—¡Alcemos las copas y brindemos a la salud de lord y lady Morgan! —había exclamado Abercorn ante la sorpresa de todos los presentes, testigos accidentales de la feliz noticia, que pasaron por alto el pequeño detalle de que el nuevo lord no había llevado a cabo ninguna hazaña que lo hiciera merecedor de semejante título.
Todavía se le adivinaba el susto a la pequeña Glorvina, algo más pálida de lo habitual y un poco temblorosa, consciente de haber sido empujada al abismo por la oronda marquesa y sus artes de persuasión.
La idea del noviazgo había sido de ella, de lady Abercorn. En cuanto se encariñó con Sydney, empezó a temer que un día la abandonara para regresar a Dublín. Las veladas frente a la chimenea ya no tendrían sentido sin sus fábulas de duendes y hadas, ni las sobremesas sin el sonido de su arpa, ni las noches sin su voz de niña melancólica, y no se le ocurrió otra cosa que encontrarle un motivo que la anclara con fuerza a su nueva tierra. Se figuró el placer de matar dos pájaros de un tiro si lograba el objetivo increíble de unir a sus dos consentidos bajo el mismo techo —el de su mansión desangelada de Baron's Court— y se propuso un objetivo tan difícil como tentador: que la señorita Sydney Owenson accediera a casarse con el señor Charles Morgan.
El doctor Morgan llevaba varios años a su servicio. No sólo había logrado mantener bajo control la desgracia del reuma de su esposo, sino que además la había curado a ella del peor de los males —el aburrimiento mortal— gracias a su paciente escucha y a su encantadora charla. Lo mismo sabía de aves que de plantas, de poetas viejos que de jóvenes transgresores, de filósofos clásicos, de políticos modernos, de científicos locos que de teólogos impíos, y para todo tenía remedio. Para cada dolor, una raíz milagrosa; para cada duda, un buen consejo; para cada ruina, una solución honrosa. Charles Morgan se había convertido en una persona tan imprescindible para lady Abercorn que la sola idea de perderle le provocaba unas terribles crisis de ansiedad.
Su campaña, de lo más napoleónica, comenzó con la maniobra envolvente de despertarles la curiosidad y picarles el ego: «El doctor Morgan es perfecto. La señorita Owenson es bellísima. El no soporta a las mujeres inteligentes. Ella tiene centenares de pretendientes. Él no se casará jamás con una irlandesa. Ella no aceptaría nunca el cortejo de alguien como usted, doctor Morgan, tan inglés».
Tanto se esforzó la dama que a punto estuvo de echarlo todo a perder. Según contaba años después con mucha gracia, abanicándose para evitar un sofoco fingido, les inoculó tanto veneno en el cuerpo que cuando el ayuda de cámara anunció a la joven irlandesa una mañana en la que el doctor Morgan le estaba tomando el pulso a su paciente en el gabinete, al pobre muchacho le entró tal ataque de pánico que saltó por la ventana, ya que no encontró otro modo de escapar al temido encuentro y, al caer desde semejante altura, se rompió el dedo gordo del pie derecho.
—Anduvo cojeando durante semanas —relataba la marquesa entre hipos y carcajadas.
Por su parte, la brava Glorvina se ofendió tanto con la huida del médico ventana abajo que se juró solemnemente no dirigirle jamás la palabra a tamaño patán inglés.
Es que era altanera y orgullosa la hija de Robert Owenson, como buena irlandesa, todo lo contrario que el doctor Morgan —discreto, sereno, paciente y conciliador—. En realidad, eran tal para cual, pero sólo el paso del tiempo y la insistencia de lady Abercorn llegarían a demostrarlo.
Después de más de un mes de desencuentros, de miradas furtivas, de esconderse el uno del otro tras los arbustos del jardín, al fin una tarde de lluvia se encontraron frente a frente sin escapatoria. El doctor Morgan le ofreció cobijo bajo su capa de lana y a Sydney aquel refugio le pareció el más confortable de los palacios. Se prometieron amor eterno bajo los rayos y los truenos, pero luego escampó y a ella se le quedaron los pies fríos.
Entonces fue cuando, con la excusa de la mala salud de su padre, puso tierra de por medio. Regresó a Dublín, a las fiestas, a los bailes, a las tarjetas de visita, a los coches de caballos, a la libertad de su soltería peligrosa, a las listas de los pros y los contras de su hermana Olivia, a los consejos bienintencionados del señor Owenson, a las sopillas de la dulce y servicial Molly, a las verdes colinas y las viejas canciones.
No era frecuente en la sociedad de entonces que una mujer demostrara su valía con tanta desfachatez como la joven Owenson. La independencia no era un valor en alza, pero sí el matrimonio, y cuanto más provechoso, mejor. A Sydney le fastidiaba comprobar lo rápido que se habían acomodado sus amigas a la vida de casadas. Hasta la más ingeniosa de sus compañeras de juegos se había transformado de la noche a la mañana en la más insulsa ama de casa. Sus conversaciones, antes sobre héroes y villanos, hazañas, intrigas, poemas y amores prohibidos, versaban ahora sobre telas y suflés, pañales y papillas. Si eso era el matrimonio, no había sido inventado para ella.
