Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (52 page)

Todo esto se halla relacionado directamente con la retención, por parte de la Tierra, de su atmósfera. Los átomos y las moléculas del aire están volando constantemente como pequeñísimos cohetes. Sus velocidades particulares están sometidas a grandes variaciones, y sólo pueden describirse estadísticamente: por ejemplo, dando la fracción de las moléculas que se mueven a velocidad superior a la fijada, o dando la velocidad media en determinadas condiciones. La fórmula para realizarlo fue elaborada, en 1860, por James Clerk Maxwell y el físico austríaco Ludwig Boltzmann, por lo cual recibe el nombre de «ley de Maxwell-Boltzmann».

La velocidad media de las moléculas de oxígeno en el aire a la temperatura ambiente es de 0,4 km/s. La molécula de hidrógeno, 16 veces menos pesada, suele moverse a una velocidad 4 veces mayor, es decir, 1,6 km/s, ya que, de acuerdo con la citada ley de Maxwell-Boltzmann, la velocidad de una determinada partícula a una temperatura dada es inversamente proporcional a la raíz cuadrada de su peso molecular.

Es importante recordar que se trata sólo de velocidades medias. La mitad de las moléculas van más de prisa que el promedio; un determinado porcentaje de las mismas va dos veces más rápido que el promedio; un menor porcentaje va 3 veces más rápido, etc. De hecho, un escaso porcentaje de las moléculas de hidrógeno y oxígeno de la atmósfera se mueve a velocidades superiores a los 11,26 km/s, o sea, la velocidad de escape.

Estas partículas no pueden escapar en los niveles bajos de la atmósfera, porque aminoran su marcha las colisiones con sus vecinas más lentas; en cambio, en la atmósfera superior son mucho mayores sus probabilidades de escape. Ello se debe, en primer lugar, a que la radiación del Sol, al llegar hasta allí sin traba alguna, estimula a buen número de partículas, que adquieren una enorme energía y grandes velocidades. En segundo lugar, a que la probabilidad de colisiones queda muy reducida en un aire más tenue. Mientras que, en la superficie de la Tierra, una molécula se desplaza, por término medio, sólo unos 0,001 mm, antes de chocar con una molécula vecina, a 104 km de altura, el camino que pueden recorrer sin entrar en colisión es de 10 cm, en tanto que a los 225 km es ya de 1 km. Aquí, el promedio de colisiones sufridas por un átomo o una molécula es sólo de 1/s, frente a las 5.000 millones por segundo a nivel del mar. De este modo, una partícula rápida a 160 km o más de altura, tiene grandes posibilidades de escapar de la Tierra. Si se mueve hacia arriba, se va desplazando por regiones cada vez menos densas y, por tanto, con menores probabilidades de colisión, de modo que, al fin, puede escapar a veces al espacio interplanetario, para no volver nunca más.

En otras palabras: la atmósfera de la Tierra tiene «fugas», aunque por lo general, de las moléculas más ligeras. El oxígeno y el nitrógeno son bastante pesados, por lo cual, sólo una pequeña fracción de las moléculas de este tipo consigue la velocidad de escape. De aquí que no sea mucho el oxígeno y el nitrógeno que ha perdido la Tierra desde su formación. Por su parte, el hidrógeno y el helio llegan fácilmente a la velocidad de escape. Así, no debe sorprendernos que nuestra atmósfera no contenga prácticamente hidrógeno ni helio.

Los planetas de mayor masa, como Júpiter y Saturno, pueden retener bien el hidrógeno y el helio, por lo cual sus atmósferas son más amplias y consistentes y están compuestas, en su mayor parte, por estos elementos, que, a fin de cuentas, son las sustancias más corrientes en el Universo. El hidrógeno, que existe en enormes cantidades, reacciona en seguida con los demás elementos presentes, por lo cual el carbono, el nitrógeno y el oxígeno sólo pueden presentarse en forma de compuestos hidrogenados, es decir, metano (CH
4
), amoníaco (NH
3
) y agua (H
2
O), respectivamente. Aunque en la atmósfera de Júpiter el amoníaco y el metano se hallan presentes a una concentración relativamente mínima de impurezas, logró descubrirlos, en 1931, el astrónomo germanoamericano Rupert Wildt, gracias a que estos compuestos dan en el espectro unas bandas de absorción muy claras, lo cual no ocurre con el helio y el hidrógeno. La presencia de helio e hidrógeno se detectó en 1952 con ayuda de métodos indirectos. Y, naturalmente, las sondas de Júpiter, a partir de 1973, han confirmado esos hallazgos y nos han proporcionado ulteriores detalles.

Moviéndose en dirección opuesta, un planeta pequeño como Marte tiene menos capacidad para retener las moléculas relativamente pesadas, por lo cual, la densidad de su atmósfera equivale a una décima parte de la nuestra. La Luna, con su reducida velocidad de escape, no puede retener una atmósfera propiamente dicha y, por tanto, carece de aire.

