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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (74 page)

Y la mala suerte surgió una tarde en que se afanaban entre rocas ardientes. Angélica aprovechó un recodo para sentarse en una enorme piedra. No quería que él la viese flaquear. Le había dicho tantas veces que la juzgaba infatigable… Pero Angélica no podría igualar la resistencia de él. Nunca estaba fatigado. Sin ella, hubiese caminado seguramente día y noche sin detenerse más de una hora.

Angélica recobraba el aliento, sentada sobre aquella roca, cuando sintió un violento dolor en la pántorrilla, y al inclinarse tuvo tiempo de entrever el rápido relámpago de un reptil desapareciendo rápidamente entre las piedras.

—Me ha picado una serpiente.

El recuerdo de algo ineluctable se embrolló en su espíritu. «La mujer ha muerto picada por una serpiente», había dicho el Veneciano y el Vasco antes de morir. El pasado se había anticipado al presente, pero el tiempo no existe ¡y lo que está escrito, escrito está…!

Tuvo, sin embargo, el reflejo de quitarse el cinturón y atárselo por debajo de la rodilla; y permaneció allí, helada, mientras los pensamientos se entrechocaban en su cabeza. «¿Qué va a decir Colin Paturel? ¡No me perdonará esto nunca…! No puedo ya andar… Voy a morir…» Reapareció la enorme estatura de su compañero. Al no verla, había vuelto sobre sus pasos.

—¿Qué pasa?

Angélica intentó sonreír.

—Espero que no sea grave, pero… creo que me ha picado una serpiente.

Él se acercó y se arrodilló para examinar la pierna, que comenzaba a ponerse negra y a hincharse. Luego, sacó el cuchillo, probó el filo de la hoja sobre su dedo, encendió rápidamente unas ramitas secas y calentó la hoja hasta ponerla al rojo.

—¿Qué vais a hacerme? —preguntó la joven, aterrada.

Él no respondió. Le asió el tobillo con fuerza y cortó vivamente un trozo de carne en el sitio de la picadura, cauterizando al mismo tiempo la herida, con la hoja incandescente. Bajo el dolor atroz, Angélica lanzó un aullido y se desmayó.

Cando volvió en sí, caía el crepúsculo sobre la montaña. Estaba tendida sobre uno de los albornoces que le servía de manta, y Colin Paturel la hacía beber una taza de té con menta, muy caliente y cargado.

—Ya estás mejor, hijita; lo más duro ha pasado ya. Y cuando ella se hubo repuesto un poco:

—He tenido que estropear tu linda pierna. ¡Qué lástima! ¡No podrás ya recogerte la falda para bailar la chacona bajo los olmos, amiguita…! Pero tenía que hacerlo. ¡Sin eso no te quedaba cuerda más que para una hora…!

—Os lo agradezco —dijo ella débilmente.

Sentía la quemazón de la herida, que él había vendado después de aplicar sobre ella hojas refrescantes. «Las piernas más bonitas de Versalles…» Ella también, como los otros, tendría en su cuerpo las huellas de su cautiverio en Berbería. Huellas gloriosas sobre las que se enternecería o torcería el gesto al calzarse sus medias de seda con flechas doradas más adelante. Él la vio sonreír.

—¡Bravo! Sigue habiendo el valor de siempre. Vamos a reanudar la marcha.

Ella le miró, un poco asustada, pero dispuesta ya a obedecerle.

—¿Creéis que podré caminar?

—Ni hablar. No podrás volver a pisar el suelo antes de ocho días, porque te expones a que se infecte la herida. No temas. Yo te llevaré.

