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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (3 page)

—Al menos conseguí el libro —se consoló Francesca—. Lo malo es que es bastante difícil. No sé si tú, que eres tan inculta, vas a ser capaz de entenderlo.

Se trataba de un pequeño tomo encuadernado en cuero rojo. Las páginas estaban hechas de un material tan fino que parecía papel de fumar y el título, grabado en mayúsculas doradas sobre la cubierta, era el elemento disuasorio definitivo para los pocos valientes dispuestos a dejarse la vista en la letrilla diminuta y apretujada de sus más de seiscientas páginas sin ilustraciones:
Historia romántica de Lario, un estudio.

—Relata la historia del lago y describe, no se lo digas a nadie, muchos episodios de muertes violentas. Ni te imaginas cuántos esqueletos hay en el fondo. Eso me ha hecho pensar que uno más ni se va a notar.

—Esqueleto más, esqueleto menos… —asintió Claudia.

Con las cabezas muy juntas, tumbadas ambas sobre la cama, fueron descifrando aquellas páginas ajadas por el tiempo y supieron que, en efecto, desde el siglo I antes de Cristo hasta la primera mitad del siglo XX, las muertes violentas, ya fuera por accidente, por catástrofe natural o por causa de la justicia humana, habían sido muy numerosas.

A través de la ventana abierta de su dormitorio vieron pasar los años caminando sobre las aguas. Primero cruzó Plinio el Joven, un muchacho de largos cabellos rizados, a lomos de una yegua castaña, vestido con una túnica blanca ceñida a la cintura y sandalias de cuero.

Al cabo de un rato irrumpió el inquisidor Caraffa, seguido de un numeroso grupo de congregantes del Santo Oficio escoltando a un reo de muerte. La ceremonia de ejecución resultó de una belleza sorprendente. Parecía una romería, aunque menos festiva y más solemne. Llevaron al condenado a remo hasta el centro del lago, donde lo ahogaron despacito, la cabeza bien sujeta por el verdugo, bajo el agua, hasta que sus pulmones se anegaron y la herejía se disolvió entre las algas del fondo. O se quedó allí enredada en los cabellos verdes de las
aguane
, las hadas de los estanques, para desesperación de los habitantes de las orillas, que luego tendrían que enfrentarse a ellas: a sus pies del revés y a sus maleficios.

Por último, cruzaron los novios Renzo Tramaglino y Lucia Mondella, perseguidos a escasos metros por el malvado don Rodrigo, camino de su escondite secreto en Pescarenico, entre las redes puestas a secar y las casitas humildes de los pescadores. Venían abrazados, las vestiduras rasgadas, huyendo de la guerra como de la peste, burlando de milagro a la parca hambrienta, que ya les daba alcance, ya los reclamaba para su reino bajo el mar.

Cuando llegó la hora de comer y el olor de la salsa boloñesa trepó por la pared, Francesca y Claudia, derrotadas, constataron que para cada muerte había una fecha y una explicación. Ningún misterio.

—Nos hemos equivocado de método —dijo Francesca—. No sé cómo hemos podido ser tan tontas, Claudia. Si lo piensas bien, es imposible que encontremos en un libro lo que estamos buscando: un crimen cuyo autor jamás haya sido descubierto y cuya víctima no haya sido vengada. Puesto que nunca se ha demostrado que su desgracia fuera otra cosa diferente a la voluntad de Dios, el destino infalible o la pura mala suerte, a la fuerza ha de haber pasado desapercibido para la historia o la literatura. —Cerró el volumen con rabia y miró a su hermana sin verla—. Los libros no sirven para nada.

Claudia parpadeó, divertida. Empezó a reírse y sus carcajadas fueron como aleteos de cuervo que se confundieron con las campanadas de las dos de la tarde.

—¡Ay, Francesca, estás loca!

—¡Y tú podrida!