La temperatura es un factor tan importante como la gravedad. La ecuación de Maxwell-Boltzmann dice que la velocidad media de las partículas es proporcional a la raíz cuadrada de la temperatura absoluta. Si la Tierra tuviese la temperatura de la superficie del Sol, todos los átomos y moléculas de su atmósfera aumentarían la velocidad de 4 a 5 veces y, en consecuencia, la Tierra no podría retener ya sus moléculas de oxígeno y nitrógeno, del mismo modo que no puede hacerlo con las de hidrógeno y helio.

Así, Mercurio tiene 2,2 veces la gravedad superficial de la Luna y debería hacerlo mejor para conservar una atmósfera. Sin embargo, Mercurio se encuentra considerablemente más caliente que la Luna y ha acabado tan sin aire como ésta.

Marte posee una gravedad superficial sólo levemente mayor que la de Mercurio, pero se halla en extremo más frío que éste, e incluso que la Tierra o la Luna. El que Marte se las apañe para tener una tenue atmósfera es más a causa de su baja temperatura que de su moderadamente elevada gravedad superficial. Los satélites de Júpiter se hallan aún más fríos que Marte, pero poseen asimismo una gravedad superficial del mismo calibre que la de la Luna, y por lo tanto no pueden retener una atmósfera. Titán, el satélite mayor de Saturno, está tan frío, no obstante, que puede conservar una densa atmósfera de nitrógeno. Tal vez Tritón, el satélite mayor de Neptuno, pueda conseguir lo mismo.

La atmósfera original

El hecho que la Tierra tenga atmósfera constituye un poderoso argumento en contra de la teoría de que tanto ella como los demás planetas del Sistema Solar tuvieron su origen a partir de alguna catástrofe cósmica, como la colisión entre otro sol y el nuestro. Más bien argumenta en favor de la teoría de la nube de polvo y planetesimal. A medida que el polvo y el gas de las nubes se condensaron para formar planetesimales, y éstos, a su vez, se unieron para constituir un cuerpo planetario, el gas quedó atrapado en el interior de una masa esponjosa, de la misma forma que queda el aire en el interior de un montón de nieve. La subsiguiente contracción de la masa por la acción de la gravedad pudo entonces haber obligado a los gases a escapar de su interior. El que un determinado gas quedase retenido en la Tierra se debió, en parte, a su reactividad química. El helio y el neón, pese a que debían figurar entre los gases más comunes en la nube original, son tan químicamente inertes, que no forman compuestos, por lo cual pudieron escapar como gases. Por tanto, las concentraciones de helio y neón en la Tierra son porciones insignificantes de sus concentraciones en todo el Universo. Se ha calculado, por ejemplo, que la Tierra ha retenido sólo uno de cada 50.000 millones de átomos de neón que había en la nube de gas original, y que nuestra atmósfera tiene aún menos —si es que tiene alguno— de los átomos de helio originales. Digo «si es que tiene alguno» porque, aun cuando todavía se encuentra algo de helio en nuestra atmósfera, éste puede proceder de la desintegración de elementos radiactivos y de los escapes de dicho gas atrapado en cavidades subterráneas.

Por otra parte, el hidrógeno, aunque más ligero que el helio o el neón, ha sido mejor captado por estar combinado con otras sustancias, principalmente con el oxígeno, para formar agua. Se calcula que la Tierra sigue teniendo uno de cada 5 millones de átomos de hidrógeno de los que se encontraban en la nube original.

El nitrógeno y el oxígeno ilustran con mayor claridad este aspecto químico. A pesar de que las moléculas de estos gases tienen una masa aproximadamente igual, la Tierra ha conservado 1 de cada 6 de los átomos originales del oxígeno (altamente reactivo), pero sólo uno de cada 800.000 del inerte nitrógeno. Al hablar de los gases de la atmósfera incluimos el vapor de agua, con lo cual abordamos, inevitablemente, una interesante cuestión: la del origen de los océanos. Durante las primeras fases de la historia terrestre, el agua debió de estar presente en forma de vapor, aun cuando su caldeamiento fue sólo moderado. Según algunos geólogos, por aquel entonces el agua se concentró en la atmósfera como una densa nube de vapor, y al enfriarse la Tierra se precipitó de forma torrencial, para formar el océano. En cambio, otros geólogos opinan que la formación de nuestros océanos se debió mayormente al rezumamiento de agua desde el interior de la Tierra. Los volcanes demuestran que todavía hay gran cantidad de agua bajo la corteza terrestre, pues el gas que expulsan es, en su mayor parte, vapor de agua. Si esto fuera cierto, el caudal de los océanos seguiría aumentando aún, si bien lentamente.

