Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (51 page)

Sin embargo, los meteoritos tienen realmente un poder devastador. Por ejemplo, en 1908, el impacto de uno de ellos en el norte de Siberia abrió un cráter de 45 m de diámetro y derribó árboles en un radio de 32 km. Por fortuna cayó en una zona desierta de la tundra. Si hubiese caído, a partir del mismo lugar del cielo, 5 horas más tarde, teniendo en cuenta la rotación de la Tierra, podría haber hecho impacto en San Petersburgo, a la sazón capital de Rusia. La ciudad habría quedado entonces devastada como por una bomba de hidrógeno. Según uno de los cálculos hechos, el meteorito tendría una masa de 40.000 t. Este
caso Tunguska
(así llamado por la localidad en que se produjo la colisión), presenta ciertos misterios. La inaccesibilidad de este lugar, y la confusión de la guerra y de la revolución que tuvieron lugar poco después, hicieron imposible el investigar la zona durante muchos años. Una vez investigada, no aparecieron trazas de material meteórico. En años recientes, un escritor soviético de ciencia-ficción inventó la radiactividad en el lugar como parte de una historia, una invención que fue tomada como un descubrimiento muy sobrio por muchas personas, que tenían un afecto natural por los sensacionalismos. Como resultado de todo ello, se desarrollaron muchas teorías disparatadas, desde la de una colisión con un miniagujero negro hasta la de una explosión nuclear extraterrestre. La explicación racional más plausible es que el meteoro que cayó era de naturaleza gélida y, probablemente, un cometa muy pequeño, o un trozo de otro mayor (posiblemente el cometa Encke). Estalló en el aire poco antes de la colisión y produjo daños inmensos sin producir materia meteórica de roca o metal. Desde entonces, el impacto más importante fue el registrado, en 1947, cerca de Vladivostok (como vemos, otra vez en Siberia).

Hay señales de impactos aún más violentos, que se remontan a épocas prehistóricas. Por ejemplo, en Coconino County (Arizona) existe un cráter, redondo, de unos 1.260 m de diámetro y 180 m de profundidad, circuido por un reborde de tierra de 30 a 45 m de altura. Tiene el aspecto de un cráter lunar en miniatura. Hace tiempo se pensaba que quizá pudiera tratarse de un volcán extinguido; pero un ingeniero de minas, Daniel Moreau Barringer, insistió en que era el resultado de una colisión meteórica, por lo cual el agujero en cuestión lleva hoy el nombre de «cráter Barringer». Está rodeado por masas de hierro meteórico, que pesan miles o quizá millones de toneladas en total. A pesar de que hasta ahora se ha extraído sólo una pequeña parte, esa pequeña parte es superior al hierro meteórico extraído en todo el mundo. El origen meteórico de este cráter fue confirmado, en 1960, por el descubrimiento de formas de sílice que sólo pudieron producirse como consecuencia de las enormes presiones y temperaturas que acompañaron al impacto meteórico.

El cráter Barringer, que se abriría en el desierto hace unos 25.000 años, se conserva bastante bien. En otros lugares del mundo, cráteres similares hubiesen quedado ocultos por la erosión del agua y el avance de la vegetación. Por ejemplo, las observaciones realizadas desde el aire, han permitido distinguir formaciones circulares, que al principio pasaron inadvertidas, llenas, en parte, de agua y maleza, que son también, casi con certeza, de origen meteórico. Algunas han sido descubiertas en Canadá, entre ellas, el cráter Brent. en el Ontario Central y el cráter Chubb en el norte de Quebec —cada uno de ellos, con un diámetro de más de 3 km—, así como el cráter Ashanti en Ghana, cuyo diámetro mide más de 9 km. Todos ellos tienen, por lo menos, un millón de años de antigüedad. Se conocen 14 de estos «cráteres fósiles», y algunos signos geológicos sugieren la existencia de otros muchos.

Los tamaños de los cráteres lunares que podemos contemplar con los telescopios oscilan entre agujeros no mayores que el cráter Barringer hasta gigantes de 240 km de diámetro. La Luna, que no tiene aire, agua ni vida, es un museo casi perfecto para los cráteres, puesto que no están sometidos a desgaste alguno, si exceptuamos la lenta acción de los violentos cambios térmicos, resultantes de la alteración, cada dos semanas, del día y la noche lunares. Quizá la Tierra estaría tan acribillada como la Luna si no fuese por la acción «cicatrizante» del viento, el agua y los seres vivientes.

Al principio se creía que los cráteres de la Luna eran de origen volcánico, pero en realidad no se parecen, en su estructura, a los cráteres volcánicos terrestres.

Hacia la década de 1890 empezó a imponerse la teoría de que los cráteres se habían originado como resultado de impactos meteóricos, y hoy goza de una aceptación general.