Se abrazaron riendo, se revolcaron sobre la cama deshecha, cayeron al suelo y continuaron rodando sobre el entarimado, derribaron la lámpara de pie, la bombilla se rompió en pedazos y se les clavaron los cristales en la piel desnuda de los hombros y los brazos.

—Estas cosas no se escriben: se saben —afirmó Claudia—. Son como las criaturas del
piccolo popolo
: la
fata
Morgana, el
besadonna
, las ianaras y los
folletti
. Viven en secreto, en la oscuridad del bosque, en los murmullos de la gente, en el fuego de las chimeneas. A veces, con sólo mencionar su nombre en voz alta se las puede invocar, y por eso están malditas. No se habla de ellas; jamás aparecen en ningún libro. Pero llevan siglos paseándose por esta tierra, de boca en boca, como los pecados inconfesables o las almas en pena, eternamente errantes y condenadas. —Guardó silencio un instante. Silbó el viento—. Necesitamos un método científico, Franchie. Vayamos paso a paso.

—¿Y por dónde empezamos?

Claudia se puso en pie. Se acercó al balcón y cerró los visillos, que iniciaron un baile muy sensual con su cuerpo de niña mala. Y con su pelo negro, largo hasta la cintura, y con la sangre de sus brazos.

—Parece mentira que seas tan boba —dijo—. Lo primero es encontrar un muerto, ¿no crees? Sin cadáver no hay caso.

—Ni asesino.

—Pues vayamos de visita al cementerio de Laglio. Esta tarde. Vistámonos de negro de los pies a la cabeza. Recojamos flores, hagámonos pasar por plañideras, rebusquemos entre las tumbas a nuestra difunta. No hay mejor lugar para despertar fantasmas que el cementerio.

IV

Aún dormían la siesta Stefano y Margherita bajo el emparrado cuando Francesca, sigilosa, con un velo de funeral y las tijeras de podar escondidas entre los pliegues de la falda negra, salió al jardín por la puerta de atrás. Hacía un calor infernal, las abejas zumbaban somnolientas, el aire permanecía inmóvil, los árboles no daban sombra y los pájaros habían enmudecido —los picos abiertos y los ojos cerrados—, convencidos de estar exhalando el último aliento de sus vidas.

Por la mañana, cuando todos los habitantes de la casa excepto Claudia, y a veces Francesca, retozaban aún entre las sábanas, Margherita salía al jardín. Las niñas la contemplaban escondidas tras las cortinas.

Margherita podaba, regaba, plantaba, arrancaba, acariciaba, besaba y cantaba. Sus flores eran la envidia de todos. Las hortensias crecían inmensas junto al muro y los rosales, caprichosos de formas y colores —algunos rojos, otros blancos, otros amarillos de un tono muy intenso—, trepaban por las paredes de la casa disputándose con la hiedra los mejores puestos. Las azaleas se desbordaban de los tiestos y había pensamientos hasta en verano, y petunias, y margaritas. Miles de margaritas cubrían los parterres como una sábana multicolor, aterciopelada.

—Cuando me muera —solía decir Margherita apoyando la cabeza en el hombro de Stefano—, quiero que me entierres aquí, entre mis flores. Como una más de estas margaritas tan felices.

La veían agacharse, mancharse las manos de tierra. Parecía que estuviera ocultando un tesoro. Siempre había flores frescas en la mesa del desayuno, en los jarrones de cristal de las habitaciones y en la chimenea del salón. Sus flores. En el dormitorio de las niñas.

—¿Ves lo que hago con sus flores? —decía Francesca, pisoteándolas sobre la alfombra.

Pero al día siguiente aparecían de nuevo, más desafiantes y frescas que las del día anterior.

