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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (75 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Jude y Hoi-Polloi no subieron al palacio el día que llegaron. Ni el día después, ni el día después de ese. En lugar de eso, buscaron la casa de Pecador y se pusieron cómodas, aunque los tulipanes de la mesa del comedor habían quedado sustituidos por una multitud de flores que habían atravesado el suelo y el techo se había convertido en una pajarera. Después de un viaje tan largo en el que nunca habían sabido de una noche a otra dónde iban a posar la cabeza, aquellas eran molestias menores y agradecían poder descansar, acunadas por arrullos y parloteos, en unas camas que más parecían emparrados. Cuando despertaron, había de sobra para comer: fruta que se podía coger de los árboles, agua, que corría limpia y fría en la calle y, en algunos de los arroyos más grandes, peces, que formaban la dieta básica de los clanes que vivían en las inmediaciones.

Había hombres además de mujeres entre estas familias extendidas, algunos de los cuales debieron de formar parte de las turbas y los ejércitos que habían cometido tantas atrocidades la noche que cayó el Autarca. Pero la gratitud de haber sobrevivido a la revolución o la influencia tranquilizadora del crecimiento y la plenitud que los rodeaba los habían convencido para que se dedicaran a mejores propósitos. Manos que habían mutilado o asesinado se empleaban ahora en reconstruir unas cuantas de las casas, levantaban sus muros pero sin desafiar a la selva, ni a las aguas que la alimentaban, sino confabulados con ambas. Esta vez, los arquitectos eran mujeres, que habían bajado de sus bautismos inspiradas para utilizar los restos de la antigua ciudad para crear una nueva y por todas partes Jude veía ecos de la serena y elegante estética que distinguía la obra de las Diosas.

No era grande la urgencia que acompañaba a estas construcciones y tampoco, pensó Jude, había muchas señales de que observaran un diseño grandioso. La época del imperio había terminado y todos los dogmas, edictos y conformidades habían desaparecido con él. El pueblo resolvía el problema de poner un techo sobre sus cabezas a su modo, sabiendo, mientras tanto, que los árboles eran tan frondosos como muníficos; las casas que se obtuvieron eran tan diferentes como los rostros de las mujeres que supervisaron su construcción. El Sartori con el que se había encontrado en la calle Gamut habría dado su aprobación, pensó Jude. ¿Acaso no le había acariciado la mejilla durante su penúltimo encuentro y le había dicho que había soñado con una ciudad construida a su imagen y semejanza? Si esa imagen era «la mujer», entonces aquí estaba la ciudad, levantándose de entre las ruinas.

Así que de día tenían el dosel lleno de murmullos, los ríos burbujeantes, el calor, la risa. Y de noche, el sopor bajo un techo de plumas y sueños amables y sin interrupciones. Ese fue el caso, al menos, durante una semana. Pero a la octava noche, a Jude la despertó la voz de Hoi-Polloi, que la llamaba desde la ventana.

—Mira.

Y Jude miró. Las estrellas brillaban sobre la ciudad y teñían de plata el río que fluía bajo ellas. Pero había otras formas en el agua, comprendió: más sólidas pero no menos plateadas. Lo que habían oído en el camino era cierto. Subían el río unas criaturas que ningún barco pesquero, por muy profundo que fuera su arrastre, habría encontrado jamás en sus redes. Algunos tenían algo de delfín o de sepia o de raya en su apariencia pero el rasgo común era una insinuación de humanidad, enterrada a tanta profundidad en su pasado (o en su futuro) como lo estaban sus hogares en el océano. Había miembros en algunos de ellos y éstos parecían saltar por la ladera en lugar de nadar. Otros eran tan sinuosos como anguilas pero las cabezas proyectaban un aire mamífero, con los ojos luminosos y las bocas lo bastante refinadas para formar palabras.

La visión de su ascenso era estimulante y Jude se quedó ante la ventana hasta que desapareció todo el banco calle arriba. No tenía duda de cuál era el destino de aquellas criaturas y lo cierto es que tampoco del suyo propio, después de esto.

—No podemos estar ya más descansadas —le dijo a Hoi-Polloi.

—¿Entonces es hora de subir la colina?

—Sí. Creo que sí.

Dejaron la casa de Pecador al amanecer para realizar la mayor parte de la subida antes de que el cometa ascendiera demasiado y la humedad les minara las fuerzas. Nunca había sido un trayecto fácil pero incluso durante aquellas primeras horas de la mañana llenas de frescura se convirtió en una caminata penosa, sobre todo para Jude, que se sentía como si llevara plomo en el útero en lugar de un alma viva. Tuvo que pedir un descanso varias veces durante el ascenso y sentarse a la sombra para recuperar el aliento, pero en la cuarta de aquellas ocasiones, al levantarse se encontró con que sus jadeos se iban haciendo cada vez más superficiales y el dolor del vientre tan agudo que apenas podía mantenerse consciente. Su agitación (y los gañidos de Hoi-Polloi) atrajeron manos serviciales y la estaban echando sobre un montículo de hierba floreciente cuando rompió aguas.

