Read Juegos de ingenio Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (37 page)

Jeffrey sonrió, pero por dentro sintió náuseas.

—Gilbert D. Wray. Si uno lo dice con un ligero toque afrancesado, se parece a Gilíes de Rais, ¿no?

—¿Y ése quién es? —preguntó Bundy.

—Un personaje histórico interesante —contestó Jeffrey.

—¿Ah, sí? —dijo Manson.

—Y Joan D. Archer. Los hijos llamados Henry y Charles. Y vinieron aquí de Nueva Orleáns. Qué obvio. Tendría que haberme dado cuenta en el acto. Pero qué idiota soy.

—¿Haberse dado cuenta de qué?

—Gilíes de Rais fue una figura importante en la Francia del siglo XIII. Se convirtió en un famoso caudillo militar en la lucha contra los invasores ingleses. Fue, según nos dice la historia, mariscal y uno de los más fervientes seguidores de Juana de Arco. Santa Juana, también conocida como la Doncella de Orleáns. ¿Y las facciones enfrentadas? Como dos niños enrabietados, Enrique de Inglaterra y el delfín, Carlos de Francia.

Una vez más, todos callaron en la habitación por un momento.

—Pero ¿eso qué tiene que ver…? —empezó Starkweather.

—Gilíes de Rais —lo interrumpió Jeffrey—, además de un militar excepcionalmente brillante y, un noble adinerado, fue también uno de los más terribles y prolíficos infanticidas que se han conocido. Se creía que había asesinado a más de cuatrocientos niños en ritos sexuales sádicos dentro de las murallas de su propiedad, antes de que lo descubriesen y finalmente lo decapitasen. Era un hombre enigmático. Un príncipe del mal, que luchó con devoción y un valor inmenso como mano derecha de una santa.

—Cielo santo —se admiró Bundy—. Acojonante.

—Gilíes de Rais desde luego lo era —comentó Jeffrey en voz baja—, aunque seguramente presentó un dilema fascinante a las autoridades competentes del más allá. ¿Qué se hace exactamente con un hombre así? Tal vez cada siglo o así le den un día libre del tormento eterno. ¿Es ésa recompensa suficiente para un hombre que en más de una ocasión le salvó la vida a una santa?

Nadie respondió a su pregunta.

—Bueno, ¿y qué le sugiere que el sujeto haya utilizado ese nombre? —quiso saber Starkweather, enfadado.

Jeffrey no contestó al momento. Había descubierto que disfrutaba con el desasosiego del político.

—Creo que a nuestro objetivo, es decir, a mi padre… bueno, le interesan las cuestiones morales y filosóficas relacionadas con el bien y el mal absolutos.

Starkweather se quedó mirando a Jeffrey con una rabia considerable derivada de la frustración, pero no dijo nada. Jeffrey, sin embargo, rellenó esa pausa momentánea.

—Y a mí también —añadió.

Durante unos segundos, Jeffrey pensó que su aseveración marcaría el final de la sesión. Manson había bajado la barbilla hacia el pecho y parecía estar sumido en profundas reflexiones, aunque continuaba acariciándose la palma con la hoja del abrecartas. De pronto, el director de seguridad plantó el arma sobre el escritorio, que dio un chasquido como la detonación de una pistola de pequeño calibre.

—Creo que me gustaría hablar con el profesor a solas durante un rato —dijo.

Bundy hizo ademán de protestar, pero enseguida cambió de idea.

—Como quiera —dijo Starkweather—. Nos pondrá al corriente de nuevo dentro de unos días, como máximo una semana, ¿de acuerdo, profesor? —Esta última frase encerraba tanto una orden como una pregunta.

—Cuando quieran —dijo Jeffrey.

Starkweather se puso de pie e hizo un gesto a Bundy, que se levantó con dificultad del acolchado sofá y salió en pos del hombre de la oficina del gobernador por la puerta lateral.

El agente Martin también se había levantado.

—¿Quiere que yo me quede o que me vaya? —preguntó.

Manson apuntó a la puerta.

