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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (66 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—¿Adónde vas, amor? —le preguntaba—. No puedes dejarme. No te lo permitiré. ¡Mira! ¿Amor mío? ¡Mira! He traído los cuchillos.

Jude no se dio la vuelta, cerró los ojos, se tapó los oídos con las manos y subió tambaleándose el resto de las escaleras, ciega y sorda a todo. Sólo cuando los dedos de los pies no encontraron más obstáculos y supo que había llegado arriba, sólo entonces se atrevió a mirar de nuevo. Las seducciones comenzaron otra vez, al instante. Cada muesca de cada clavo de la puerta decía: «detente y estudiante». El polvo que se elevaba a su alrededor era una constelación en la que se podría haber perdido para siempre. Lo atravesó sin pensar, con la mirada pegada a la manija de la puerta y la agarró con tal fuerza que el malestar canceló la fascinación el tiempo suficiente para que la girara y abriera la puerta de golpe. A su espalda la volvía a llamar Sartori, pero esta vez parecía arrastrar las palabras, como si la profusión lo distrajera.

Delante de ella estaba el reflejo de su amante, desnudo, en el centro de las piedras. Estaba sentado en la postura universal del que medita: piernas cruzadas, ojos cerrados, las manos en el regazo con las palmas hacia arriba para recoger las bendiciones que se confiriesen. Aunque eran muchas las cosas en aquella sala que le llamaban a Jude la atención (la repisa de la chimenea, la ventana, las tablas del suelo y las vigas del techo) la suma de tantos atractivos, inmensa como era, no podía competir con la gloria de la desnudez humana, de esta desnudez que ella había amado y al lado de la cual había yacido, más que cualquier otra cosa. Ni los halagos de las paredes (él yeso manchado era como un mapa de algún país desconocido) ni las técnicas de persuasión de las hojas aplastadas del alféizar podían distraerla ya. Tenía los sentidos clavados en el Reconciliador y cruzó la habitación hacia él en unas pocas zancadas al tiempo que lo llamaba por su nombre.

Pero este no se movió. Allá por donde su mente vagara, estaba demasiado lejos de este lugar (o más bien, este lugar era una parte demasiado pequeña de su palestra) para que lo reclamara cualquier voz de aquí, por desesperada que estuviese. Jude se detuvo al borde del círculo. Aunque no había nada que sugiriese que lo que se encontraba dentro estuviese fluyendo, ella había visto el daño que había sufrido tanto Dowd como su anulador cuando habían sido tan imprudentes como para violar los límites. Oyó que abajo Celestine daba un grito de advertencia. No había tiempo para equivocaciones. El círculo haría lo que tuviese que hacer y ella tendría que aceptar las consecuencias.

Jude cobró ánimos y entró en el perímetro. Al instante, la afligieron la miríada de incomodidades que acompañaban el paso (picores, punzadas y espasmos) y por un momento pensó que el círculo pretendía despacharla al otro lado del In Ovo. Pero el trabajo que estaba llevando a cabo anulaba tal función y los dolores se limitaron a ir aumentando cada vez más, obligándola a caer de rodillas delante de Cortés. Derramaron lágrimas sus párpados soldados y sus labios las más groseras maldiciones. El círculo no la había matado pero un minuto más de este acoso y podría hacerlo. Tenía que actuar con rapidez.

Se obligó a abrir los ojos llenos de agua y posó la mirada sobre Cortés. Los gritos no lo habían sacado de su letargo, ni tampoco las maldiciones así que Jude no desperdició aliento emitiendo más. En lugar de eso, lo cogió por los hombros y comenzó a sacudirlo. El hombre tenía los músculos relajados y se tambaleó entre sus manos, pero o bien porque lo había tocado o por el hecho de haber invadido el círculo encantado, el caso es que consiguió arrancarle una respuesta. Cortés jadeó como si lo hubieran desarraigado de algún profundo lugar sin aire.

Entonces Jude comenzó a hablar.