Empezó por las rosas, que tienen el tallo duro, y dejó las hortensias para el final, cuando ya no le quedaran fuerzas para abrir y cerrar las tijeras de podar —las hortensias se arrancaban muy bien sin grandes trabajos—. Salían de la tierra sin oponer resistencia, hartas ya de tanto calor. Las margaritas, por su parte, se troncharon nada más pisarlas. Era divertido dibujar caminillos entre sus pétalos. O tumbarse en el centro del parterre y agitar brazos y piernas de arriba abajo hasta dejar impresa la figura de un ángel precioso, como en la nieve.

Al cabo de media hora, Francesca había formado dos ramos tan grandes que los coches con los que se cruzaron Claudia y ella por la carretera de Laglio redujeron la velocidad para contemplar aquella barbaridad de flores tras las que aparentemente caminaban dos chicas vestidas de negro a las que sólo se les veían los pies.

Habían hecho bien en salir pronto, nada más terminar de comer, porque el cementerio cerraba a las siete. El vigilante las vio acercarse desde la garita y no pudo contener un «
Madonna
!» porque nunca en su vida había visto tantas flores juntas, ni tantas lágrimas, ni tanta tristeza como la que subía por la cuesta.

Saludó a Francesca con familiaridad. La conocía desde que era una niña traviesa a la que regañaba sin mucho convencimiento cada vez que la encontraba saltando de lápida en lápida. Sentía lástima por ella, tan fuera de lugar en ese cementerio árido, de la mano de Paola Cossentino, señora de Ventura, su madre.

—Mira, Franchie —le decía aquella dama que siempre vestía de negro—, aquí están tus abuelitos; allí, tu tía Lorenza; al fondo, tu bisabuela Tiziana; más allá, los tatarabuelos Gian Franco y Andrea…

Pero la niña atendía a medias, más pendiente de las abejas, o de las nubes, o de los veleros que enarbolaban la bandera tricolor camino de algún puerto imaginario donde sólo existía una posibilidad: la de ser feliz.

Los dos ramos inmensos de hortensias, margaritas, azaleas y rosas se internaron en el laberinto de piedra y mármol hasta alcanzar el pequeño mausoleo de la familia, a media ladera de la colina.

—Tú espérame aquí —pidió Francesca a su hermana Claudia—. Ve colocando las flores ahí y ahí. No levantemos sospechas. Yo me encargo del resto.

Se sentó un momento en el suelo, sacó una libreta del bolso y apuntó: «Muertos desde 1800 hasta 1980».

—Oye, Francesca —señaló Claudia, que, desobediente, curioseaba por encima del hombro—. No deberías escribir «muertos», sino «muertas». Te recuerdo que estamos buscando a una mujer. ¡Ah! Y que sea joven. Las viejas se mueren de viejas, no hay ningún misterio en eso. Cuanto más se parezca a Margherita, mejor.

—Tienes razón —rectificó Francesca—. Una mujer. De entre treinta y cuarenta años, rica, presuntuosa, con una vida fácil y una muerte horrible. Ahogada en el lago, a ser posible.

—Ojalá la encuentres rápido, Franchie, aquí hace mucho calor. No me gusta este sitio. Me hace sentir como uno de estos —miró a su alrededor— cadáveres… Huesos, gusanos… Se me pone la carne de gallina.

Francesca se alejó saltando de lápida en lápida; el vigilante se encogió de hombros. Estaban solos. Daba lo mismo.

La tarea no iba a resultar fácil. El cementerio de Laglio estaba construido en vertical, aprovechando la pendiente. Presidía el lugar la monumental pirámide de Joseph Frank erigida en 1842 al más puro estilo egipcio, en la que descansaban los restos mortales de tan ilustre personaje, médico, músico, intelectual, amigo entrañable de Volta, antagonista fiel de Byron, y de Scarpa. Bajo su sombra picuda pasaban la eternidad sus conocidos de entonces, gente elegante llegada de Austria, Suiza y Milán: ricos comerciantes de seda, familias poderosas, aristócratas, oficiales de ejércitos variopintos, damas envueltas en terciopelos y muselinas, con escote amplio y corte imperio, con sus esmeraldas colgándoles aún de las orejas, y sus abanicos, y con sus monóculos ellos, y sus sombreros de copa, dispuestos a levantarse de un brinco de sus agujeros para bailar mil valses al son del piano y del violín.

