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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (60 page)

—Sí, lo veo.

—No hemos olvidado el cuerpo que teníamos —le dijo a Jude—. Hemos conocido las flaquezas de tu condición. Recordamos sus dolores e incomodidades. Sabemos lo que significa que te hieran: en el corazón, en la cabeza y en el vientre.

—Lo veo —dijo Jude.

—Y tampoco te habríamos confiado Nuestra fragilidad a menos que creyéramos que algún día podrías estar entre Nosotras.

—Entre Vosotras.

—Algunas divinidades surgen de la voluntad colectiva de los pueblos; algunas se hacen al calor de las estrellas; algunas son abstracciones. Pero algunas (¿nos atreveremos a decir las mejores, las más cariñosas?) son las mentes superiores de almas vivas. Nosotras somos de ese tipo de divinidades, hermana, y los recuerdos que tenemos de las vidas que vivimos y las muertes que morimos todavía están muy marcados. Te entendemos, dulce Judith, y no te acusamos.

—¿Ni siquiera Jokalaylau? —dijo Jude.

La Diosa de las Nieves Perpetuas se dejó ver en toda su extensión y le mostró a Jude toda su forma de un sólo vistazo. Había cierta palidez moviéndose bajo su piel y Sus ojos, que habían sido tan luminosos, se habían oscurecido. Pero los había clavado en Jude, que sintió la mirada como si fuera una puñalada.

—Quiero que veas —le dijo— lo que el Padre del padre del hijo que llevas en tu interior le hizo a Mis devotas.

Jude reconoció entonces la palidez. Era una tormenta de nieve, que, empujada a través de la forma de la Diosa por el dolor le punzaba cada parte del cuerpo. Sus ventisqueros eran montañosos pero, a petición de Jokalaylau, se movieron y descubrieron el lugar de una atrocidad. Los cuerpos de varias mujeres yacían congelados donde habían caído, los ojos arrancados, los pechos cortados. Algunas yacían cerca de cuerpos más pequeños: niños violados, bebés desmembrados.

—Esto no es más que una pequeña parte de una pequeña parte de lo que hizo —dijo Jokalaylau.

A pesar de lo pavorosa que era aquella visión, Jude ni siquiera se estremeció esta vez, sino que se quedó mirando el horror hasta que Jokalaylau lo cubrió con un frío sudario.

—¿Qué me estás pidiendo que haga? —dijo Jude—. ¿Me estás diciendo que debería añadir otro cuerpo a este montón? ¿Otro niño? —Se llevó la mano al vientre—. ¿Este niño?

Hasta ahora no se había dado cuenta de la necesidad que sentía de conservar el alma que estaba alimentando allí.

—Pertenece al carnicero —dijo Jokalaylau.

—No —respondió Jude en voz baja—. Me pertenece a mí.

—¿Serás tú la responsable de sus obras?

—Por supuesto —dijo, sentía una extraña alegría al hacer aquella promesa—. El mal puede surgir del bien, Diosa; cosas enteras de las rotas.

Se preguntó mientras hablaba si Ellas sabían dónde se habían originado esos sentimientos; si comprendían que estaba dándole la vuelta a la filosofía del Reconciliador para alcanzar sus maternales objetivos. Si lo entendían, no parecían tenerla en peor consideración por ello.

—Entonces que nuestros espíritus vayan contigo, hermana —dijo Tishalullé.

—¿Me volvéis a pedir que me vaya? —preguntó Jude.

—Viniste aquí buscando una respuesta y podemos proporcionártela.

—Comprendemos la urgencia de este asunto —dijo Urna Umagammagi—. Y no te hemos retenido aquí sin una buena causa. He cruzado los Dominios mientras tú esperabas, en busca de alguna pista para solucionar este misterio. Hay maestros aguardando en cada Dominio para llevar a cabo la Reconciliación…

—¿Entonces Cortés no ha comenzado?

—No. Está esperando tus noticias.

—¿Y qué debería decirle?