LXV El amor bajo los cedros

Y así prosiguieron su lenta ascensión. El hercúleo normando apenas se encorvaba bajo aquel nuevo peso e incluso caminaba con su paso mesurado de siempre. Tuvo que abandonar la maza, que le entorpecía demasiado. Conservaba el mosquete y el saco de víveres, colgados de un hombro. La joven iba sobre su espalda, con los brazos rodeándole el cuello; y él percibía el perfume de su cabellera cuando a veces, cansada, apoyaba la frente sobre la nuca maciza de su porteador. Y esto era lo más duro. Más duro que el cansancio, que la marcha pesada, interminable, bajo el ojo frío de la luna que les seguía sobre el paisaje desértico, proyectando una sola sombra extraña sobre la tierra cenicienta. Llevarla, sentir aquel peso suave y abrumador adherido a él, mientras sus manos la sostenían ciñéndola por las caderas…

Angélica lamentaba la fatiga que imponía a su compañero. La desasosegaba sentirse transportada con tanta comodidad como una niña, sobre aquel espinazo potente. En realidad, los rudos hombros de Colin Paturel estaban acostumbrados a llevar cargas más abrumadoras en sus doce años de esclavitud. Famoso por su fuerza, le habían sometido a faenas sobrehumanas. Sus músculos, su propio corazón, utilizados más allá de las posibilidades humanas, habían adquirido resistencia extraordinaria. Apenas si caminaba más despacio, apenas si su aliento se agitaba algo más, resonando en el silencio de la noche y de los amplios espacios blancos bajo el claro de luna.

Angélica miraba, deslumbrada, creyendo soñar, la belleza del paisaje que se desplegaba ante sus ojos. Demasiadas noches había caminado, tensa, con el único propósito de no distanciarse. Ahora, se daba cuenta de que el cielo tenía profundidades azules intensas y las estrellas reflejos dorados. Un cielo de viñeta iluminada, sobre el que resaltaban, dibujados en blanco y plata con fino pincel, el perfil de los montes lejanos a la izquierda, y la cinta de los oueds en la hondonada de los valles.

Acababa de escapar de la muerte. Su sangre reanudaba en sus venas el victorioso canto: «¡Estoy viva! ¡viva!» Debió dormirse, porque el cielo de pronto se desplegó ante ella, rosado y rojo. El hombre seguía caminando con paso lento y metódico. Angélica tuvo un brusco impulso de ternura y veneración y estuvo a punto de besar la piel atezada, tan cercana a sus labios.

—Colin —suplicó—. ¡Oh, os lo ruego! Deteneos, descansad. Debéis estar agotado.

Él la obedeció en silencio. La dejó resbalar hasta el suelo y fue a sentarse aparte, con la frente entre las rodillas. Ella veía sus anchos hombros moverse bajo la acelerada respiración. «Esto es demasiado —pensó—. Ni un hombre de su resistencia puede realizar semejante hazaña». ¡Si ella hubiera podido andar un poco!

Sentíase descansada y llena de fuerza y de valor. Pero al intentar poner el pie en el suelo, unas punzadas violentas le hicieron comprender que de insistir se exponía a que se abriese la herida agravando así su estado. Se arrastró hasta el saco de víveres, preparó un puñado de dátiles y de higos secos y se los llevó a Colin Paturel, así como las calabazas del agua.

El normando levantó la cabeza. Tenía los rasgos tensos y una mirada vaga. Miró aquel alimento como si no lo viese.

—Deja eso ahí —dijo con rudeza—. No te preocupes. —Sacudió su cabellera de vikingo como león importunado—. No te preocupes. Una hora de sueño y todo irá bien.

Dejó caer pesadamente la cabeza sobre las rodillas. Ella se alejó a su vez, descansó después de haber comido algunos frutos secos. El aire era fresco y a muchas leguas a la redonda no se divisaba ningún aduar, ningún vestigio de vida humana. ¡Era maravilloso!

No teniendo nada mejor que hacer, volvió a dormirse. Cuando abrió de nuevo los ojos, Colin Paturel regresaba de caza, con un cervatillo atravesado sobre los hombros.

—¡Colin, estáis loco! —exclamó Angélica—. Debéis estar destrozado de cansancio.

El normando se encogió de hombros.

—¿Por quién me has tomado, pequeña? ¿Por un blandengue como tú?