—¿Cortés? ¡Cortés! ¡Abre los ojos! Cortés. ¡He dicho que abras los putos ojos!

Le estaba haciendo daño, lo sabía. El ritmo y el volumen de los jadeos masculinos aumentaron y su rostro, que hasta entonces lucía una expresión beatífica y plácida, estaba deformado por ceños y muecas. A Jude le gustó lo que vio. Se había mostrado tan pagado de su modo mesiánico. Ahora tendría que ponerse fin a tanta complacencia y si le dolía un poco, era culpa suya, maldita sea, por ser tan hijo de su Padre.

—¿Me oyes? —le gritó Jude—. Tienes que detener el oficio. ¡Cortés! ¡Tienes que detenerlo!

Los ojos de Cortés comenzaron a parpadear y a abrirse.

—¡Bien! ¡Bien! —le dijo ella, le hablaba a la cara como una maestra de escuela intentando convencer a un alumno rebelde.

—¡Puedes hacerlo! Puedes abrir los ojos. ¡Vamos! ¡Hazlo! Si no lo haces tú, lo haré yo por ti, ¡te lo advierto!

Y Jude cumplió su palabra, levantó la mano derecha, le cogió el ojo izquierdo y le levantó el párpado con el pulgar. Cortés tenía el ojo en blanco. Donde quiera que estuviese, todavía estaba muy lejos y Jude no estaba muy segura de que su cuerpo tuviera la fuerza necesaria para soportar la angustia mientras lo convencía para que volviera a casa.

Y entonces, desde el rellano, detrás de ella, la voz de Sartori:

—Es demasiado tarde, amor —le dijo—. ¿Es que no lo sientes? Ya es demasiado tarde.

A Jude no le hizo falta volver la vista para mirarlo. Podía imaginárselo con bastante claridad, con los cuchillos en las manos y una elegía en el rostro. Tampoco respondió. Necesitaba hasta el último gramo de su voluntad y su ingenio para despertar al hombre que tenía delante.

¡Y entonces acudió la inspiración! La mano de Jude abandonó el rostro del hombre y se deslizó hasta su ingle, del párpado a los testículos. Seguro que todavía quedaba suficiente del viejo Cortés en el Reconciliador como para que valorara su masculinidad. La joven notó la piel del escroto suelta en aquella cálida habitación. Le pesaban los huevos de él en la mano, pesados y vulnerables. Los sostuvo con fuerza.

—Abre los ojos —le dijo—, o que Dios me ayude porque voy a hacerte daño.

Cortés permaneció impasible. Ella apretó la mano.

—Despierta —le dijo.

Nada todavía. Jude estrujó aún más fuerte y luego los retorció.

—¡Despierta!

A Cortés se le aceleró la respiración. Ella volvió a retorcer la mano y el Reconciliador abrió de repente los ojos, los jadeos se convirtieron en un chillido que no cesó hasta que ya no le quedó más aire en los pulmones que soltar. Cuando cogió aire, Cortés levantó los brazos para sujetar a Jude por el cuello y esta tuvo que soltarle los huevos, pero no importó. El maestro estaba despierto y furioso.

Comenzó a levantarse y, al hacerlo, sacó a la joven del círculo. Jude cayó con torpeza pero comenzó a hostigarlo incluso antes de levantar la cabeza.

—¡Tienes que detener el oficio!

—Estás… loca… mujer… —gruñó él.

—¡Hablo en serio! ¡Tienes que detener el oficio! ¡Es un complot! —Jude se puso en pie como pudo—. ¡Dowd tenía razón, Cortés! Hay que detenerlo.

—No vas a estropearlo ahora —le dijo él—. Llegas demasiado tarde.

—¡Encuentra algún modo! —le respondió Jude—. ¡Tiene que haber algún modo!

—Si vuelves a acercarte a mí, te mataré —le advirtió Cortés. Examinó el círculo para asegurarse de que estuviera todavía intacto. Lo estaba—. ¿Dónde está Clem? —chilló—. ¿Clem?