Estuvo a punto de no volver.
Tuvo que recorrerse Morgan medio mundo —o eso le pareció a él— para lograr arrancarla de sus raíces y llevársela de regreso a Baron's Court.
Los Abercorn los recibieron con los brazos abiertos; con el capellán vestido de ceremonia, la licencia de matrimonio en regla, los anillos comprados, el título de lord concedido, la casa engalanada, el mejor vino, la mejor orquesta de cámara y Sydney no supo negarse.
—Hubiera querido que mi padre y mi hermana estuvieran hoy conmigo —dijo tímidamente.
—Pues no están —respondió lord Morgan, haciendo uso por fin de su nueva autoridad.
Lo que vino a continuación, esa especie de pozo de sensaciones en el que se sumergieron ambos tras la bendición eclesiástica, dejó una huella tan confusa en la mente de Sydney que todas las escenas que se sucedieron bajo las sábanas le parecían formar parte de un solo pecado. Uno solo, sí, pero muy gordo.
—Yo creo que debería confesarme de esto, Charles —le dijo a su marido en cierto momento de la noche de bodas.
—Ni se te ocurra, Glorvina. Donde hay amor no hay culpa —le respondió él con tanta seguridad que Sydney volvió a pecar al instante siguiente.
Partieron rumbo a Italia el 11 de mayo de 1812, veinticuatro horas después de su boda, en un carruaje dispuesto por los marqueses de Abercorn. Emprendieron el viaje escoltados durante varios kilómetros por cuatro jóvenes caballeros de la casa que los acompañaron a galope tendido hasta más allá de sus extensas propiedades. Durmieron en Londres, tomaron un barco, cruzaron el canal, hicieron noche en Chambery, atravesaron los Alpes cubiertos de nieve, llegaron a Turin y desde allí viajaron a Milán, escala anterior a su destino final en la romántica Venecia.
Repartieron sus cartas de presentación rubricadas por los Abercorn y de este modo encontraron abiertas de par en par las puertas de los más selectos palacios de la ciudad.
Sydney parecía estar viviendo un sueño. Se movía por los salones milaneses como una pluma ligera a la que el viento mece en lugar de empujar. Trababa amistad con todos aquellos condes y marqueses con una naturalidad asombrosa; igual que si hubiera nacido sólo para ser lady. Reía, bailaba, conversaba y cantaba, y todos le hacían corro porque no había nadie tan divertido como la joven y alocada irlandesa.
Qué diferente de su marido, el pacífico doctor Morgan de los ojos sombríos, que prefería los rincones apartados y las charlas pausadas. Cómo eran el uno el contrapunto del otro: ella ardiendo, él templando; ella imponiendo, él matizando; ella trasnochando, él quedándose dormido en cualquier butaca, aguardando paciente a que su mujer tomara por fin la decisión de volver a casa.
—Deja usted las riendas muy sueltas —le reprochó una noche el conde de Pallavicini, que llevaba un par de copas más de la cuenta.
—Para domar a un potro salvaje primero hay que lograr ponérselas —respondió Charles sin inmutarse.
Era listo lord Morgan y había comprendido que a Sydney había que ganársela poquito a poco. Hoy una miga de pan en el balcón, mañana en la ventana, pasado mañana en el alféizar, hasta conseguir encerrarla dentro de la jaula.
Fue precisamente en Milán, en una de aquellas reuniones de alta alcurnia, donde trabaron amistad con el marqués de Confalonieri, y su comadrilla de conspiradores: Visconti y Porro.
Federico Confalonieri era un hombre de mediana edad y medianas hechuras; vestía de rojo y dorado y se tocaba con una peluca blanca algo pasada de moda. Visconti era hablador, gesticulador y bebedor; tres elementos infalibles para ganarse la simpatía de Sydney y el recelo de Charles. Porro, el más encorsetado de los tres, alto, flaco y de nariz aguileña, era también el más poderoso y el más regio.
Estos nobles milaneses les hablaron con tanta pasión del lago de Como que el brillo del sol en las crestas de sus olitas se le metió a Sydney entre ceja y ceja y el pobre Charles, que había soñado toda su vida con visitar Venecia, se quedó sin conocer una de las más alabadas maravillas del mundo, tales fueron las dotes de persuasión de su mujer.
—Vayan a Como —les convenció Confalonieri entre copa y copa de un vino tinto de la comarca—. ¿Qué se le ha perdido a usted en la decadente Venecia, lord Charles?