Algo menos de una hora después, a poco más de un kilómetro del lugar donde se había levantado la puerta de los santos gemelos Sumidero y Neto, en un bosquecillo repleto de diminutos pájaros de color turquesa, Jude dio a luz al primer y único retoño del autarca Sartori.

3

Aunque los perseguidores de Jude y Hoi-Polloi habían dejado a la artífice del lago del Kwem con indicaciones claras, aun así llegaron a Yzordderrex seis semanas más tarde que las mujeres. En parte porque el apetito sexual de Lunes había mermado de forma significativa tras su aventura en el Palacio del Kwem y por tanto imponía un ritmo mucho menos delirante de lo que lo había hecho hasta entonces, pero sobre todo porque el entusiasmo de Cortés por la cartografía aumentaba a pasos agigantados. Apenas pasaba una hora sin que recordara alguna provincia por la que había pasado o algún indicador que había visto y siempre que ocurría se interrumpía el viaje mientras él sacaba el cuaderno de mapas que había hecho a mano y plasmaba con meticulosidad todos los detalles al tiempo que, mientras trabajaba, recitaba de un tirón los nombres de mesetas y valles, bosques, planicies, carreteras y ciudades, como una letanía. No consentía que lo apuraran, aunque perdieran la oportunidad de que los llevaran o se ganaran una buena mojadura en el proceso. Esta era, le dijo a Lunes, la auténtica gran obra de su vida y sólo sentía haber llegado a ella tan tarde.

A pesar de estas interrupciones, la ciudad estaba más cerca cada día, con cada kilómetro que recorrían, hasta que una mañana, cuando levantaron la cabeza de la almohada bajo un arbusto de espinos, las brumas se despejaron y les mostraron a lo lejos una inmensa montaña verde.

—¿Qué es ese lugar? —se maravilló Lunes.

Asombrado, Cortés dijo:

—Yzordderrex.

—¿Dónde está el palacio? ¿Dónde están las calles? Todo lo que veo son árboles y arco iris.

Cortés estaba tan confundido como el muchacho.

—Antes era un lugar gris, negro y lleno de sangre.

—Bueno, pues ahora es de un puto color verde.

Y se fue haciendo más verde a medida que se acercaban, el aroma de la vegetación dulcificaba de tal modo el aire que Lunes pronto perdió el gesto de desilusión y comentó que quizá tampoco estuviera tan mal después de todo. Si Yzordderrex se había convertido en un bosque silvestre, entonces puede que todas las mujeres se hubieran convertido en salvajes, vestidas con zumo de moras y sonrisas. Podría soportarlo durante un tiempo.

Lo que encontraron en las laderas más bajas, por supuesto, fueron escenas más extraordinarias que las figuraciones más encendidas de Lunes. Buena parte de lo que los habitantes de Nueva Yzordderrex daban por sentado (las anárquicas aguas, los árboles primitivos) dejaban tanto al hombre como al muchacho con la boca abierta. Renunciaron a expresar su admiración en voz alta después de un rato y se limitaron a trepar entre los suntuosos matorrales mientras poco a poco se desprendían del peso del equipaje que habían acumulado a lo largo del viaje y lo dejaban esparcido por la hierba.

La intención de Cortés había sido ir al kesparate eurhetemec con la esperanza de localizar a Atanasio pero con la ciudad tan transformada fue una caminata lenta y difícil, así que fue más la suerte que el ingenio lo que los llevó, después de una hora o más, a la puerta. Las calles que había detrás estaban tan cubiertas de vegetación como las que habían atravesado, las terrazas se parecían a una huerta a la que alguien hubiera permitido desmandarse y la fruta caída los escombros que yacían entre los árboles.

Por sugerencia de Lunes, se separaron para ir en busca del maestro. Cortés le dijo al muchacho que si veía a Jesús en los árboles, entonces había descubierto a Atanasio. Pero los dos volvieron a la puerta sin haber podido encontrarlo, lo que obligó a Cortés a preguntarles a unos niños que habían venido a jugar a colgarse de la puerta si alguno de ellos había visto al hombre que había vivido aquí. Uno de ellos, una niña de unos seis años con el cabello trenzado y tan salpicado de parras que parecía que era de ella de donde brotaban, tenía una respuesta.

—Se fue —dijo.

—¿Sabes adónde?

—Pues no —dijo otra vez la niña hablando en nombre de su pequeña tribu.

—¿Lo sabe alguien?

—Pues no.

Y esa conversación puso rápido fin al tema de Atanasio.

—¿Y ahora adónde? —preguntó Lunes cuando los niños volvieron a sus juegos.

—Seguimos al agua —respondió Cortés.

