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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Humano demasiado humano (10 page)

62. El placer de la venganza.

Cuando un hombre tosco se siente ofendido, acostumbra a elevar lo más posible el grado de la ofensa y a contar su causa con palabras muy exageradas, tan sólo para tener derecho a disfrutar del sentimiento de odio y de venganza una vez suscitado.

63. El valor de la humillación.

Para seguir respetándose a sí mismos y actuar con cierto mérito, muchos hombres, quizás la mayoría, necesitan extraordinariamente tener un bajo concepto de todos los que conocen y humillarlos. Y como las naturalezas mezquinas son mayoría e importa mucho que conserven o que pierdan ese mérito, de ello se sigue…

64. El colérico.

Hemos de guardarnos de quien se encoleriza con nosotros, como de quien hubiera atentado alguna vez contra nuestra vida, ya que el que sigamos vivos se debe a que las miradas no pueden matar, si éstas bastaran, estaríamos muertos desde hace mucho. El intento de hacer que alguien se calle dando muestras de ferocidad física que inspiren terror constituye un rasgo de una cultura primitiva. De igual modo, la fría mirada que lanza el noble a su sirviente es un resto de la separación de castas entre los hombres, un rasgo de una antigüedad primitiva; las mujeres, tan conservadoras de lo antiguo, han conservado también estas formas de conducta que todavía sobreviven.

65. Adónde puede llevar la sinceridad.

Un individuo tenía la molesta costumbre de explicar a veces con toda sinceridad los motivos por los que obraba, y que eran tan buenos o tan malos como los de cualquier otro hombre. Al principio suscitó escándalo, luego suspicacias, poco a poco fue señalado con el dedo y proscripto por la sociedad, hasta que acabó la justicia haciéndose cargo de un ser tan reprobable, en circunstancias en las que suele o no tener ojos o cerrarlos. La falta de discreción respecto al secreto general y la inexcusable tendencia a ver lo que nadie quiere ver, a sí mismo, lo llevaron a la cárcel y a una muerte prematura.

66. Punible, nunca castigado.

Nuestro crimen contra los criminales consiste en que los tratemos como lo harían los canallas.

67. La santa simplicidad de la virtud.

Toda virtud tiene sus prerrogativas: como la de aportar su pequeño haz de leña a la hoguera de un condenado, por ejemplo.

68. Moralidad y éxito.

No son sólo los espectadores de un acto quienes suelen determinar su moralidad o inmoralidad por sus consecuencias, sino también el propio agente, ya que pocas veces son los motivos y las intenciones lo bastante claros y simples, y en ocasiones hasta la memoria se ve turbada por las consecuencias, de forma que atribuimos a la acción motivos equivocados o consideramos esenciales motivos que no lo son. Con frecuencia el éxito confiere a una acción el honrado esplendor de la buena conciencia, mientras que, por el contrario, un fracaso proyecta sobre la acción más respetable la sombra del remordimiento. A ello se debe la conocida máxima del político que dice: «Dadme el éxito, que con él tendré de mi parte a todas las almas honradas y me veré honrado ante mis ojos». De modo análogo, cabe decir que el éxito sustituye a una razón mejor. Muchas personas cultas siguen creyendo hoy que el triunfo del Cristianismo sobre la filosofía griega constituye la prueba de que el primero estaba más cerca de la verdad, aunque lo que en este caso se produjo fue el triunfo de la tosquedad y de la violencia sobre la delicadeza y la inteligencia. Cabe deducir la gran verdad que hay en esto del hecho de que el despertar de las ciencias haya aceptado punto por punto la filosofía de Epicuro y refutado punto por punto el Cristianismo.

69. Amor y justicia.

¿Por qué se exalta el amor a costa de la justicia y se dicen de él las cosas más hermosas como si fuese superior a aquélla? ¿No es, en última instancia, el amor algo evidentemente más necio que la justicia? Sin duda, pero, esto es precisamente lo que hace que sea
más agradable
a todos; es ciego y posee el cuerno espléndido de la abundancia, cuyos dones reparte a cada cual, aunque no los agradezca. Es imparcial como la lluvia que, según la Biblia y la experiencia, cala hasta los huesos no sólo al injusto, sino a veces también al justo.

70. La ejecución.

¿A qué se debe que nos repugne más una ejecución que un asesinato? A la sangre fría del juez, a los penosos preparativos, a la idea de que en tales circunstancias se está utilizando a un hombre para aterrorizar a otros. Porque lo que se castiga no es la falta, aunque exista, sino algo que se encuentra en los educadores, en los padres, en el medio ambiente, en nosotros y no en el asesino; me refiero a las circunstancias determinantes.