—He entrado en sus corazones y he buscado alguna conjura…

—¿Y has encontrado alguna?

—No. No son puros, por supuesto. ¿Quién lo es? Pero todos ellos quieren que Imajica esté completa. Todos ellos creen que el oficio que están listos para realizar puede salir bien.

—¿Y tú también lo crees?

—Sí, lo creemos —dijo Tishalullé—. Por supuesto, no se dan cuenta que están completando el círculo. Si lo entendieran, quizá se lo pensasen un poco más.

—¿Por qué?

—Porque el círculo le pertenece a Nuestro sexo, no al suyo —interpuso Jokalaylau.

—No es cierto —dijo Umagammagi—. Le pertenece a cualquier mente que se preocupe por concebirlo.

—Los hombres son incapaces de concebir, hermana —respondió Jokalaylau—. ¿O no te habías enterado?

Umagammagi sonrió.

—Incluso eso podría cambiar, si podemos sacarlos de sus errores.

Sus palabras planteaban muchas preguntas y la Diosa lo sabía. Con los ojos clavados en Jude dijo:

—Tendremos tiempo para esos oficios cuando regreses. Pero ahora sabemos que debes volver rauda.

—Dile a Cortés que sea el Reconciliador —dijo Tishalullé—. Pero no compartas con él nada de lo que hemos dicho.

—¿Debo ser yo la que se lo diga? —le dijo Jude a Umagammagi—. Si ya has estado allí una vez, ¿no puedes volver y darle tú la noticia? Yo quiero quedarme aquí.

—Lo entendemos. Pero Cortés no está de humor para confiar en Nosotras, créeme. El mensaje debe oírlo de tus labios, en carne y hueso.

—Ya veo —dijo Jude.

No había lugar para la persuasión, al parecer. Había venido aquí con la esperanza de encontrar una respuesta clara y ya la tenía. Ahora debía volver al Quinto con ella, por muy desagradable que le resultase el viaje.

—¿Me permitís haceros una pregunta antes de irme? —dijo Jude.

—Hazla.

—¿Por qué os mostrasteis ante mí de esta manera?

Fue Tishalullé la que respondió.

—Para que Nos conozcas cuando vengamos a sentarnos a tu mesa o caminemos a tu lado por la calle —dijo.

—¿Vendréis al Quinto?

—Quizá, con el tiempo. Tendremos mucho trabajo aquí, cuando se logre la Reconciliación.

Jude imaginó forjadas en Londres las transformaciones que había visto fuera: la Madre Támesis trepaba por sus orillas y depositaba la suciedad con la que la habían asfixiado en Whitehall y el Mall, luego barría toda la ciudad, convertía sus plazas en piscinas y sus catedrales en patios de juegos. Aquel pensamiento alivió su angustia.

—Os estaré esperando —dijo, y tras darles las gracias, partió.

Cuando salió las aguas ya la esperaban, la espuma opulenta como una almohada. No se retrasó ni un momento, sino que bajó directamente a la playa y se arrojó en sus brazos. Esta vez no hubo necesidad de nadar, la marea sabía lo que hacía. La levantó y la transportó al otro lado de la cuenca como si fuera un carro de espuma, luego la depositó en las rocas desde las que se había lanzado en un principio. Lotti Yap y Paramarola se habían ido pero encontrar el camino de salida del palacio sería más fácil que cuando había llegado. Las aguas habían estado trabajando en muchos de los pasillos y aposentos que rodeaban la cuenca y en los patios que había más allá, habían abierto ventanas a estanques relucientes y fuentes que se extendían hasta los escombros de las verjas del palacio. El aire también estaba más limpio que antes y Jude pudo ver los kesparates que se extendían a sus pies. Pudo ver incluso el puerto, y el mar ante sus muros, y su marea ansiando sin duda compartir este hechizo.