—Esto no nos llevará más de unos minutos —dijo.

Martin asintió con la cabeza.

—Esperaré justo al otro lado de la puerta.

—Me parece muy bien.

El director aguardó a que el agente saliese para proseguir en voz baja sin inflexiones:

—Me preocupan algunas de las cosas que dice, profesor, pero sobre todo lo que da a entender de forma implícita.

—¿En qué sentido, señor Manson?

El director se levantó de su asiento tras el escritorio y se acercó a la ventana.

—No tengo suficiente vista —comentó—. No es exactamente lo que quisiera, y eso siempre me ha molestado.

—Perdón, ¿cómo dice?

—La vista —repitió, señalando la ventana con un gesto del brazo derecho—. Abarca las montañas que están al oeste. Es un paisaje bonito, pero creo que preferiría tener vistas a construcciones, o a edificios en obras. Acerqúese, profesor.

Jeffrey se puso de pie, rodeó el escritorio y se colocó al lado de Manson. El director parecía más bajo visto de cerca.

—Es muy hermoso, ¿no? Una vista panorámica. De postal, ¿no?

—Estoy de acuerdo.

—Es el pasado. Es antiguo. Prehistórico. Desde aquí se divisan árboles que datan de hace siglos, formaciones que se originaron hace millones de años. En algunos de aquellos bosques hay lugares que el hombre nunca ha pisado. Desde donde me encuentro, puedo mirar hacia fuera y contemplar la naturaleza casi como era cuando las primeras personas cruzaron el continente pasando muchas penalidades.

—Sí, eso veo.

El director dio unos golpéenos en el cristal.

—Lo que ve es el pasado, también es el futuro.

Apartó la mirada, le indicó por señas a Jeffrey que volviese a ocupar su asiento y se sentó a su vez.

—¿Cree usted, profesor, que Estados Unidos ha perdido un poco el norte, que los consabidos ideales de nuestros antepasados se han desgastado? ¿Desvanecido? ¿Olvidado?

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.

—Es una opinión cada vez más generalizada.

—Allí donde usted vive, en la América que se desintegra, reina la violencia. Se ha perdido el respeto, el espíritu familiar. Nadie aprecia la grandeza que tuvimos, ni la que podemos alcanzar, ¿verdad?

—Se enseña. Forma parte de la historia.

—Ah, pero enseñarla y vivirla son cosas muy distintas, ¿no?

—Desde luego.

—Profesor, ¿cuál cree que es la razón de ser del estado número cincuenta y uno?

Jeffrey no respondió.

—En otro tiempo, Estados Unidos fue una tierra de aventura. Rebosaba seguridad y esperanza. América era un lugar para soñadores y visionarios. Eso se acabó.

—Muchos estarían de acuerdo con usted.

—Así que, la cuestión, para aquellos que esperan que nuestros siglos tercero y cuarto de existencia sean tan grandiosos como los dos primeros, es cómo recuperar ese orgullo nacional.

—El Destino Manifiesto.

—Exacto. No he vuelto a oír esa expresión desde mis tiempos de estudiante, pero es precisamente lo que necesitamos. Lo que debemos restituir. Al fin y al cabo, ya no se puede importar, como hicimos en otras épocas, acogiendo a las mejores mentes del mundo en este crisol inmenso que es nuestro país. Ya no se puede inculcar una sensación de grandeza concediendo más libertades a las personas, porque es algo que se ha intentado y lo único que se ha conseguido con ello es una mayor desintegración. En un par de ocasiones conseguimos avivar la esperanza y la gloria, así como un sentimiento de destino y unidad nacionales participando en una guerra mundial, pero eso ya no es factible porque hoy en día las armas son demasiado potentes e impersonales. En la Segunda Guerra Mundial combatieron individuos dispuestos a sacrificarse por unos ideales. Eso ya no es posible ahora que el armamento moderno permite que los conflictos sean antisépticos, robóticos, que las batallas las libren ordenadores y técnicos a distancia, teledirigiendo dispositivos que surcan los cielos. Así pues, ¿qué nos queda?