A cada cual su sitio. El honor para el rico y para el pobre el olvido.

Las diferencias sociales dividían también a los fantasmas de Laglio. De arriba abajo, en riguroso orden económico, la colina se poblaba de mausoleos, criptas, tumbas corrientes, pequeños nichos y, finalmente, en su base más rastrera, fosas comunes, anónimas, en las que los huesos de unos se mezclaban con los de los otros, hasta formar esqueletos de dos cabezas y seis brazos, absurdos y pobres; sobre todo pobres.

Francesca descartó todos los muertos desde la mitad para abajo. Claudia había sido muy estricta en eso: ni viejas, ni pobres, ni mujeres enterradas junto a sus hijos recién nacidos, ni víctimas de la peste, ni de la gripe, ni de la guerra. La cuestión era dar con un misterio, no con una desgracia previsible.

Después de una buena hora de búsqueda la libreta seguía en blanco. El sol calentaba cruel la ropa de luto —el velo, la falda estrecha, la blusa empapada de sudor y los zapatos tan duros, tan rígidos e incómodos—. Le estaban dando ganas de abandonar la investigación.

Se sentó sobre una lápida de mármol. Claudia se acercó sonriente y fresca.

—¡La he visto, Franchie! —dijo excitada—. Es una mujer bastante joven; no creo que pase de los treinta. Está ahí arriba. —Señaló con el dedo hacia un pequeño mausoleo de planta cuadrada y estilo neoclásico—. Recuerdo haber visitado su tumba alguna vez con mamá. Es esa tan bonita; la del angelote de las alas rotas. Se llamaba Sydney, fíjate qué nombre tan divertido.

Claudia arrastró a Francesca a empujones y tirones —«¿por qué te has puesto esos zapatos, tonta?»— hasta que alcanzaron la cima. Desde allí, la vista era fabulosa, el agua del lago cambiaba del verde al azul plomizo, según pasaran o se esfumaran las nubes grises.

—Tenemos que darnos prisa o nos alcanzará la tormenta —observó Francesca cuando ya era demasiado tarde.

Dieron las siete en el reloj de la iglesita gris. El vigilante asomó su cara colorada por detrás del muro de piedra.

—Es la hora. Tengo que cerrar —advirtió—. Además, está empezando a llover. Va a caer una buena con este calor.

Francesca se agachó a toda prisa. Apuntó: «sydney MorGan, 1812», y se santiguó, tal y como había aprendido a hacerlo de niña cuando acompañaba a su madre durante las interminables mañanas tristes en aquellas visitas al cementerio.

Descargó la tormenta, precedida por un viento furioso que retorció las ramas de los árboles, sobre el camino de vuelta a Villa Margherita.

Allí, tras la verja, se representaba un melodrama protagonizado por Stefano, los brazos en jarras, y su bella esposa, arrodillada junto a los parterres destruidos. En lugar de flores, el escenario desolado de los pétalos pisoteados, los tallos cortados, las raíces arrancadas.

—Es una desgracia —repetía Stefano bajo el paraguas, aún sin reparar en los ojos sonrientes de su hija Francesca a sus espaldas.

—Nuestra desgracia —decía Margherita entre sollozos.

Francesca cruzó solemne, empapada por la lluvia y de luto riguroso. Le dedicó un guiño de complicidad a Claudia —al fin y al cabo, la idea del ramo inmenso había sido suya— y atravesó con ella la puerta con la prisa de comenzar por fin la morbosa recreación del asesinato de Sydney Morgan. Una vez en la soledad de su cuarto regresaron a su manual de brujería práctica: aquel libro que recuperaba de repente todo su protagonismo.

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