Pero aquí cabe preguntarse si la atmósfera terrestre ha sido, desde su formación, tal como lo es hoy. Nos parece muy improbable. En primer lugar, porque el oxígeno molecular —cuya participación en el volumen de la atmósfera equivale a una quinta parte— es una sustancia tan activa, que su presencia en forma libre resulta extremadamente inverosímil, a menos que existiera una producción ininterrumpida del mismo. Por añadidura, ningún otro planeta tiene una atmósfera comparable con la nuestra, lo cual nos induce a pensar que su estado actual fue el resultado de unos acontecimientos únicos, como, por ejemplo, la presencia de vida en nuestro planeta, pero no en los otros. Harold Urey ha presentado elaborados argumentos para respaldar el supuesto de que la atmósfera primigenia estaba compuesta por amoníaco y metano. Los elementos predominantes en el Universo serían el hidrógeno, helio, carbono, nitrógeno y oxígeno, si bien el hidrógeno superaría ampliamente a todos. Ante esta preponderancia del hidrógeno, es posible que el carbono se combinara con él para formar metano (CH
4
); seguidamente, el nitrógeno e hidrógeno formarían amoníaco (NH
3
), y el oxígeno e hidrógeno, agua (H
2
O). Desde luego, el helio y el hidrógeno sobrantes escaparían; el agua formaría los océanos; el metano y el amoníaco constituirían la mayor parte de la atmósfera, pues al ser gases comparativamente pesados, quedarían sometidos a la gravitación terrestre.

Aunque los planetas poseyeran, en general, la gravitación suficiente para formar una atmósfera semejante, no todos podrían retenerla, ya que la radiación ultravioleta emitida por el Sol introduciría ciertos cambios, cambios que serían ínfimos para los planetas externos, que, por una parte, reciben una radiación comparativamente escasa del lejano Sol, y, por otra, poseen vastas atmósferas, capaces de absorber una radiación muy considerable sin experimentar cambios perceptibles. Quiere ello decir que los planetas exteriores seguirán conservando su compleja atmósfera de hidrógeno-helio-amoníaco-metano.

Pero no ocurre lo mismo en los mundos interiores, como Marte, la Tierra, la Luna, Venus y Mercurio. Entre éstos, la Luna y Mercurio son demasiado pequeños, o demasiado cálidos, o ambas cosas, para retener una atmósfera perceptible. Por otro lado, tenemos a Marte, la Tierra y Venus, todos ellos con tenues atmósferas, integradas, principalmente, por amoníaco, metano y agua. ¿Qué habrá ocurrido aquí?

La radiación ultravioleta atacaría la atmósfera superior de la Tierra primigenia, desintegrando las moléculas de agua en sus dos componentes: hidrógeno y oxígeno («fotodisociación»). El hidrógeno escaparía, y quedaría el oxígeno. Ahora bien, como sus moléculas son reactivas, reaccionaría frente a casi todas las moléculas vecinas. Así pues, se produciría una acción recíproca con el metano (CH
4
), para formar el anhídrido carbónico (CO
2
) y el agua (H
2
O); asimismo, se originaría otra acción recíproca con el amoníaco (NH
3
), para producir nitrógeno libre (N
2
) y agua.

Lenta, pero firmemente, la atmósfera pasaría del metano y el amoníaco al nitrógeno y el anhídrido carbónico. Más tarde el nitrógeno tendería a reaccionar poco a poco con los minerales de la corteza terrestre, para formar nitratos, cediendo al anhídrido carbónico la mayor parte de la atmósfera.

Pero ahora podemos preguntarnos: ¿Proseguirá la fotodisociación del agua? ¿Continuará el escape de hidrógeno al espacio y la concentración de oxígeno en la atmósfera? Y si el oxígeno se concentra sin encontrar ningún reactivo (pues no puede haber una reacción adicional con el anhídrido carbónico), ¿no se agregará cierta proporción de oxígeno molecular al anhídrido carbónico existente? La respuesta es: ¡No!

Cuando el anhídrido carbónico llega a ser el principal componente de la atmósfera, la radiación ultravioleta no puede provocar más cambios mediante la disociación de la molécula de agua. Tan pronto como empieza a concentrarse el oxígeno libre, se forma una sutil capa de ozono en la atmósfera superior, capa que absorbe los rayos ultravioleta y, al interceptarles el paso hacia la atmósfera inferior, impide toda fotodisociación adicional. Una atmósfera constituida por anhídrido carbónico tiene estabilidad.

Pero el anhídrido carbónico produce el efecto de invernadero. Si la atmósfera de anhídrido carbónico es tenue y dista mucho del Sol, dicho efecto será inapreciable. Éste es el caso de Marte, por ejemplo.

Supongamos, empero, que la atmósfera de un planeta tiene más semejanza con la terrestre y dicho planeta se halla a la misma distancia del Sol o más cerca. Entonces el efecto de invernadero sería enorme: la temperatura se elevaría y vaporizaría los océanos con intensidad creciente. El vapor de agua se sumaría al efecto de invernadero, acelerando el cambio y librando cantidades cada vez mayores de anhídrido carbónico, a causa de los efectos térmicos sobre la corteza. Por último, el planeta se caldearía enormemente, toda su agua pasaría a la atmósfera en forma de vapor, su superficie quedaría oculta bajo nubes eternas y circuida por una densa atmósfera de anhídrido carbónico.

Éste fue precisamente el caso de Venus, que tuvo que soportar un
galopante efecto invernadero
. El poco calor adicional que recibió a través de encontrarse más cerca del Sol que la Tierra, sirvió como detonante y para empezar el proceso.

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