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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Humano demasiado humano (12 page)

100. El pudor.

Dondequiera que haya un «misterio» se da también el pudor; esta es una concepción religiosa muy extendida en los tiempos más antiguos de la civilización humana. En todas partes había terrenos acotados a los que el derecho divino prohibía acceder, salvo en ciertas situaciones. En principio, era una prohibición relativa a un lugar, en el sentido de que ciertos territorios no podían ser hollados por los pies de los profanos que, al acercarse a ellos, sentían ansiedad y terror. Este sentimiento se trasladó de diversos modos a otros objetos, por ejemplo, a las relaciones sexuales, al ser una prerrogativa y un
sanctasanctórum
de la edad más madura, debían ser sustraídas a las miradas de la juventud, por su propio bien; diferentes divinidades a las que se creían situadas como guardianes de la cámara nupcial se ocupaban de proteger dichas relaciones y de santificarlas. Por ello, en turco, se da a esta cámara el nombre
de harén
, «santuario», designándola, entonces, con el nombre que se aplica a los pórticos de las mezquitas. Así es como la realeza, centro de donde emana el poder y el esplendor, es para el súbdito un misterio cargado de secretos y de pudor; restos de este efecto se siguen encontrando hoy en pueblos que, por otra parte, no figuran entre los púdicos. De igual forma, el mundo entero de los estados interiores, lo que se llama el «alma», sigue siendo hoy un misterio para los no filósofos, ya que durante un tiempo infinito se creyó digno de tener un origen divino, de mantener relaciones con la divinidad; es entonces un
sanctasanctórum
e inspira pudor.

101. No juzguen.

Al estudiar épocas históricas, hemos de procurar no condenar injustamente. No debemos medir con nuestro rasero la injusticia de la esclavitud o la crueldad del sometimiento de personas y de pueblos, porque en aquel tiempo el instinto de la justicia no estaba tan desarrollado. ¿Quién se atrevería a reprochar al ginebrino Calvino por haber quemado al médico Servet? Fue un acto consecuente con sus concepciones y hasta la propia Inquisición tenia su legitimidad; simplemente, las ideas reinantes eran falsas, y tuvieron consecuencias que nos parecen crueles porque dichas ideas están muy alejadas de las nuestras. Por otra parte, ¿qué supone el suplicio de un sólo, hombre en comparación con los tormentos eternos del infierno para casi todos? Y sin embargo, esta concepción dominaba entonces en todo el mundo, sin que su horror mucho mayor perjudicara especialmente a la idea de Dios. También entre nosotros los individuos de ciertas sectas políticas son tratados con crueldad y dureza, pero como estamos habituados a creer en la necesidad del Estado no sentimos en este caso tanto la crueldad como en aquéllos cuyas concepciones rechazamos. La crueldad para con los animales, que observamos en los niños y en los italianos, se reduce a una falla de comprensión, ya que se ha situado al animal muy por debajo del hombre, principalmente por interés de la doctrina eclesiástica. Muchos horrores e inhumanidades históricos, que resultan casi increíbles, pueden verse atenuados también si consideramos que quien los ordenó y quien los realizó fueron personas distintas: el primero no tenía la visión del hecho ni, por consiguiente, la fuerte impresión que ésta produce en la imaginación; y el segundo obedecía a un superior y se sentía irresponsable. La mayoría de los príncipes y de los jefes militares, por su falta de imaginación, parecen crueles y duros sin serlo.
El egoísmo no es malo
, porque la idea de «prójimo», la palabra es de origen cristiano y no corresponde a la realidad, es en nosotros muy débil, y casi nos sentimos tan libres e irresponsables respecto a él como frente a una planta o a una piedra. El dolor ajeno es algo que hay que
aprender
y nunca puede aprenderse del todo.

102. El hombre siempre hace bien.

No tachamos de inmoral a la naturaleza cuando nos envía una tormenta y nos cala hasta los huesos. ¿Por qué llamamos, entonces, inmoral al hombre que produce un daño? Porque suponemos en él una voluntad que obra arbitrariamente, mientras que en el primer caso hablamos de necesidad. Sin embargo, esta distinción es errónea. Por otra parte, hay situaciones en que no consideramos inmoral ni siquiera al que causa un daño con intención; no sentimos escrúpulos, por ejemplo, al matar una mosca intencionadamente por el simple hecho de que nos molesta su zumbido: pero se castiga intencionadamente al criminal y se le hace sufrir para garantizar la seguridad de cada uno de nosotros y de la sociedad. En el primer caso, quien causa un daño para conservarse o incluso para no sufrir es un individuo; en el segundo, es el Estado. Toda moral acepta que se realice intencionadamente el mal en caso de
legítima defensa
, es decir, cuando se trata de
la propia conservación
. Pero para explicar todas las malas acciones realizadas por hombres contra hombres bastan estos dos objetivos; o se trata de conseguir un placer o se intenta evitar un dolor. Tanto en un sentido como en otro se trata siempre de la propia conservación. Sócrates y Platón tenían razón: haga lo que haga el hombre siempre hace bien, es decir, siempre hace lo que le parece bueno (útil), según su grado de inteligencia o según la medida actual de su racionalidad.

