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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (69 page)

—Creo que la hora es buena para vos —explicó—. Han señalado, azar o fantasía, unos esclavos fugitivos por el camino de Santa Cruz. Toda la atención está concentrada allí.

La mano de Colin Paturel se hundió en sus rubias greñas y una expresión de pánico crispó su ruda cara.

—Es que ahora me pregunto si debo… ¡Oh, caballero! Cuando pienso en todos esos pobres mozos que quedan en la esclavitud y a quienes abandono…

—No te reproches nada, hermano mío —dijo suavemente el caballero de Méricourt—, te ha llegado el tiempo de marcharte, si no sería la muerte la que te habría arrebatado a tus compañeros.

—Cuando esté en tierra cristiana —dijo Colin Paturel—, haré conocer tu suerte a los caballeros de Malta a fin de que intervengan para rescatarte.

—No, es inútil.

—¿Qué dices?

—No quiero marcharme de Mequinez. Soy fraile y sacerdote y sé que mi puesto está aquí, cautivo de los Infieles.

—Acabarás empalado.

—Tal vez. Pero en nuestra Orden nos enseñan que el martirio es la única muerte digna de un Caballero. Y ahora, adiós, adiós mi muy querido hermano…

—Adiós, señor Caballero.

Los dos hombres se abrazaron. Luego, el señor de Méricourt abrazó también a cada uno de los otros seis cautivos que iban a intentar la difícil aventura de la evasión. Los nombraba a media voz, por turno, como para grabar sus nombres en su corazón: Piccinino el Veneciano, Jean-Jean de París, Francisco el Arlesiano, marqués de Kermoeur, Caloens el Flamenco, Juan de Aróstegui, el vasco. Ante Angélica se inclinó en silencio.

Entonces, salieron todos a la oscura calleja.

LIX Primera etapa.

El estanque de los cañaverales.

Los cristianos se habían puesto sobre la parte baja del rostro la punta del albornoz. Iban todos vestidos a lo morisco, con la cara afeitada y embadurnada con corteza de nuez para oscurecerla. Sólo Jean-Jean de París, el pelirrojo, llevaba una levita y un gorro negro de judío. Angélica, envuelta en todos los velos necesarios, con el haik ceñido estrechamente por debajo de los ojos, bendecía los celos tan propios de los moros que la permitían encubrirse de tal forma.

—Y bajad los ojos cuanto podáis —habíale recomendado Colin Paturel—. ¡Moriscas con ojos como los vuestros no se encuentran en cada esquina!

No le decía que Muley Ismael había lanzado una patrulla especial en busca de la mujer «de los ojos verdes». Él mismo se sentía apurado por sus ojos azules y su contextura. En todo Marruecos era corriente recordar que sólo dos hombres poseían la talla imponente de 6 pies y 12 pulgadas: Osmán Ferradji, el Gran Eunuco, y Colin Paturel, el rey de los cautivos.

Por eso él había preferido hacerse pasar por comerciante con algunos bienes, pudiedo por ello viajar a lomos de un camello.

Angélica, su esposa, le seguiría en una mula. Los otros, servidores, y Jean-Jean de París, su intedente judío, iban a pie, llevando las jabalinas, arcos y flechas que componían el armamento de una pequeña caravana en una época en que los mosquetes eran raros y estaban reservados al Rey y a su ejército.

En la profunda oscuridad, iluminada por una sola linterna, cada uno se colocó en su sitio. Maimoran murmuraba sus últimas recomendaciones. En Fez, su hermano Rabí, les esperaría cerca del «oued» Cebón. Los hospedaría en su casa y les facilitaría un guía seguro para proseguir su ruta hasta Xauen, donde serían confiados a otro guía cuyos negocios le permitían entrar frecuentemente en Ceuta. Aquel guía les haría pasar el campamento de los moros que sitiaban la ciudad, los escondería en las rocas e iría a avisar al gobernador de la ciudad, que mandaría unas chalupas o una patrulla de soldados para recogerlos. Les recomendó también que cuidasen de su comportamiento, que no olvidaran de prosternarse veinte veces en dirección a La Meca y, sobre todo, cuando se vieran obligados por naturales necesidades que «no hicieran aguas» de pie, pues esto bastaría para denunciarlos como cristianos a quienes les observasen de lejos. Pequeños detalles que tenían gran importancia. Por fortuna los evadidos hablaban todos perfectamente el árabe y conocían las costumbres. Angélica, como mujer morisca, no tendría más que callarse, callarse siempre.