Estaba de humor sombrío y se quedó taciturno, evitando mirarla. Angélica se inquietó temiendo que le ocultase algún nuevo peligro.

—¿Podrían sorprendernos aquí los moros, Colin?

—No creo. Para mayor seguridad, encenderemos el fuego en el barranco.

La pierna de Angélica iba ya tan bien que pudo al fin bajar con precaución, hasta el arroyo.

Allí encontraron la última fiera. La divisaron demasiado tarde, al otro lado del arroyo. Era una leona, agazapada como enorme gato en acecho. Le hubiera bastado un salto para alcanzarles. Colin Paturel se quedó inmóvil como estatua de piedra. Sus ojos no se apartaban de la fiera a la que se puso a hablar lentamente. Instantes después, el animal, perplejo, se retiró con cautela. Se vieron relucir sus ojos tras unas matas y luego, el movimiento de las hierbas, indicó el camino de su retirada.

El normando lanzó un suspiro como para hacer girar todos los molinos de Holanda. Su brazo rodeó los hombros y la estrechó contra él.

—Creo que el cielo está con nosotros. ¿Qué ha podido pasar por la cabeza de este animal para que nos deje en paz?

—Le hablabais en árabe. ¿Qué le habéis dicho?

—¡Qué sé yo! No me he dado cuenta siquiera de la lengua que empleaba. He pensado solamente en que podía intentar comunicarme con la fiera; que entre ella y yo había manera de entenderse. Con un moro hubiera sido imposible. —Movió la cabeza—. Me entendía bien con los leones de Mequinez.

—Ya lo recuerdo —dijo Angélica intentando reír—. No quisieron devoraros.

El hombre bajó su mirada hacia la cara descompuesta de la joven.

—¿No has lanzado un grito? ¿No has hecho un gesto…? Está bien, amiguita.

Las mejillas de Angélica recobraron el color. El brazo de Colin Paturel era una muralla inviolable. Sentía su abrazo como una fuente de energía. Alzó los ojos y le sonrió confiada.

—A vuestro lado, no puedo sentir ningún miedo.

Las mandíbulas del normando se contrajeron de nuevo. Se le ensombreció la cara.

—No nos quedemos aquí —gruñó—. No hay que jugar con la suerte. Vamonos más lejos.

Llenaron las calabazas en el arroyo y buscaron un rincón entre las rocas para encender el fuego. Pero aquella comida no les trajo más satisfacción que la de calmar el hambre. La atmósfera estaba pesada.

Colin Paturel, con la frente fruncida y preocupada no abría la boca. Angélica, después de haber intentado en vano romper el silencio, se dejaba invadir por una turbación sutil que no podía definir y que la ponía nerviosa. ¿Por qué Colin Paturel estaba tan sombrío e inqueto? ¿Le guardaba rencor por haberlos retrasado con su herida? ¿Qué peligro presentía, en torno de ellos y qué significaba la rápida mirada que le dirigía a veces a hurtadillas bajo sus rubias cejas pobladas?

El viento nocturno pasó sobre ellos como un ala de terciopelo. La luz que se extinguía dejaba fríos coloridos azules, tonos sombríos y suaves que teñían las montañas, el cielo y los valles, y se espesaban poco a poco. En la sombra invasora, Angélica volvió hacia Colin Paturel su blanco rostro angustiado.

—Yo… yo creo que podré andar esta noche —dijo.

Él movió la cabeza.

—No, pequeña, no podrás. No temas nada. Yo te llevaré. Su voz sonaba con una especie de tristeza.

«¡Oh, Colin! —estuvo ella a punto de exclamar llorando—, ¿qué sucede? ¿Vamos los dos hacia la muerte?» Sobre su espalda, con el brazo en torno a su cuello, no gozó de la paz de la noche anterior. El alentar del hombre repercutía en ella con los sordos latidos de su corazón y le recordaba aquellas emocionantes confidencias de voluptuosidad que tantos hombres jadeantes le habían hecho, entre sus frágiles brazos de mujer. Entonces, era ella la que parecía llevarlos y ahora, en la somnolencia que la invadía, con la frente hundida contra la nuca sudorosa y musculada de su rudo compañero, Angélica notaba que cargaba sobre él el peso de su invencible femineidad.