Sólo entonces miró más allá de Judith, a la puerta, y tras la puerta la tenebrosa figura que aguardaba en el rellano. El ceño se convirtió en un gesto de ira y repulsión y Jude supo que se había perdido cualquier esperanza de convencerlo. Cortés sólo veía allí una conspiración.

—Ahí lo tienes, amor —dijo Sartori—. ¿No te había dicho que ya era demasiado tarde?

Los dos gek-a-gek se relamían a sus pies. Los cuchillos relucían entre sus manos. Esta vez no le ofreció el mango de ninguno. Había venido a quitarle la vida si ella se negaba a quitársela sola.

—Querida mía —le dijo—, se acabó.

Sartori dio un paso adelante y cruzó el umbral.

—Podemos hacerlo aquí —dijo mirándola desde su altura—, donde nos hicieron a los dos. ¿Qué mejor lugar?

A Jude no le hizo falta volver la vista para saber que Cortés lo estaba oyendo todo.

¿Suponía eso que quedaba una astilla de esperanza? ¿Podría caer de los labios de Sartori una frase que conmoviera a Cortés allí donde las suyas habían fracasado?

—Voy a tener que hacerlo por los dos, amor —dijo Sartori—. Tú eres demasiado débil. No ves las cosas con claridad.

—Yo no… quiero… morir —le respondió ella.

—No tienes alternativa —le dijo su amante—. O lo hace el Padre o lo hace el Hijo. Eso es todo. Padre o Hijo.

Tras ella, Jude oyó que Cortés murmuraba tres sílabas.

—Oh, Pai.

Entonces Sartori dio un segundo paso, salió de las sombras y lo iluminó la luz de las velas. En ese momento, el obsesivo escrutinio de la habitación clavó en él cada miserable bocado. Tenía los ojos húmedos por la desesperación, los labios tan secos que estaban grisáceos. El cráneo le brillaba a través de la piel pálida y los dientes, por su formación, conformaban una sonrisa letal. Era la Muerte, en cada uno de sus detalles. Y si ella lo admitía así (ella, que lo amaba), seguro que Cortés también tenía que verlo.

Sartori dio un tercer paso hacia ella y alzó los cuchillos por encima de la cabeza. Jude no apartó la vista, levantó la cabeza hacia él y lo desafió a arruinar con las hojas de los cuchillos lo que había acariciado con los dedos sólo minutos antes.

—Yo habría muerto por ti —murmuró él. Las hojas estaban en el punto más alto del reluciente arco que habían dibujado, listas para caer—. ¿Por qué no morirías tú por mí?

No esperó la respuesta, aunque ella hubiera tenido alguna que darle, sino que dejó que los cuchillos descendieran. Al acercarse estos a sus ojos, Jude desvió la mirada pero antes de que le alcanzaran la mejilla y el cuello, el Reconciliador aulló tras ella y la habitación entera tembló. Algo tiró a Jude al suelo y las hojas de Sartori no la alcanzaron por milímetros. Las velas de la repisa de la chimenea se consumieron y se apagaron pero había otras luces para ocupar su lugar. Las piedras del círculo parpadeaban como hogueras diminutas aplastadas por un potente viento, motas de luminosidad salían disparadas de ellas y golpeaban las paredes. Al borde del círculo se encontraba Cortés. En la mano, la razón de toda aquella confusión. Había cogido una de las piedras, armándose y rompiendo el círculo en el mismo instante. Estaba claro que conocía la gravedad de su acto. Había una expresión de dolor en su rostro, un dolor tan profundo que parecía haberlo incapacitado. Tras levantar la piedra se había quedado inmóvil, como si la voluntad de deshacer el oficio hubiera perdido ya ímpetu.

Jude se puso en pie, aunque la habitación temblaba con más violencia que nunca. Sentía las tablas bastante sólidas bajo sus pies pero se habían oscurecido hasta hacerse casi invisibles; sólo veía los clavos que las mantenían en su sitio, el resto, a pesar de la luz que emitían las piedras, estaban oscuro como la boca de un lobo y cuando Jude echó a andar hacia el círculo, le parecía estar pisando un enorme vacío.