103. La inocencia de la maldad.

La maldad no tiene como fin en sí el dolor ajeno, sino su propio goce, bajo la forma, por ejemplo, de un sentimiento de venganza o de una fuerte excitación nerviosa. La simple burla muestra cuánto placer nos produce ejercer nuestro poder sobre otros y experimentar el estimulante sentimiento de superioridad. Ahora bien ¿consiste la
maldad en gozar del dolor ajeno
? ¿Es diabólico el placer de hacer daño, como dice Schopenhauer? Lo cierto es que, en el terreno de la naturaleza, sentimos placer quebrando ramas, arrancando piedras o luchando con animales salvajes, para tomar conciencia de nuestra fuerza. El
hecho de saber
que otro sufre a causa nuestra ¿convierte en inmoral el acto del que de otro modo no nos sentimos responsables? Pero si no lo supiéramos, tampoco sentiríamos el placer de nuestra superioridad, ya que ésta sólo
se revela
mediante el dolor ajeno, por ejemplo, en el caso de la burla. En sí mismo, ningún placer es bueno ni malo; ¿a qué se debe, entonces, la determinación de que no tenemos derecho a hacer daño al prójimo para procurarnos placer? Sólo al punto de vista de la utilidad, es decir, a la consideración de las
consecuencias
, a la posibilidad de acabar sufriendo un dolor, en el caso de que el individuo perjudicado o el Estado que le representa se vengue aplicando un castigo: sólo esto puede haber suministrado originariamente el motivo para prohibir tales actos. La compasión dista tanto de buscar el placer de otros, como la maldad, ya lo he dicho, de provocar en sí dolor a otro, porque implica dos elementos (quizá, más) de placer personal y en este sentido se reduce a la autocomplacencia: primero, el placer de la emoción, tal como aparece la compasión en la tragedia; y segundo, cuando se pasa a la acción, el placer de disfrutar del ejercicio de su poder. Por otro lado, en cuanto la persona que sufre nos es mínimamente próxima, nos libramos del dolor realizando actos de compasión. A excepción de algunos filósofos, los hombres han atribuido un rango bastante bajo a la compasión en el conjunto de los sentimientos morales. Y no les ha faltado razón.

104. La legítima defensa.

Si aceptamos que la legítima defensa es moral en general, hemos de admitir también casi todas las manifestaciones del egoísmo que se considera inmoral; hacemos daño, robamos o matamos para conservarnos o para protegemos, para evitar una desgracia personal; mentimos cuando la astucia y los subterfugios son el medio que satisface verdaderamente la conservación. Se considera que es moral
hacer daño intencionadamente
cuando está en juego nuestra vida o nuestra seguridad (la conservación de nuestro bienestar); en el mismo sentido hace daño el Estado cuando impone un castigo. La inmoralidad no radica, naturalmente, en el hecho de hacer daño sin conciencia de ello; quien impera en tal caso es el azar. ¿Existe, entonces, una clase de acción encaminada a hacer daño intencionadamente en la que no esté en juego nuestra vida, la conservación de nuestro bienestar? ¿Hay una forma de hacer daño a sabiendas por pura
perversión
, por ejemplo, en la crueldad? Cuando no sabemos el mal que provoca nuestro acto, no es un acto malvado. Ahora bien,
¿sabemos
plenamente en alguna ocasión el daño que un acto nuestro produce a otro? El límite adonde llega la acción de nuestro sistema nervioso nos protege del dolor; si tuviese un radio de acción mayor y llegara a penetrar en el interior de nuestros semejantes, no haríamos mal a nadie (salvo en el caso de que nos hiciésemos daño a nosotros mismos; por ejemplo, cuando nos amputamos un miembro para curarnos o cuando nos cansamos y esforzamos con vistas a nuestra salud). Por analogía
deducimos que
algo le duele a alguien y por el recuerdo y la fuerza de la imaginación podemos también sufrirlo nosotros mismos. Pero ¡qué diferencia habrá siempre entre el dolor de muelas y el sufrimiento (compasión) que produce observar a alguien con dolor de muelas! Así, cuando se causa un daño por maldad, como suele decirse, se desconoce en cualquier caso
el grado
de dolor producido; ahora bien, en la medida en que el acto entraña pla
cer
(sentimiento del propio poder, de la propia excitación intensa), se realiza para conservar el bienestar del individuo y entra dentro, así, de la misma perspectiva que la legítima defensa o la mentira obligada. Sin placer no hay vida; la lucha por el placer es la lucha por la vida. Saber si el individuo libra este combate de forma que los hombres lo llamen
bueno
o de forma que lo llamen
malo
es algo que viene determinado por el nivel y la naturaleza de su
inteligencia
.