—No lo sé.

—Nos queda fe en una sola cosa, y todos aquí, en el estado número cincuenta y uno, nos consagramos por entero a hacerla realidad. Es la fe en que la gente redescubrirá sus valores, el espíritu de sacrificio y de superación, y volverán a ser pioneros, si se les da una tierra tan virgen y prometedora como lo fue este país en otro tiempo. —Manson se inclinó hacia delante en su asiento, con las manos abiertas—. No deben tener miedo, profesor. El miedo da al traste con todo. Hace doscientos años, la gente que se encontraba donde estamos nosotros, contemplando esas mismas montañas y esos mismos paisajes, sabía afrontar los desafíos y las dificultades. Y superó el miedo a lo desconocido.

—Cierto —dijo Jeffrey.

—El reto hoy en día es superar el miedo a lo conocido. —Manson hizo una pausa, reclinándose en su asiento—. Así pues, ése es el ideal en el que se basa nuestro estado: el de un mundo dentro del mundo. Un país dentro de un país. Fabricamos oportunidades y seguridad. Ofrecemos de nuevo lo que en otra época se daba por sentado en este país. ¿Y sabe qué ocurrirá después?

Jeffrey sacudió la cabeza.

—Se propagará. Hacia el exterior. A paso constante, inexorable.

—¿Qué me está diciendo?

—Le estoy diciendo que lo que tenemos aquí se impondrá lento pero seguro en el resto del país. Quizás hayan de sucederse varias generaciones para que el proceso se complete, como en el pasado, pero al final nuestro estilo de vida acabará con el horror y la depravación que conocen quienes viven fuera de este estado. Ya están surgiendo comunidades justo al otro lado de nuestras fronteras que empiezan a adoptar algunas de nuestras leyes y principios.

—¿Qué leyes y principios?

Manson se encogió de hombros.

—Ya conoce muchos de ellos. Restringimos algunos de los derechos que establece la Primera Enmienda. Se respeta la libertad de culto. La libertad de expresión… bueno, no tanto. ¿Y la prensa? Nos pertenece. Limitamos algunos de los derechos reconocidos por la Cuarta Enmienda; ya no se puede cometer un delito y comprar la libertad por medio de algún abogado astuto. ¿Y sabe qué, profesor?

—¿Qué?

—La gente renuncia a ello sin rechistar. La gente está dispuesta a ceder su derecho a la libertad a cambio del sueño sin garantías de un mundo donde no tengan que cerrar con llave la puerta de su casa cuando se van a dormir. Y los que estamos aquí apostamos a que hay muchos más como nosotros fuera de nuestras fronteras, y a que nuestro sistema se extenderá poco a poco por todo el país.

—¿Como una infección?

—Más bien como un despertar. Un país arrancado de un largo sopor. Nosotros simplemente nos hemos levantado un poco más temprano que los demás.

—Hace que parezca algo atractivo.

—Lo es, profesor. Permítame preguntarle: ¿cuándo ha apelado usted, en persona, a alguna de esas garantías constitucionales? ¿Cuándo ha pensado: «Ha llegado el momento de ejercer los derechos que me otorga la Primera Enmienda»?

—No recuerdo haberlo hecho nunca. Pero no estoy seguro de que no los quiera, en caso de que algún día los necesite. Tengo mis dudas acerca de renunciar a las libertades fundamentales…

—Pero si esas mismas libertades le esclavizan, ¿no estaría mejor sin ellas?

—Es una pregunta complicada.

—Pero si la gente ya está accediendo a vivir encarcelada. Reside en comunidades amuralladas. Contrata servicios de seguridad. Va por ahí armada. La sociedad es poco más que una serie de vallas y cárceles. Para cerrar el paso al mal, uno tiene que recluirse. ¿Eso es libertad, profesor? Las cosas no funcionan así aquí. De hecho, ¿sabía, profesor, que somos el único estado del país con leyes eficaces de control de armas? Aquí ningún supuesto cazador posee un rifle de asalto. ¿Sabía que la Asociación Nacional del Rifle y su viejo grupo de presión en Washington nos detestan?