Se abrió camino hasta la escalera y se encontró con que las aguas que la habían traído hasta aquí se habían retirado y habían dejado a su paso un gran montón de restos. Revolviendo entre ellos, como una raquera a la que le hubieran concedido el paraíso, estaba Lotti Yap y sentada en los escalones inferiores, charlando con Paramarola, vio a Hoi-Polloi Pecador.

Después de saludarse, Hoi-Polloi le explicó todos los rodeos que había dado antes de confiarse al río que la había separado de Jude. Pero una vez que saltó, la había llevado sana y salva por todo el palacio y la había dejado en ese punto. Minutos después, lo habían reclamado otras obligaciones y había desaparecido.

—Ya casi te dábamos por perdida —dijo Lotti Yap. Estaba muy ocupada sacando las peticiones y las plegarias de la basura, las desdoblaba, las examinaba y luego se las guardaba.

—¿Conseguiste ver a las Diosas?

—Sí, lo conseguí.

—¿Son hermosas? —preguntó Paramarola.

—En cierta forma.

—Cuéntanos todos los detalles.

—No tengo tiempo. Tengo que volver al Quinto.

—Ya tienes entonces tu respuesta —dijo Lotti.

—Así es. Y no tenemos nada que temer.

—¿No te lo había dicho? —respondió la otra—. Todo está bien en el mundo.

Cuando Jude empezó a abrirse camino entre los escombros, Hoi-Polloi dijo:

—¿Podemos ir dos?

—Creí que ibas a esperar con nosotras —dijo Paramarola.

—Volveré para ver a las Diosas —replicó Hoi-Polloi—. Me gustaría ver el Quinto antes de que todo cambie. Va a cambiar, ¿no es cierto?

—Sí, así es —dijo Jude.

—¿Queréis algo para leer en vuestros viajes? —les preguntó Lotti mientras les ofrecía un puñado de peticiones—. Es asombroso lo que escribe la gente.

—Todo eso debería ir a la isla —dijo Jude—. Llévalas contigo. Déjalas a la puerta del templo.

—Pero las diosas no pueden responder a cada plegaria —dijo Lotti—. Amantes perdidos, hijos tullidos…

—No estés tan segura —le dijo Jude—. Va a nacer un nuevo día.

Luego, con Hoi-Polloi a su lado, hizo la segunda ronda de despedidas de la hora y se alejó rumbo a la verja.

—¿De verdad crees lo que le has dicho a Lotti? —le preguntó Hoi-Polloi una vez que dejaron atrás la escalera—. ¿Mañana va a ser tan diferente de hoy?

—De un modo u otro —dijo Jude.

La respuesta era más ambigua de lo que había pretendido pero quizá su lengua fuese más sabia de lo que creía. Aunque abandonaba este lugar sagrado con la palabra de poderes mucho más expertos que ella, las palabras de consuelo de la Diosa no podían borrar del todo el recuerdo del cuenco de la habitación de los tesoros de Oscar y la profecía de polvo que le había mostrado.

Se riñó en silencio por su falta de fe. ¿De dónde procedía esa veta de arrogancia que le permitía dudar de la sabiduría de la propia Urna Umagammagi? De ahora en adelante apartaría de sí tal ambivalencia. Quizá mañana, o algún bendito día después, se encontraría con las Diosas en las calles del Quinto y Les diría que, incluso después de sus palabras de consuelo, ella todavía había alimentado una ridícula sombra de duda. Pero hoy se inclinaría ante Sus sabias voces y volvería con el Reconciliador convertida en portadora de buenas nuevas.

Capítulo 22
1

C
ortés no era el único ocupante de la casa de la calle Gamut que había olido el In Ovo en la brisa de aquellas últimas horas de la tarde; también lo había hecho alguien que en otro tiempo había estado prisionero en ese infierno entre Dominios: Descansito. Cuando Cortés volvió a la sala de meditación, tras encomendarle a Lunes la tarea de subir las piedras al piso de arriba y decirle a Clem que diera una vuelta por la casa para asegurarse de que estuviera bien cerrada, se encontró a su antiguo torturador subido a la ventana. Tenía lágrimas en las mejillas y los dientes le castañeteaban de una forma incontrolable.