105. La justicia retributiva.

Quien haya entendido plenamente el principio de la irresponsabilidad total no puede seguir incluyendo en la categoría de la justicia la llamada justicia retributiva, la que aplica premios y castigos, si es que la justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Porque quien es castigado no merece serlo; se utiliza el castigo sencillamente como forma de prevenir mediante el terror la no realización en lo sucesivo de determinados actos; igualmente, el recompensado no merece el premio, ya que no podía obrar más que como lo hizo. En
este
aspecto, el premio no tiene otro sentido que el de servir de estímulo a él y a los demás, proporcionándoles un motivo para la realización de acciones en el futuro; se anima a quien está participando en una carrera, no a quien ha llegado a la meta. Ni el premio ni el castigo se conceden a cada cual como si
les correspondiesen
: se les otorgan por razones de utilidad, sin que los pueda pretender con justicia. Por eso hay que decir que «el sabio no premia porque se haya obrado bien», lo mismo que se ha dicho que «el sabio no castiga porque se haya obrado mal, sino para que no se vuelva a obrar mal en adelante». Si desapareciesen el premio y el castigo, se esfumarían también los motivos más poderosos que nos apartan de ciertos actos y nos impulsan a ciertos actos; la utilidad humana exige que se los mantenga. Y como el premio y el castigo, la alabanza y la censura influyen del modo más sensible en la vanidad, dicha utilidad exige también el mantenimiento de la vanidad.

106. Junto a la cascada.

Al contemplar una cascada, creemos ver en las incontables ondulaciones, serpenteos y rompimientos de las olas, la voluntad libre y el capricho; pero todo es necesidad, cada movimiento puede ser matemáticamente calculado. Lo mismo ocurre con los actos humanos; si fuéramos omniscientes, podríamos calcular por anticipado cada acto, así como cada avance del conocimiento, cada error, cada maldad. Bien es cierto que el propio agente está poseído por la ilusión de la voluntad libre. Si se detuviera un instante la rueda del mundo y existiera una inteligencia omnisciente que calculase, podría aprovechar esa pausa para determinar el futuro de cada ser hasta los tiempos más remotos y marcar cada uno de los puntos por donde en adelante habrá de pasar esa rueda. La ilusión que se crea el agente respecto a sí mismo y su convencimiento de que tiene una voluntad libre, entrarían también dentro de ese mecanismo, que es objeto de cálculo.

107. Irresponsabilidad e inocencia.

La irresponsabilidad total del hombre respecto a sus actos y a su ser es la gota más amarga que ha de tragar el hombre del conocimiento, una vez habituado a considerar que la responsabilidad y el dolor son los títulos de nobleza de la humanidad. Todas sus valoraciones, atracciones y aversiones se convierten por ello en algo falso y carente de valor; su sentimiento más hondo, el que le acercaba al mártir y al héroe, ha adquirido a causa de eso el valor de un error; ya no tiene derecho a alabar ni a censurar, ya que no tiene sentido alabar ni censurar a la naturaleza y a la necesidad. Ante los actos propios y ajenos debe proceder como cuando le gusta una obra bella, pero no la alaba, porque ésta no puede hacer nada por sí misma, o como cuando se encuentra delante de una planta. Puede admirar su fuerza, su belleza, su plenitud, pero no le es lícito atribuirles mérito; el fenómeno químico, la lucha de los elementos o los tormentos de quien ansía curarse tienen tanto mérito como esas luchas y angustias del alma en las que nos sentimos atenazados por diversos motivos y en diferentes sentidos, hasta que al final nos decidimos por el más poderoso (como suele decirse, aunque en realidad habría que decir hasta que el más poderoso decide por nosotros). Pero por elevados que sean los nombres que demos a esos motivos, proceden de las mismas raíces en las que creemos que se encuentran los malignos venenos: entre los actos buenos y los actos malos no hay una diferencia de especie, sino a lo sumo de grado. Los actos buenos son la sublimación de actos malos; y los actos malos son actos buenos, pero realizados de una forma tosca y estúpida. Cualquiera que sea el modo como puede obrar el hombre, es decir, como debe hacerlo, éste no desea más que autocomplacerse (unido esto al miedo que tiene a la frustración), ya sea mediante actos de vanidad, venganza, concupiscencia, interés, maldad o perfidia; o mediante actos de sacrificio, de compasión, de entendimiento. Los grados de raciocinio determinarán la dirección en la que cada cual se dejará llevar por este deseo; toda sociedad y todo individuo tienen siempre presente una jerarquía de bienes, por la cual deciden sus actos y juzgan los ajenos.

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