El camello se movía a grandes impulsos bruscos. Avanzaron por el estrecho túnel de las calles en medio de un silencio tan denso como la noche. «¡Si la noche pudiera durar siempre!» —pensaba Angélica.

Una ráfaga de aire más fresco pareció traer sobre ellos un olor acre a humo. Ella entrevio las superficies lisas de los muros del
mellah
que parecían haberse esfumado, sustituidas por cabañas de bambúes y cañas. Las puertas estaban abiertas, dejando ver la flor roja de un pequeño fuego cuyo humo salía a través de las hojas secas de las techumbres. Alrededor del hogar, había unas sombras en cuclillas. Unos perros se pusieron a ladrar tras los fugitivos. Estos sabían que cruzaban ahora las dos o tres mil cabañas de la guardia negra del rey que en aquel lado a la salida del
mellah
formaban una especie de barriada.

Se elevaron roncos rumores de voces y unas sombras se acercaron. Sin embargo no había luz alguna, pues los negros se orientaban fácilmente en la oscuridad. Jean-Jean de París explicó que su amo, Si Mohamed Rachid, comerciante en Fez, regresaba a su casa, viajando de noche para evitar los ardores del sol. El valiente y pequeño clérigo imitó hasta el acento especial de los judíos, y los negros se dejaron embaucar.

El camello marchaba con desesperante lentitud, con los perros ladrando tras ellos. ¡Cabañas y más cabañas…! Y el olor penetrante de los fuegos de boñiga y del pescado seco dorándose en el aceite de las marmitas…

Al fin pasado aquel peligro, se encontraron en un camino bastante bien trazado por el que avanzaron el resto de la noche. Despuntó el alba y Angélica vio con angustia aclararse el cielo y tomar encantadores tonos nacarados, alternativamente de verde y rosa. Recorrían un paisaje sembrado de olivos, pero que parecía ir hacia regiones más desérticas. Una cabaña, un fondak, apareció a la vuelta de un camino. Angélica no se atrevía a pedir ningún informe. Su angustia era doble al ignorar dónde se encontraban y no poder juzgar los obstáculos que les esperaban ni las perspectivas de éxito que se presentaban. Activa por naturaleza, le aplanaba el verse reducida a la situación de fardo que se transporta sobre una mula. Si la derrota o la muerte llegaban, ella quería al menos darse cuenta de ello. ¿Estaba lejos de Fez, donde un judío debía servirles de guía…? La caravana seguía avanzando. Colin Paturel ¿no había visto aquella cabaña? Cuando salió un árabe de ella, Angélica contuvo a duras penas un grito.

Pero el hombre venía hacia ellos. El jefe hizo que se arrodillase el camello y se apeó de él.

—Bajad, pequeña —dijo el viejo Caloens a Angélica.

Ella se apeó a su vez. Los sacos de víveres fueron repartidos entre todos. Angélica recibió un saco tan abultado como los demás. El marqués de Kermoeur no pudo impedir una protesta a través de su albornoz:

—¡Cargar así la espalda de una débil mujer…! ¡Esto me sorprende, Majestad…!

—¿Hay nada más sospechoso a los ojos de un musulmán que una mujer que se pasea con los brazos caídos detrás de unos guerreros cargados como burros? —replicó Colin Paturel—. No podemos permitirnos tal necedad. Aún pueden vernos. —Colocó él mismo la carga sobre la espalda de la joven—. Tenéis que disculparnos, pequeña. Además no vamos muy lejos. Nos esconderemos de día y viajaremos de noche.