71. La esperanza.

Pandora trajo la caja llena de males y la abrió. Era el regalo de los dioses a los hombres, un hermoso regalo de aspecto fascinante, llamado «la caja de la felicidad». Al abrirla, todos los males, que eran seres vivos con alas, salieron volando; desde entonces revolotean a nuestro alrededor y nos atormentan día y noche a los hombres. Sólo uno de los males se quedó dentro de la caja. Pandora cerró la caja por voluntad de Zeus y lo dejó dentro. Ahora el hombre posee para siempre la caja de la felicidad y piensa maravillas del tesoro que encierra; dispone de la caja y se sirve de ella cuando quiere, porque no sabe que la caja que trajo Pandora es la de los males y piensa que el mal que guarda en el fondo es la mayor de las felicidades: se trata de la esperanza. Efectivamente, Zeus quería que, por grandes que fueran los tormentos que le causaran los otros males, el hombre no rechazara la vida y siguiera dejándose atormentar siempre. Por eso dio al hombre la esperanza que es, en realidad, el peor de los males, ya que prolonga el tormento de los hombres.

72. El grado de inflamabilidad moral nos es desconocido.

El hecho de que hayamos tenido determinadas impresiones o visto ciertos espectáculos como, por ejemplo, el de un padre condenado injustamente a muerte o al martirio, el de una mujer infiel, o el de un cruel ataque de un enemigo, determina que nuestras pasiones alcancen el nivel calórico de la incandescencia y dirijan o no toda nuestra vida. Nadie sabe adónde lo pueden llevar las circunstancias, la compasión, la indignación: no conoce su grado de inflamabilidad. Vivir en condiciones estrechas y mezquinas, nos hace mezquinos. No es la cualidad de sus experiencias, sino su cantidad lo que determina en general la elevación mayor o menor del hombre, tanto en el ámbito del bien como en el del mal.

73. El mártir a la fuerza.

Había en un partido un hombre tan miedoso y cobarde que nunca se atrevía a llevar la contraria a sus camaradas; éstos lo utilizaban para todo y no había cosa que no consiguieran de él, porque le tenía más miedo a la mala opinión de sus camaradas que a la muerte: era un pobre de espíritu. Aunque su cobardía le hacia decir siempre «no» interiormente, sus labios decían siempre «sí»… hasta en el cadalso, cuando murió por las ideas de su partido. Ello se debió a que tenía a su lado a un camarada que lo dominaba con palabras y miradas, hasta el extremo de que soportó la muerte del modo más animoso y acabó pasando a la posteridad como un mártir y como un hombre de gran personalidad.

74. Escala de medida para todos los días.

Pocas veces nos equivocaremos si atribuimos nuestros actos sublimes a la vanidad, los vulgares a la costumbre y los mezquinos al miedo.

75. Equívoco respecto a la virtud.

Quien ha aprendido a relacionar la ausencia de virtud con el placer, al igual que quien ha tenido una juventud sedienta de goces, concibe la virtud como la ausencia de placer. En cambio, quien ha sufrido mucho a causa de sus pasiones y de sus vicios aspira a encontrar en la virtud el descanso y el goce del alma. Por consiguiente, puede darse el caso de que dos personas virtuosas no se endeuden entre ellas.

76. El asceta.

El asceta hace de la virtud necesidad.

77. El honor trasladado de la persona a la causa.

Solemos honrar los actos de amor y de sacrificio en favor del prójimo dondequiera que se produzcan. De este modo aumenta la valoración de las cosas que son amadas o por las que se realizan sacrificios, aunque en sí no tengan mucho valor. Un ejército valiente gana adictos a la causa por la que lucha.

78. La ambición, sustitutivo del sentimiento moral.

En los caracteres no ambiciosos puede no faltar el sentido moral, pero los ambiciosos suelen pasar sin él, casi con el mismo resultado. De ahí que los hijos de familias modestas, que desprecian la ambición, si llegan a perder el sentido moral, suelen convertirse inmediatamente en unos perfectos sinvergüenzas.

79. La vanidad enriquece.

¡Qué pobre sería el espíritu humano sin la vanidad! Pero con ella se asemeja a una tienda bien provista y siempre repuesta que atrae a clientes de todo tipo: en ella puede encontrarse prácticamente de todo, siempre que se tenga la clase de moneda (la admiración) que allí admiten.

80. El anciano y la muerte.

Al margen de los mandamientos de la religión, podemos preguntarnos: ¿por qué es más digno de alabanza que un hombre que ha llegado a la vejez, cuyas fuerzas lo han abandonado de pronto, espere a agotarse y disolverse lentamente en lugar de decidir él mismo su final con plena lucidez? En este caso el suicidio es un acto plenamente natural y al alcance de la mano que en justicia debería inspirar respeto por ser un triunfo de la razón; de hecho así ocurría en los tiempos en que los principales filósofos griegos y los patricios romanos tenían la costumbre de suicidarse. Por el contrario, resulta mucho menos respetable el ansia de ir prolongando la vida día a día a base de consultar con angustia a los médicos y de llevar un régimen de vida sumamente penoso, sin fuerza para afrontar su final. Las religiones disponen de abundantes recursos contra la necesidad del suicidio: es un medio de seducir mediante la adulación a quienes están enamorados de la vida.

