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Authors: David Simon

Homicidio (99 page)

Garvey, por supuesto, no tiene otra opción que acusarle por asesinato. Por un lado sabe que Warren Waddell asesinó a Carlton Robinson. Por otro, se debe a sí mismo cerrar el caso en este Año Perfecto. Pero incluso mientras se llevan a Waddell a la cárcel municipal para encerrarlo hasta que empiece el juicio, el inspector sabe que este es un caso que tendrán que rescatar los abogados.

Frustrado por la reacción inicial de la oficina del fiscal del estado, Garvey le pide a Don Giblin, su compañero de golf de la unidad de crímenes violentos, que le consiga un fiscal veterano. Garvey ha visto lo suficiente de la división jurídica para saber que la mitad de lo fiscales del Estado adjuntos de la oficina miraran un expediente como ese e inmediatamente declararán que el problema jurídico que plantea es irresoluble. Igual que en el caso de Lena Lucas, necesita un luchador.

—Consígueme uno bueno, Don —le dice a Giblin por teléfono—. Sólo te pido eso.

DIEZ

Preparad vuestras moradas,

¡Fa la la la la la la la la!

Hay fiambres a patadas,

¡Fa la la la la la la la la!

Habla y si tienes sesos

¡Fa la la la la la la la la!

Dinos quien se cargó a esos,

¡Fa la la la la la la la la!

Dinos que tú no lo hiciste

¡Fa la la la la la la la la!

Hay dos testigos que no viste

¡Fa la la la la la la la la!

¿Qué puedes perder si hablas?

¡Fa la la la la la la la la!

Tienes sangre en las bambas

¡Fa la la la la la la la la!

Tienes toda mi atención

¡Fa la la la la la la la la!

Confiesa sin dilación

¡Fa la la la la la la la la!

Canción de Navidad de la unidad de homicidios

VIERNES, 2 DE DICIEMBRE

Donalt Waltemeyer deja que Mark Cohen cave su propia tumba para divertirse un rato. El proceso, tal y como está, consiste en dos fases diferenciadas, y el estado de ánimo de Cohen cambia notablemente entre una y otra. El primer metro de la excavadora es rápido e indoloro, y Cohen apenas parpadea. Para los cuarenta centímetros restantes hacen falta palas y uñas, y Waltemeyer observa que el rostro del abogado se arruga con algo más que expectación.

Es pálido y delgado como un alambre, lleva gafas y tiene rizados mechones de pelo rubio. Cohén tiene el aspecto de un ciudadano decente, más aún comparado con Waltemeyer, el pedazo de hombretón que está de pie a su lado. Forman una extraña pareja: el Hardy enfundado en un traje de tres piezas, al lado de un Laurel musculoso, de clase trabajadora. Cohén es un buen tipo, uno de los mejores fiscales de Baltimore, y a Waltemeyer no le podría haber tocado un abogado mejor para el inmenso coloso en que se ha convertido el asesinato de Geraldine Parrish. Pero Cohén no es un policía, y cuando las palas comienzan a hundirse cada vez más profundamente en el barro, empieza a tener mal aspecto. Compasivo, Waltemeyer le ofrece una vía de escape.

—Hace frío aquí fuera —dice.

—Pues sí —asiente Cohén, con el cuello del abrigo subido para protegerse del viento—. Voy a esperar un rato en el coche.

—¿Quiere las llaves para encender la calefacción?

—No, estaré bien.

Waltemeyer observa a Cohén avanzar lentamente por el campo embarrado y cubierto por dos centímetros de nieve. El abogado camina de puntillas con sus botas L.L. Bean, y con las manos se recoge el borde de los pantalones para que no rocen con el barro y la nieve. Waltemeyer sabe que el frío no es lo único que flota en el ambiente. El hedor —muy leve, pero intenso— ha tomado el aire helado, y procede del agujero de más de un metro de profundidad. Cohén no ha podido evitar olerlo.

Cuando tocan sólido, el inspector se vuelve hacia el agujero y avanza un paso para mirar por el borde.

—¿Qué ha sido eso?

—Es la parte de arriba —dice el responsable del cementerio—. Un trozo de la caja, ahí mismo.

Los dos hombres que están en el agujero concentran las palas, con cuidado, alrededor de los bordes de la caja de madera, para liberar el ataúd del barro que está pegado a los lados. Pero en cuanto cavan un poco más, la madera ya no aguanta y cruje, rompiéndose.

—Sacadlo, deprisa —dice el tipo del cementerio—. No vayamos a liarla más.

—Vaya porquería de ataúd —dice Waltemeyer.

—Ya lo creo —dice el tipo, con voz de aguardiente y forma de pera—. Lo enterró con el más barato que encontró.

Seguro que sí, piensa Waltemeyer. La señorita Geraldine no iba a gastar el dinero que se ganaba con el sudor de sus crímenes en un funeral como Dios manda; y más teniendo en cuenta la parentela que dependía de ella. Incluso ahora, desde la cárcel municipal, Geraldine Parrish está luchando para que la nombren heredera del dinero y las propiedades del reverendo Rayfield Gilliard, mediante una demanda civil contra la familia del finado que está pendiente de sentencia en un tribunal de distrito.