El árabe tomó camello y mula por la brida y los hizo entrar en el fondak. Piccinino contó para él una cantidad de dinero, y luego los fugitivos reanudaron su marcha por un sendero abierto entre las piedras. A poco, tras un montículo, apareció una amplia extensión de cañaverales a lo largo de las orillas de un río.

—Vamos a ocultarnos todo el día en los pantanos —explicó Colín Paturel—. Cada uno en su rincón, para que nuestra presencia no sea revelada por demasiadas cañas aplastadas. Al ser de noche, lanzaré el grito del zurito como señal, y nos reuniremos en la linde de aquel bosque. Todos llevan un poco de agua y provisiones… Hasta la noche…

Se dispersaron por entre los altos tallos sedosos y cortantes. El suelo era alternativamente esponjoso o agrietado por la sequía. Angélica encontró un rincón cubierto por un poco de musgo. Se tendió allí. El día era largo. Reinaba un calor sofocante; los insectos y mosquitos no cesaban de rondar a su alrededor. Por fortuna, los numerosos velos la protegían. Bebió un poco de agua y comió una galleta. Por encima de ella, el cielo parecía calentado al rojo y las largas hojas agudas de las cañas proyectaban allí sombras negras. Angélica se durmió. Al despertarse, oyó hablar y creyó que sus compañeros la buscaban. Sin embargo, no era todavía de noche. El cielo seguía siendo cegador como acero candente. De pronto vio, a dos pasos de ella, surgir entre las cañas un busto envuelto en una chilaba blanca. La cara morena no miraba hacia ella y no podía distinguir sus rasgos.

—¿El Arlesiano o el Veneciano? —se preguntó ella.

El hombre se volvió ligeramente. Su tez de pan tostado no se debía al tinte de corteza de nuez. ¡Era un moro! El corazón se le paralizó. El moro no la había divisado aún. Hablaba a un compañero, a quien ella no veía.

—Las cañas, por aquí, no son buenas —decía—. Hay muchas aplastadas por el paso de algún animal. Vamos a la otra orilla y si no las encontramos mejores, volveremos.

Los oyó alejarse, sin poder creer en semejante suerte. De pronto todo su cuerpo se estremeció. Otra voz se elevaba no lejos de allí. La reconoció. Era Francisco el Arlesiano, que se había puesto a cantar. «¡El muy imbécil!», pensó fuera de sí. Iba a poner en alerta a los moros, que volverían sobre sus pasos. No se atrevía a precipitarse para hacerle callar. Al fin, como nada se movía, se decidió a deslizarse suavemente hacia el sitio donde debía estar el imprudente provenzal.

—¿Quién va? —preguntó él—. ¡Ah! ¿sois vos, encantadora Angélica?

Ella temblaba de cólera y de excitación.

—¿Os habéis vuelto loco para cantar así? Hay por aquí unos moros que han venido a cortar cañas. Es un milagro que no os hayan oído.

El alegre mozo se quedó lívido.

—¡Pardiez! ¡No lo había pensado! Me he sentido de pronto tan dichoso al verme libre por vez primera desde hace ocho años, que me han venido a la memorias viejas canciones de mi tierra. ¿Creéis que me habrán oído?

—Esperemos que no. ¡Y no nos movamos más!

—De todas maneras si no eran más que dos… —dijo el Arlesiano entre dientes.

Sacó un cuchillo del cinturón para probar el filo. Y sin soltarlo empezó a soñar de nuevo.

—Tenía yo una prometida por el lado de Arles. ¿Creéis que me habrá esperado?

—Me extrañaría —dijo Angélica secamente—. Ocho años es mucho tiempo… Tendrá ya una caterva de chiquillos… de otro.

—¡Ah! ¿lo creéis así? —dijo él, desilusionado.