81. Errores del sujeto paciente y del sujeto agente.

Cuando un rico le quita a un pobre un bien que le pertenece (por ejemplo, un príncipe que arrebata su amante a un plebeyo), se produce un error por parte del pobre: cree que el otro debe ser muy abominable por privarlo de lo poco que tiene. Pero el otro dista de valorar tanto un
único
bien, y por ello, no puede ponerse en el lugar del pobre, no agraviándole tanto como éste piensa. Cada uno tiene una idea equivocada del otro. La injusticia del poderoso a lo largo de la historia, que tanto nos indigna, no es tampoco tan grande como parece. Nada proporciona tanta paz y tranquilidad de conciencia como el sentimiento hereditario de creerse superior y con derechos superiores. Nosotros mismos, cuando la diferencia que nos separa de otros seres es muy grande, no experimentamos ya ningún sentimiento de injusticia, y matamos a una mosca, por ejemplo, sin remordimientos. Por lo tanto, no debemos ver una señal de perversidad en Jerjes (a quien todos los griegos consideraban eminentemente noble), cuando arrebató un hijo a su padre y lo hizo descuartizar, por haber mostrado una desconfianza inquietante y de mal agüero respecto al éxito de toda la expedición; en tales casos se eliminaba al individuo, como a un insecto molesto; se encontraba demasiado bajo para causar remordimientos duraderos a un hombre que era dueño del mundo. No, el hombre cruel no lo es nunca en la medida que supone aquél a quien maltrata; su concepto del dolor no es el mismo que el del otro. Lo mismo ocurre con los jueces injustos y con el periodista que, con pequeñas y repetidas falsedades, ofusca la opinión pública. En cualquier caso, la causa y el efecto pertenecen a órdenes muy diferentes de sentimientos y de ideas; sin embargo, suponemos equivocadamente que el autor y la víctima piensan y sienten del mismo modo, de acuerdo con esta suposición, calibramos la falta de uno por el dolor del otro.

82. La piel del alma.

Al igual que los huesos, los músculos, las vísceras y los vasos sanguíneos están cubiertos por una piel que hace soportable el aspecto del hombre, las emociones y las pasiones del alma están envueltas en la vanidad, que es la piel del alma.

83. El sueño de la virtud.

Cuando la virtud ha dormido, se despierta más lozana.

84. Sutileza de la vergüenza.

Los hombres no se avergüenzan de tener pensamientos mezquinos: se avergüenzan cuando creen que les atribuyen dichos pensamientos.

85. La maldad es rara.

La mayoría de los hombres están demasiado preocupados por ellos mismos para ser malos.

86. El fiel de la balanza.

Alabamos o censuramos según que una u otra cosa nos de mayor oportunidad de lucir nuestra capacidad de razonamiento.

87. Corrección a Lucas, 18, 14.

El que se humilla quiere ser ensalzado.

88. La prohibición del suicidio.

Tenemos derecho a quitarle la vida a un hombre, pero no a quitarle la muerte: esto es pura crueldad.

89. La vanidad.

Nos preocupa la buena opinión de los demás, primero porque nos es útil, y segundo porque queremos darles alegrías (los hijos a sus padres, los estudiantes a sus profesores y las personas benévolas en general al resto de los hombres). Sólo hablamos de vanidad cuando alguien valora la buena opinión de los demás al margen de su beneficio o de su deseo de agradar. En tal caso, el individuo quiere complacerse a sí mismo, pero a costa de los demás, o bien haciendo que se formen una opinión falsa de él, o bien para lograr una opinión tan «buena» que llega a molestar a los otros (despertando su envidia). Por lo general, el individuo trata de asegurar y fortalecer ante sus ojos la opinión que tiene de sí mismo mediante la opinión ajena; pero el poderoso hábito de someterse a la autoridad, hábito tan antiguo como el hombre, conduce a muchas personas a basar incluso la confianza en sí mismas en dicha autoridad y, por consiguiente, a recibirla sólo de los demás: confían más en el juicio de otros que en el suyo. En el individuo vanidoso, el interés que tiene por sí mismo y el deseo de autocomplacencia llegan a tal extremo que induce en los demás una estimación falsa y demasiado elevada de sí mismo, aunque luego se someta a la autoridad de los otros; así induce a error, pero adquiere crédito. Hay que declarar, entonces, que los vanidosos no tratan tanto de agradar al prójimo cuanto de complacerse a sí mismos, y que llegan incluso a no tener en cuenta su provecho, porque a menudo les importa suscitar en sus semejantes actitudes hostiles o envidiosas, desfavorables para ellos, con la única finalidad de satisfacer su yo, de complacerse a sí mismo.

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