Comenzaron a ascender de nuevo mientras el cometa, que ya hacía mucho tiempo que había pasado su cénit, hacía el movimiento contrario. Los dos estaban fatigados y la tentación de echarse en algún lugar tranquilo crecía con cada paso que daban. Pero Cortés insistió en continuar recordándole a Lunes que el regazo de Hoi-Polloi sería un sitio mucho más cómodo en el que reposar la cabeza que cualquier montecillo, y que los besos de la joven serían más tonificantes que un chapuzón en cualquier estanque. Sus palabras resultaron convincentes y el muchacho encontró una energía que Cortés envidiaba para avanzar casi a saltos y despejar el camino para el maestro, hasta que llegaron a los montículos de oscuros escombros que señalaban los muros del palacio. Entre ellos se elevaban las columnas de las que en otro tiempo colgaban un enorme par de verjas y que ahora habían convertido en juguetes las aguas, que trepaban por el pilar de la derecha en riachuelos y luego salvaban de un salto el vacío formando un arco de llovizna que se estrellaba justo en la parte superior del pilar de la izquierda. Era un espectáculo de lo más seductor, un espectáculo que acaparó la atención de Cortés por completo y dejó que Lunes se adelantara sólo entre las columnas.

A los pocos minutos el grito del muchacho vino a buscar a Cortés, y la voz era dichosa.

—¿Jefe? ¡Jefe! ¡Ven aquí!

Cortés siguió el camino que le indicaban los gritos de Lunes, atravesó la cálida lluvia que caía del arco y entró en el palacio en sí. Encontró a Lunes vadeando un patio, fragrante gracias a los lirios que temblaban en su torrente, hacia una figura que aguardaba bajo la galería del otro lado. Era Hoi-Polloi. Tenía el cabello aplastado contra el cráneo, como si acabara de nadar en el estanque, y el pecho sobre el que Lunes estaba tan impaciente por posar la cabeza, estaba desnudo.

—Así que por fin estáis aquí —dijo mientras miraba a Cortés por encima de la cabeza de Lunes.

Su impaciente galán perdió pie a medio camino y volaron los lirios cuando se volvió a levantar de golpe.

—¿Sabías que veníamos? —le dijo a la muchacha.

—Por supuesto —respondió ella—. No tú. Pero el maestro sí. Sabíamos que el maestro venía.

—Pero es a mí a quien te alegras de ver, ¿no? —balbuceó Lunes—. Es decir, ¿te alegras?

Hoi-Polloi abrió los brazos y lo miró.

—¿A ti qué te parece? —le dijo.

El muchacho lanzó su aullido más aullador y siguió chapoteando hacia ella mientras se despojaba de la empapada camisa por el camino. Cortés siguió sus pasos. Para cuando llegó al otro lado, Lunes se lo había quitado todo menos la ropa interior.

—¿Cómo sabías que íbamos a venir aquí? —le preguntó Cortés a la muchacha.

—Hay profetas por todas partes —respondió ella—. Vamos, te llevaré arriba.

—¿Es que no puede ir sólo? —protestó Lunes.

—Ya tendremos tiempo de sobra más tarde —dijo Hoi-Polloi cogiéndolo de la mano—. Pero primero tengo que llevarlo a los aposentos.

Los árboles que había dentro del anillo que formaban los muros demolidos empequeñecían a los que había fuera, un crecimiento inaudito inspirado sin duda por la santidad casi palpable de aquel lugar. Había mujeres y niños en sus ramas y entre las gigantescas raíces, pero Cortés no vio ningún hombre y supuso que si no los escoltara Hoi-Polloi, les habrían pedido que se fueran. Cómo se haría cumplir tal petición sólo podía suponerlo pero no le cabía duda que las presencias que impregnaban el aire y la tierra de este lugar tenían sus propios medios. Sabía lo que eran esas presencias: las Diosas prometidas, cuya existencia había oído sugerir por vez primera en Beatrix, sentado en la cocina de mamá Espléndido.

El trayecto era tortuoso. Había varios lugares por donde los ríos fluían con demasiada fuerza y eran demasiado profundos para poder vadearlos y Hoi-Polloi tuvo que llevarlos a puentes o pasaderas y luego dar la vuelta por la orilla contraria para recuperar el camino. Pero cuanto más se adentraban, más sensible se hacía el aire y aunque Cortés tenía un sinfín de preguntas que hacer, prefirió guardárselas antes que mostrar su ingenuidad.

De vez en cuando Hoi-Polloi les ofrecía algún bocadito de información, pero dejado caer de una forma tan casual que también se convertían en enigmas.

—… los fuegos son tan graciosos… — dijo en un momento dado cuando pasaron al lado de un montón de metal retorcido que había sido una de las máquinas de guerra del Autarca. Y en otro lugar, donde un profundo estanque azul albergaba a unos peces del tamaño de hombres, dijo—: … Al parecer tienen su propia ciudad… pero está en el océano, a tal profundidad que no creo que llegue a verla jamás. Pero los niños sí. Y eso es lo más maravilloso…

Por fin los llevó hasta una puerta envuelta en una cortina de agua y, tras volverse hacia Cortés, dijo:

—Te están esperando.

Lunes se dispuso a atravesar la cortina al lado de Cortés pero Hoi-Polloi lo detuvo con un beso en el cuello.

—Esto es sólo para el maestro —le dijo—. Ven conmigo. Vamos a nadar.

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