El aire de las montañas descendía hacia ellos, casi glacial y cargado de olores penetrantes, de un rico y misterioso perfume, evocador de belleza y de suntuosidad. El sol saliente les mostró los cedros que cubrían la ladera de la montaña con sus largos ramajes, ensanchados como el cobijo de oscuras tiendas alrededor de los troncos cortos y potentes. Su sombra cubría un césped ligero moteado de flores blancas estrelladas; y por todas partes el olor único del bosque flotaba, embalsamando cada ráfaga de viento. Colin Paturel franqueó un torrente que saltaba en blancos remolinos, subió más aún y descubrió la entrada de una gruta pequeña tapizada de arena blanca.

—Detengámonos aquí —dijo—. Al parecer ningún animal se aloja en esta gruta. Podremos encender el fuego sin peligro.

Hablaba entre dientes y su voz era muy ronca. ¿Era de agotamiento? Angélica le siguió ansiosa con los ojos. Había en élalgo extraño y ella no podía soportar ya el no saberlo. ¿Estaría enfermo? ¿Se sentía grevemente decaído? No se le había ocurrido nunca la idea de que él también pudiera flaquear. ¡Sería espantoso! ¡Pero ella no le abandonaría! Le cuidaría, le reanimaría, como él la había reanimado. Eludió el interrogatorio de los ojos azul-verdes que no se apartaban de ella.

—Voy a dormir —dijo él, lacónicamente.

Salió. Angélica suspiró. El sitio era encantador y la hacía soñar. ¡Con tal de que no ocultase alguna trampa que viniera de nuevo a abrumarles…!

Colocó sus pobres víveres sobre una piedra plana: los higos secos, las lonchas de cervatillo, asadas la víspera. Las calabazas estaban vacías. El murmullo del torrente en el fondo, la atrajo. Bajó allí sin demasiadas dificultades, se acordó a tiempo de mirar con precaución a su alrededor, pero sólo algunos pájaros de plumaje tornasolado retozaban en las orillas. Angélica llenó las calabazas y luego se lavó minuciosamente en el agua muy fría. Su sangre corría con viveza bajo su piel. Se inclinó sobre un remanso formado en el hueco de una roca y se vio allí de pronto como en un espejo. Entonces estuvo a punto de lanzar un grito de sorpresa.

La mujer que se reflejaba allí, rubia bajo el añil del cielo, parecía tener veinte años. Las facciones afinadas, los ojos agrandados con un cerco malva, habituados a otear el horizonte y que interrogaban con una especie de candor nuevo, la curva de la boca sin afeites, agrietada y descolorida, no eran ya las de una mujer con amargas experiencias, sino las de una doncella al natural, que se desconoce todavía y se entrega sin disfraz. El áspero viento, el sol implacable, el olvido de toda coquetería en las angustias que la habían abrumado, daban de nuevo a su rostro con demasiado realce en otro tiempo, una especie de virginidad. Su tez aparecía horrible ciertamente: morena como la de una gitana; pero, en contraste, sus cabellos se volvían rubios como un rayo de luna sobre las arenas. La delgadez de su cuerpo delicado perdido en la envoltura del albornoz de lana, su cabellera suelta, sus pies descalzos eran los de una muchacha salvaje. Deshizo el vendaje de su pierna. La quemadura estaba curada pero la cicatriz sería muy fea. ¡Tanto peor! La joven volvió a vendarse con filosofía. Al bañarse hacía un rato, había sentido la finura de su talle, contemplado sus piernas torneadas y ágiles, piernas que habían perdido el exceso de grasa adquirido en el harén. Después de todo, había salido bien librada.

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