—No.

—¿Lo ve? Cuando le digo que hemos derogado derechos constitucionales, usted me toma automáticamente por un conservador de derechas. Al contrario. No necesito adherirme a ninguna tendencia política porque puedo buscar las soluciones desde cualquier extremo del espectro político. Aquí en el estado cincuenta y uno, la Segunda Enmienda de la Constitución se interpreta literalmente y no como algún miembro de un
lobby
con los bolsillos llenos se empeña en interpretarla, pese a que todo indique lo contrario. Y podría seguir hablándole de esto, profesor. Por ejemplo, en el estado número cincuenta y uno no hay leyes que restrinjan los derechos reproductivos de la mujer. Pero es un tema muy polémico. Por consiguiente, el estado regula el aborto. Establecemos directrices. Directrices razonables. De este modo, no sólo evitamos que el debate sobrepase los límites de esta cuestión, sino que protegemos a los médicos que prestan este servicio.

—Veo que también es usted filósofo, señor Manson.

—No, soy pragmático, profesor. Y creo que el futuro está de mi parte.

—Quizá tenga razón.

Manson sonrió.

—¿Ahora entiende la amenaza que supone su padre, el asesino?

—Empiezo a hacerme una idea —respondió Jeffrey.

—Lo que está consiguiendo es sencillo: aprovecha los fundamentos mismos del estado para hacer el mal. Se burla de todo aquello en lo que creemos. Nos hace quedar como hipócritas incompetentes. No sólo atenta contra esas adolescentes, sino contra la esencia de nuestras ideas. Nos utiliza para perjudicarnos a nosotros mismos. Es como levantarse una mañana y descubrir un tumor canceroso en los pulmones del estado.

—¿Cree que un solo hombre puede representar un peligro tan grande?

—Ah, profesor, no lo creo: estoy seguro. La historia nos enseña que es posible. Y su padre, el otrora historiador, lo sabe. Un hombre, actuando sin ayuda de nadie, con una visión única y retorcida, y la dedicación necesaria para materializarla, puede ocasionar la caída de un gran imperio. Ha habido muchos asesinos solitarios a lo largo de la historia, profesor, que han logrado cambiar el curso de los acontecimientos. Nuestra propia historia está llena de Booths y Oswalds y Sirhan Sirhans cuyos disparos han matado ideales, además de hombres. Debemos impedir que su padre se convierta en uno de esos asesinos. Si no lo detenemos, asesinará nuestro proyecto. Él solo. Hasta ahora, hemos tenido suerte. Hemos conseguido acallar la verdad sobre sus actividades…

—¿Y aquello de «la verdad os hará libres»?

Manson sonrió y negó con la cabeza.

—Ése es un concepto pintoresco y anticuado. La verdad no trae consigo más que sufrimiento.

—¿Por eso está tan controlada aquí?

—Por supuesto. Pero no en aras de un ideal orwelliano consistente en proporcionar información falsa a las masas. Nosotros somos… bueno, selectivos. Y, por supuesto, no deja de haber rumores. Pueden ser peores que cualquier verdad. Hasta ahora, parece que hemos conseguido evitar que se hable sobre las actividades de su padre. Esta situación no durará, ni siquiera aquí, donde el estado guarda sus secretos más eficientemente que las autoridades del resto del país. Pero, como le he dicho, soy pragmático. El único secreto que está verdaderamente a salvo es el que está muerto y enterrado. El que ha pasado a la historia.

Other books

Splinter the Silence by Val McDermid
Aces by Alanson, Craig
Reverie (Hollow Hearts Book 1) by Christina Yother
Nothing but Trouble by Allegra Gray
The Killing of Worlds by Scott Westerfeld
Negotiating Skills by Laurel Cremant
The Bishop's Pawn by Don Gutteridge
Weapon of Flesh by Chris A. Jackson
Home From The Sea by Keegan, Mel
01 Amazon Adventure by Willard Price


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024