He de decirle, muy a mi pesar, que tras el saqueo al que la han sometido los franceses ya no queda nada de interés en toda la ciudad aparte de las famosas góndolas, y créame, amigo mío, que vista una góndola, vistas todas —afirmaba—. Y usted, lady Morgan, ¿qué otro motivo si no es el de agradar a su esposo, y compruebo que su sola presencia es más que suficiente para eso, no hay más que ver el arrobo con el que la mira, la habría de llevar hasta una tierra que no es tierra sino agua, sobre la que tanto se ha publicado ya y tan diverso, desde Petrarca y Marco Polo, Shakespeare y Goethe, hasta la dudosa aportación de nuestros Da Ponte y Casanova, o el inquietante Byron, su compatriota, que de continuar por el camino que ha emprendido en la literatura del espanto terminará por convertir nuestra cloaca del vicio en su más querido hogar? No es ya nuestra Venecia más que el reflejo de aquellas Sodoma y Gomorra y, como tales, ha caído en deshonra. Meretrices, borrachos, vampiros y brujas deambulan por sus canales; no es lugar para una dama. En cambio, el lago, con sus nobles villas y sus gentes de bien, parece hecho a su medida y, además, esconde grandes secretos y viejas historias que nadie ha escrito todavía.
La irlandesa era una liberal convencida y así se lo hizo saber en la corta charla que mantuvieron sobre la identidad de los pueblos sometidos. Sydney había estudiado en profundidad los mitos y leyendas celtas de tradición oral, con sus hadas y trasgos, sus duendes y brujas. Se sabía de memoria un montón de poemas y canciones antiguas que hablaban de mujeres esqueleto o de mujeres con piel de foca. Le interesaba lo esotérico y lo fantástico. Le preguntó a Confalonieri por las supersticiones italianas y éste le habló de las aguane, las ianaras, la
fata
Morgana y el
besadonna
. También le contó que, en cierta aldea cercana a Como, sucedía cada noche que una mujer vestida de blanco se lanzaba al lago desde una ventana de Villa Pizzo, las manos y los pies atados con cuerdas, para vengar la muerte de su esposo.
De este modo a Sydney se le fue llenando la cabeza con imágenes brumosas de fantasmas y aparecidos y Confalonieri, sin pretenderlo, decidió el destino de su luna de miel.
Lady Morgan sucumbió al hechizo de sus palabras y aquella noche, bajo las sábanas de una cama con dosel, sedujo a su esposo con malas artes para que en lugar de Venecia la llevara a Como, y él, pobre hombre, a punto de estallar de amor, sus sentidos aturdidos y su voluntad cegada por el deseo, comprendió que a partir de entonces tomaría sólo aquellas decisiones que Sydney le permitiera.
CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE
Milán, 25 de junio de 1812
Querida Olivia:
Después de nuestra agotadora estancia en Milán, atosigados por la hospitalidad de los Confalonieri, que no nos han dejado a solas ni un instante, Charles ha cambiado de idea con respecto a ir a Venecia. Personalmente, celebro su decisión ya que, al parecer, la vieja capital del Véneto no es ya la ciudad romántica de la que hablaba lady M. W. Montague en sus cartas, sino una especie de ciénaga por la que se pasean todos los vicios.
En su lugar hemos aceptado la amable invitación del conde de Sommariva, propietario de dos de las más hermosas villas que existen a las orillas del lago de Como.
Tiene este conde fama de político sin escrúpulos, corrupto y ambicioso, si bien dicha información procede de las fauces lenguaraces de Confalonieri, a las que hay que dar el justo crédito. En cuanto nos vio hablando con Sommariva, nos llevó a un rincón del salón para advertirnos con grandes aspavientos. Nos dijo que sabía de muy buena tinta que el conde andaba buscando el modo de vender su alma al diablo a cambio de arrebatarle al duque de Melzi el cargo de vicepresidente de la República, pero que, de momento, en Italia, la francmasonería es cosa de pocos y cobardes y que se esconden muy bien.
Mientras confabulábamos en su contra, Gian Battista Sommariva se paseaba por el salón con la peluca impoluta y una chaqueta de seda azul celeste confeccionada en sus propios talleres de Milán. Unos pasos por detrás lo seguía su esposa, Giuseppina Verga, con cara de susto. Acaban de perder a su hijo mayor combatiendo en España del lado de las tropas napoleónicas y esa muerte prematura ha hecho mella en el ánimo de la madre y la ha convencido de la insensatez de una lucha que, tal y como piensan muchos italianos, no debería ser cosa suya.
Según Confalonieri, Sommariva se compró Villa Clerici sólo para irritar a Melzi, su archienemigo. Ahora la situación es pintoresca. Cada uno tiene su mansión a un lado del lago y es tal su lucha de poder que si uno adquiere un retrato, el otro se compra tres, y si uno se construye un mirador, el otro levanta uno más grande. Y si uno planta azaleas, el otro rododendros, y si uno invita al ministro de la Guerra, el otro manda llamar al virrey Beauharnais con cualquier pretexto sólo para proclamarse vencedor en esta batalla de egos.
Sin embargo, esa noche estaban ambos convidados a la misma cena y puedo asegurarte que se comportaron con la mayor cordialidad, como si en vez de odiarse fueran enemigos del alma.
De cualquier modo, las advertencias llegaron demasiado tarde. Charles ya había aceptado el ofrecimiento de Sommariva, que incluía el transporte hasta Como en una berlina de su propiedad y el traslado en barco hasta la villa, que queda a unas veinticinco millas de la ciudad, en la orilla izquierda del lago.
Mañana saldremos temprano hacia allí. No me escribas hasta que no pueda proporcionarte una dirección a la que enviar tus cartas.
Te quiere,
Sydney