Ahora por los menos ya no cantaría para expresar el contento de su corazón. Callaron los dos, escuchando el crujido de los cañaverales. Angélica alzó los ojos y contuvo un suspiro de alivio. El cielo se enrojecía ya. Iba a caer la tarde y a traerles la complicidad de la noche con sus estrellas para guiarles.

—¿En qué dirección marchamos? —preguntó ella.

—Hacia el sur.

—¿Qué decís?

—Es la única dirección en la que Muley Ismael no se arriesgará a extender su busca… ¿Qué esclavos huirían hacia el Sur, hacia el desierto…? Después torceremos hacia el Este, remontaremos luego hacia el Norte, pasaremos a lo largo de Mequinez y de Fez, y seguiremos, conducidos por un guía, hacia Ceuta o Melilla. Este itinerario multiplica, es cierto, la longitud del viaje, pero disminuye los riesgos. El ratón engaña al gatazo. Cuando él nos acecha al Norte o al Oeste, estamos al Sur y al Este. Cuando sigamos la buena dirección, es de esperar que se haya cansado. De todas maneras, los que toman la ruta directa no llegan nunca a la meta. Se podía, pues, intentar lo contrario… No hay que olvidar que los jefes de los aduares responden con su cabeza del paso de cautivos cristianos evadidos. Por eso podéis creer que vigilan bien. Han amaestrado lebreles para buscar a los cristianos.

—¡Chist! —dijo ella—. ¿No habéis oído la llamada?

LX El combate con el águila

La sombra se había extendido, violácea y enturbiada por las exhalaciones de los pantanos. La dulce llamada del zurito sonó varias veces. Con precauciones infinitas, los fugitivos salieron de sus escondites. Se reunieron en silencio, comprobaron la presencia de todos y cada uno y reanudaron la marcha.

Avanzaron toda la noche, mitad por un bosque, mitad por grandes extensiones pedregosas en donde era difícil orientarse. Querían evitar los aduares y se servían del canto de los gallos y los ladridos de los perros para alejarse de ellos. Las noches eran frescas, pero eran aún numerosos los moros que dormían en el campo, para vigilar sus cosechas sin recoger o ya segadas. La nariz de Piccinino el Veneciano percibía el más sutil olor a humo y el oído finísimo del marqués de Kermoeur, el menor ruido sospechoso. Con frecuencia, pegaba su oreja a la tierra. Tuvieron que esconderse en un matorral para dejar pasar a dos jinetes que, por fortuna, no iban acompañados de perros.

Por la mañana, se escondieron en un bosque y pasaron otro día de espera. La sed empezaba a atormentarlos pues su provisión de agua se había agotado. Buscaron en el bosque y por el croar de las ranas encontraron una charca de agua estancada, llena de insectos, pero de la que bebieron filtrándola con un lienzo. Angélica se había tendido en su rincón no lejos de los hombres agrupados en corro. Soñaba con el baño de las sultanas, su agua transparente perfumada de rosas y sus sirvientas solícitas. ¡Ah, bañarse, despojarse de aquellos vestidos que se le adherían a la carne sudorosa! ¡Y aquel verdugo de Colin Paturel que la obligaba todavía a mantener un velo sobre el rostro…!

Angélica se entregó a profundas meditaciones sobre la triste suerte de la mujer musulmana, de condición humilde. Comprendía al fin que el acceso a la vida muelle del harén fuera para aquella, el colmo del éxito, como para la vieja Fátima-Mireya. También ella tenía mucha hambre. Un estómago habituado a hartarse de pastas y dulces no se resigna, en un día, al trozo de galleta de trigo duro que el jefe les repartía con parsimonia.

Los cautivos sufrían menos que ella. Su ración no era muy distinta de la del presidio y podían vivir con menos aún. Habían copiado de sus dueños, los árabes, el don de sobriedad de los herederos del desierto, que se contentan con un poco de harina de cebada desleída en el hueco de la mano y tres dátiles.

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