—Se está acercando, ¿verdad? —dijo la criatura—. ¿Lo habéis visto, Liberatore?

—Sí, ya viene y no, no lo he visto —dijo Cortés—. No pongas esa cara de pánico, Descan. No voy a permitir que te ponga un dedo encima.

La criatura lució su lamentable sonrisa pero con los dientes moviéndose de aquella manera, el efecto fue grotesco.

—Os parecéis a mi madre —dijo el ente—. Cada noche me decía: nada va a hacerte daño, nada va a hacerte daño.

—¿Te recuerdo a tu madre?

—Teta arriba, teta abajo —respondió Descansito—. No era ninguna belleza, todo hay que decirlo. Pero todos mis padres la amaron.

Se escuchó un gran estrépito abajo y la criatura dio un salto.

—No pasa nada —dijo Cortés—. Es sólo Clem, que está cerrando las contraventanas.

—Quiero ser de alguna utilidad. ¿Qué puedo hacer?

—Puedes hacer lo que estás haciendo. Vigilar la calle. Si ves algo ahí fuera…

—Ya lo sé. Chillo como un poseso.

Con las ventanas bien cerradas abajo, la casa cayó en un repentino atardecer en el que Clem, Lunes y Cortés trabajaron sin decir palabra ni hacer pausas. Para cuando llevaron todas las piedras arriba, el día también había ido cayendo fuera y se había convertido en crepúsculo. Cortés se encontró a Descansito apoyado en la ventana arrancando puñados de hojas del árbol de fuera y lanzándolas a la habitación. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, la criatura le explicó que, ahora que había caído la tarde, la calle era invisible a través del follaje, así que estaba despejando la vista.

—Cuando comience con la Reconciliación, quizá deberías vigilar desde el piso de arriba —sugirió Cortés.

—Lo que vos sugiráis, Liberatore —dijo Descansito. Se deslizó del alféizar y levantó la cabeza para mirar a Cortés—. Pero antes de que me vaya, si no os importa, tengo una pequeña solicitud —dijo.

—¿Sí?

—Es algo delicado.

—No tengas miedo. Pregúntame.

—Sé que estáis a punto de comenzar el oficio y creo que esta podría ser la última vez que tengo el honor de disfrutar de vuestra compañía. Cuando se lleve a cabo la Reconciliación, seréis un gran hombre. No quiero decir que no lo seáis ya —se apresuró a añadir el ente—. Lo sois, por supuesto. Pero después de esta noche todo el mundo sabrá que sois el Reconciliador y que habéis hecho lo que no pudo hacer el propio Cristo. Os harán Papa y escribiréis vuestras memorias —Cortés se echó a reír—, y yo nunca os volveré a ver. Y así es como debería ser. Es lo más correcto y adecuado. Pero antes de que os convirtáis en alguien tan famoso y celebrado, me preguntaba si vos… ¿querríais bendecirme?

—¿Bendecirte?

Descansito levantó aquellas manos de dedos tan largos para conjurar la negativa que le parecía que estaba a punto de escuchar.

—¡Lo entiendo! ¡Lo entiendo! —dijo—. Ya habéis sido muy amable conmigo, más allá de toda medida…

—No es eso —dijo Cortés mientras se ponía en cuclillas delante de la criatura, del mismo modo que se había puesto cuando el ente tenía la cabeza metida debajo del tacón de Jude—. Lo haría si pudiese. Pero Descan, no sé cómo. No soy ningún Mesías. Jamás he tenido un ministerio. Jamás he predicado el evangelio ni resucitado a los muertos.

—Tenéis vuestros discípulos —dijo Descansito.

—No. He tenido algunos amigos que me han soportado y algunas amantes que me han seguido la corriente. Pero jamás he tenido el poder de inspirar. Lo malgasté en seducciones. No tengo derecho a bendecir a nadie.

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