Según esta teoría, los grandes «mares» o sea, esas inmensas llanuras, más o menos circulares y relativamente libres de cráteres, habrían sido formados por el impacto de meteoros excepcionalmente voluminosos. Se reforzó tal opinión en 1968, cuando los satélites que daban vueltas en torno a la Luna experimentaron inesperadas desviaciones en sus órbitas. La naturaleza de tales desviaciones hizo llegar a esta conclusión: Algunas partes de la superficie lunar tienen una densidad superior al promedio; ello hace que se incremente levemente la atracción gravitatoria en dichas partes, por lo cual reaccionan los satélites que vuelan sobre ellas. Estas áreas de mayor densidad, que coinciden, aparentemente, con los mares, recibieron la denominación de
mascones
(abreviatura de
mass-concentrations
, o concentraciones de masas). La deducción más lógica fue la de que los grandes meteoros férricos se hallaban enterrados bajo la superficie y eran más densos que la materia rocosa, cuyo porcentaje es el más alto en la composición de la corteza lunar. Apenas transcurrido un año desde este descubrimiento, se había detectado ya por lo menos una docena de
mascones
.

Por otra parte, se disipó el cuadro de la Luna como «mundo muerto», donde no era posible la acción volcánica. El 3 de noviembre de 1958, el astrónomo ruso N. A. Kozyrev observó una mancha rojiza en el cráter Alphonsus. (Mucho antes, nada menos que en 1780, William Herschel informó sobre la aparición de manchas rojizas en la Luna.) Los análisis espectroscópicos de Kozyrev revelaron claramente, al parecer, que aquello obedecía a una proyección de gas y polvo. Desde entonces se han visto otras manchas rojas durante breves instantes, y hoy se tiene casi la certeza de que en la Luna se produce casi ocasionalmente actividad volcánica. Durante el eclipse total de Luna, en diciembre de 1964, se hizo un significativo descubrimiento: nada menos que 300 cráteres tenían una temperatura más alta que los parajes circundantes, aunque no emitían el calor suficiente para llegar a la incandescencia.

Por lo general, los mundos carentes de aire, como Mercurio y los satélites de Marte, Júpiter y Saturno, se hallan ampliamente esparcidos de cráteres que conmemoran el bombardeo que tuvo lugar hace 4 mil millones de años, e incluso antes, cuando los mundos se formaron por acreción de planetesimales. Nada ha ocurrido desde entonces que eliminara dichas señales.

Venus es pobre en cráteres, tal vez a causa de los efectos erosivos de su densa atmósfera. Un hemisferio de Marte es pobre en cráteres, tal vez debido a que la acción volcánica ha construido una corteza nueva, ío no tiene virtualmente cráteres, a causa de la lava elaborada por sus volcanes en actividad. Europa carece de cráteres, pues los impactos meteóricos se abrieron paso a través del glaciar circundante hasta el líquido que se encontraba debajo, mientras que el líquido expuesto se hiela de nuevo con rapidez y «sana» la abertura.

Los meteoritos, como las únicas piezas de materia extraterrestre que podemos examinar, resultan excitantes no sólo para los astrónomos, geólogos, químicos y metalúrgicos, sino también para los cosmólogos, que se hallan preocupados por los orígenes del Universo y del Sistema Solar. Entre los meteoritos figuran desconcertantes objetos vítreos, encontrados en varios lugares de la Tierra. El primero fue hallado en 1787, en lo que es ahora la Checoslovaquia occidental. Los ejemplos australianos fueron detectados en 1864. Recibieron el nombre de tectitas, de una palabra griega que significa «fundido», a causa de que parecen haberlo hecho así a su paso a través de la atmósfera.

En 1936 un astrónomo norteamericano, Harvey Harlow Ninninger sugirió que las tectitas eran los restos de material salpicado forzado a abandonar la superficie de la Luna a causa del impacto de grandes meteoros y captados por el campo gravitatorio de la Tierra. Una particularmente difundida serie de tectitas fue encontrada en Australia y en el Sudeste asiático (con muchos de ellos dragados del fondo del océano índico). Al parecer son las más jóvenes de las tectitas, con sólo una edad de 700.000 años. De forma concebible, pueden haberse producido por el gran impacto meteórico que formó el cráter Tycho (el más joven de los espectaculares cráteres lunares) en la Luna. El hecho de que esta colisión parezca haber coincidido con la más reciente inversión del campo magnético terrestre, ha dado origen a algunas especulaciones de que las fuertemente irregulares series de dichas inversiones puedan señalar otra de tales catástrofes Tierra-Luna.

Otra inusual clasificación de los meteoritos son los que se han encontrado en la Antártida. En realidad, cualquier meteorito, ya sea pétreo o metálico, que yazga en el vasto casquete antártico, constituye inevitablemente algo muy perceptible. En efecto, un objeto sólido en cualquier parte de dicho continente, que no sea hielo o de origen humano, ha de ser por fuerza un meteorito. Y una vez aterriza, permanece intocado (por lo menos durante los últimos 20 millones de años), a menos que quede enterrado en la nieve o lo haya encontrado algún pingüino emperador.

