al pecho, mientras paseaba la mirada por la inmensidad del mar. «Siempre hay tiburones —pensó— ahí fuera, donde no puedes verlos, y se sienten inevitablemente atraídos por las señales de lucha desesperada. Perciben cuándo un pez está herido y exhausto, sin fuerzas para eludirlos o combatirlos. Es entonces cuando emergen de las oscuras profundidades y atacan. Cuando están seguros del éxito.»

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