Un ruido acompañaba ahora a cada temblor: una mezcla de madera torturada y yeso agrietado, todo subrayado por un hervor gutural cuya fuente ella no comprendió hasta que alcanzó el borde del círculo. Desde luego que la oscuridad que había bajo ellos era un vacío (el In Ovo se había abierto al romper Cortés el círculo) y en su interior, ya despiertos gracias a los manejos de Sartori, los prisioneros que se confabulaban y supuraban allí comenzaban a subir al olor de la huida.

En la puerta, los gek-a-gek elevaron un clamor de anticipación al presentir la liberación de sus compañeros. Pero pese a todo su poder, de pocos restos disfrutarían en la consiguiente matanza. Comenzaban a surgir formas allí abajo que los hacían parecer simples gatitos: entidades de tal elaboración que ni los ojos de Jude ni su agudeza podían abarcar. Aquella visión la aterrorizó pero si esta era la única forma de detener la Reconciliación, que así fuera. La historia se repetiría y el maestro quedaría maldito por segunda vez.

Cortés había visto el ascenso de los oviáceos con tanta claridad como ella y la imagen lo dejó congelado. Resuelta a toda costa a evitar que él restableciera el estatus quo, Jude estiró el brazo para quitarle la piedra de la mano y tirarla por la ventana. Pero antes de que sus dedos pudieran cogerla, el maestro levantó la vista y la miró. La angustia había desaparecido de su rostro, sustituida por la cólera.

—¡Tira la piedra! —le gritó ella.

Pero los ojos de Cortés no estaban posados en ella. Miraban al que tenía al lado, ¡Sartori! Jude se apartó de golpe cuando bajaron los cuchillos, se aferró a la repisa de la chimenea y se dio la vuelta para ver a los dos hermanos cara a cara, uno armado con los cuchillos, el otro con la piedra.

La mirada de Sartori había acompañado a Jude cuando ésta saltó y antes de que pudiera volver los ojos hacia su enemigo, Cortés bajó la piedra con un golpe a dos manos que sacó chispas de uno de los filos cuando lo arrancó de los dedos de su hermano. Ahora que disponía de ventaja, Cortés fue a por el segundo cuchillo pero Sartori ya lo había alejado de su alcance antes de que la piedra pudiera golpearlo, así que Cortés le asestó el golpe a la mano vacía, el crujido de los huesos de su hermano se oyó por encima del estrépito de los oviáceos y las tablas y el crujido de las paredes.

Sartori lanzó un lastimero grito y levantó la mano fracturada delante de su hermano como si quisiera provocarle remordimientos por la herida. Pero cuando los ojos de Cortés se dirigieron a la mano rota de Sartori, la otra, entera y afilada, se precipitó sobre su flanco. Cortés vislumbró el filo y se giró un poco para evitarlo pero el cuchillo encontró su brazo y lo abrió hasta el hueso, desde la muñeca hasta el codo. El maestro dejó caer la piedra y una lluvia de sangre cayó detrás, y cuando levantó la palma para restañar la hemorragia, Sartori entró en el círculo asestando puñaladas a diestro y siniestro.

Indefenso, Cortés se retiró ante el filo y, al inclinarse hacia atrás para evitar los cortes, perdió pie y se desplomó bajo su atacante. Una cuchillada habría terminado con él en ese mismo instante. Pero Sartori quería intimidad. Se puso a horcajadas sobre el cuerpo de su hermano y se agachó sobre él sin dejar de tirar tajos a los brazos de Cortés, que intentaba evitar el golpe de gracia.

Jude registró las endebles tablas en busca del cuchillo caído, distraían su mirada las malignas formas que por todas partes volvían el rostro hacia la libertad. La hoja, si la encontraba, no le serviría de mucho contra ellas pero quizá todavía pudiera acabar con Sartori. Este había planeado quitarse la vida con uno de estos cuchillos y ella quizá aun pudiera darle ese uso si conseguía encontrarlo.

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