Nunca muchos seres humanos se han hallado presentes en cualquier momento en la Antártida, y nunca el continente ha sido avizorado demasiado de cerca, por lo que, hasta 1969, sólo se han encontrado cuatro meteoritos, todos ellos por accidente. En 1969, un grupo de geólogos japoneses topó con nueve meteoritos esparcidos muy cerca. Los mismos suscitaron el interés general de los científicos, por lo que se encontraron más meteoritos. En 1983, ya se habían hallado más de 5.000 fragmentos meteóricos sobre el helado continente, en realidad muchos más que en el resto del mundo. (La Antártida no es un sitio especialmente buscado para la colisión, sino que los meteoritos son mucho más fáciles de localizar allí.)

Algunos de los meteoritos de la Antártida son asimismo extraños. En enero de 1982, se descubrió un fragmento meteorítico de color pardoverdoso y, en los análisis correspondientes, demostró tener una composición notablemente parecida a alguna de las rocas lunares traídas a la Tierra por los astronautas. No existe una manera fácil de demostrar cómo un trozo de material lunar pudo haber sido proyectado al espacio y alcanzado la Tierra, pero ciertamente existe esa posibilidad.

Asimismo, algunos fragmentos meteóricos de la Antártida, cuando se calentaron, despidieron gases, que demostraron tener una composición muy parecida a la atmósfera marciana. Y lo que es más, esos meteoritos al parecer sólo tenían una antigüedad de 1.300 millones de años, en vez de los 4.500 millones de los meteoritos ordinarios. Hace 1.300 millones de años, los volcanes de Marte permanecían en violenta actividad. Es posible que algunos de esos meteoritos sean trozos de lava volcánica marciana que de algún modo resultaron despedidos hasta la Tierra.

La edad de los meteoritos (computada por métodos que describiré en el capítulo 7) constituye una importante herramienta, todo hay que decirlo, para la determinación de la edad de la Tierra y del Sistema Solar en general.

El aire: cómo se conserva y cómo se consigue

Quizá no debería sorprendernos tanto la forma en que la Tierra consiguió su atmósfera, como la manera en que ha logrado retenerla a través de los períodos en que ha estado girando sobre sí misma y corriendo a través del espacio. La respuesta a este último problema requiere la ayuda del concepto «velocidad de escape».

Velocidad de escape

Si un objeto es lanzado desde la Tierra hacia arriba, la fuerza de la gravedad va aminorando gradualmente el empuje del objeto hacia arriba, hasta determinar, primero, una detención momentánea, y luego su caída. Si la fuerza de la gravedad fuese la misma durante todo el recorrido, la altura alcanzada por el objeto sería proporcional a su velocidad inicial; es decir, que lanzado a más de 3 km/h, alcanzaría una altura 4 veces superior a la que conseguiría si fuese disparado a sólo 1.600 m/h (pues la energía aumenta proporcionalmente al cuadrado de la velocidad).

Pero, como es natural, la fuerza de la gravedad no permanece constante, sino que se debilita lentamente con la altura. (Para ser exactos, se debilita de acuerdo con el cuadrado de la distancia a partir del centro de la Tierra.) Por ejemplo, si disparamos hacia arriba un objeto a la velocidad de 1.600 m/ s, alcanzará una altura de 129 km antes de detenerse y caer (si prescindimos de la resistencia del aire). Y si disparásemos el mismo objeto a 3.200 m/s, se elevaría a una altura 4 veces mayor. A los 129 km de altura, la fuerza de la gravedad terrestre es sensiblemente inferior que a nivel del suelo, de modo que el posterior vuelo del objeto estaría sometido a una menor atracción gravitatoria. De hecho, el objeto alcanzaría los 563 km, no los 514.

Dada una velocidad centrífuga de 10 km/s, un objeto ascenderá hasta los 41.500 km de altura. En este punto, la fuerza de la gravedad es unas 40 veces menor que sobre la superficie de la Tierra. Si añadimos sólo 160 m/s a la velocidad inicial del objeto (por ejemplo, lanzado a 10,6 km/s), alcanzaría los 55.000 km.

Puede calcularse que un objeto lanzado a la velocidad inicial de 11,23 km/s, no caerá nunca a la Tierra. A pesar de que la gravedad terrestre irá aminorando gradualmente la velocidad del objeto, su efecto declinará poco a poco, de modo que nunca conseguirá detenerlo por completo (velocidad cero) respecto a la Tierra. (Y ello, pese a la conocida frase de «todo lo que sube tiene que bajar».) El
Lunik I
y el
Pioneer IV
, disparados a velocidades de más de 11,26 km/s, nunca regresarán.

Por tanto, la «velocidad de escape» de la Tierra es de 11,23 km/s. La velocidad de escape de cualquier cuerpo astronómico puede calcularse a partir de su masa y su tamaño. La de la Luna es de sólo 2.400 m/s; la de Marte, de 5.148 m/s; la de Saturno, de 37 km/s; la de Júpiter, el coloso del Sistema Solar, de 61 km/s.

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