En cuanto al propio reverendo, está en alguna parte debajo de ese montón de barro, una fosa común en el extremo sur de la ciudad. Lo llaman Monte Sión: es un cementerio consagrado, una especie de tierra santa para los desgraciados de este mundo.

Y una mierda, piensa Waltemeyer. Es una lengua de tierra yerma que se alarga hasta Hollins Ferry Road, y que es propiedad de la mayor funeraria de la ciudad, un negocio cuyo volumen arranca beneficios hasta del entierro más barato. Al sur hay un barrio de viviendas sociales, y al norte el instituto Landsdowne Sénior. En la cima de la colina, cerca de la entrada del cementerio, hay un supermercado; y al pie, un riachuelo contaminado. Por doscientos cincuenta dólares el cliente obtiene una caja de madera sencilla y metro y medio de barro. Si nadie reclama el cuerpo, y es el estado de Maryland quien abona la factura, el precio se reduce a doscientos pavos. Joder, piensa Waltemeyer, si Monte Sión ni siquiera tiene aspecto de cementerio. Sólo hay unas pocas lápidas que marcan lo que deben ser las tumbas de miles de personas.

No, Geraldine no había tirado la casa por la ventana por su último marido, pero claro, tenía otros dos viviendo con ella en la calle Kennedy. La conquista más reciente de la Viuda Negra se tuvo que conformar con el modelo de ataúd más barato, sin nicho ni lápida. Aún así, al responsable del cementerio no le había representado ninguna dificultad localizar la tumba, media hora antes, al recorrer la porción de tierra desnuda con un aire de certidumbre fruto de la práctica.

—Esta ahí —dijo.

Fila 78, tumba número 17.

—¿Seguro que está ahí? —preguntó Waltemeyer.

—Pues sí —dijo el responsable, algo sorprendido por la pregunta—. Una vez los metemos en el agujero, se supone que se quedan dentro.

Si, como era de esperar, la tumba contenía los restos del reverendo Rayfield Gilliard que buscaban, de setenta y ocho años de edad, entonces las batas blancas de la calle Penn podrían hacer algo con el caso. Incluso en un cadáver que lleva diez meses enterrado se puede detectar la presencia de sustancias extrañas. Veinte pastillas de valium, por ejemplo, molidas y servidas en su última ración de atún. Desde luego, le dijo Smialek a Waltemeyer cuando se ponían de acuerdo para redactar la orden de exhumación: si eso es lo que buscamos, lo encontraremos.

Aún así, lo cierto es que el reverendo Gilliard lleva enterrado desde el pasado mes de febrero, y Waltemeyer se pregunta si realmente van a encontrar algo que valga la pena ahí abajo. El tipo del cementerio dice que los cuerpos enterrados en invierno se congelan cuando están bajo tierra y se descomponen más lentamente que los enterrados en verano. Al inspector eso le parece de sentido común, pero ¿quién tiene en cuenta de este tipo de cosas? Waltemeyer no, si podía evitarlo. Y aunque era divertido contemplar las muecas incómodas de Mark Cohén, tenía que admitir para sus adentros una verdad igual de incómoda: esto le preocupaba.

Encuentras un cadáver en la calle, y es un asesinato. Trazas su perfil en tiza en la acera, dibujas la forma en que yace en el pavimento, le sacas fotografías, compruebas qué tiene en los bolsillos, le das la vuelta sin miramientos. En ese momento, y durante las horas siguientes, es todo tuyo. Tanto, que después de un par de años ya ni te acuerdas de lo que le has hecho. Pero una vez el cuerpo ha sido enterrado, cuando el pastor ha pronunciado las exequias y la tierra cubre el ataúd, es distinto. No importa que no sea más que un campo embarrado, ni que la exhumación forme parte de un proceso de investigación necesario. Para Waltemeyer, es difícil creer que tiene derecho a interrumpir el descanso eterno de un muerto.

Naturalmente, sus colegas de la unidad de homicidios reaccionan ante estas dudas con la misma cálida sinceridad por la que son conocidos y admirados los policías de Baltimore. Desde primera hora de la mañana, después del pase de lista, se han estado metiendo con él. «Joder, Waltemeyer, ¿qué clase de capullo eres? Bastantes fiambres tenemos en esta puta ciudad, como para que ahora vayas escarbando por los cementerios como el jodido Bela Lugosi, en busca de más huesos.»

Y Waltemeyer sabía que había una pizca de razón en sus palabras. En términos de culpabilidad criminal, la exhumación parecía ligeramente redundante. Tenían a Geraldine y al asesino a sueldo, Edwin, e iban a acusarles de tres homicidios y varios intentos de asesinato contra Dollie Brown. También contaban con pruebas suficientes para acusar a Geraldine y a otro pistolero de un cuarto asesinato, la muerte de Albert Robinson, el viejo borracho de Nueva Jersey hallado en las vías del tren de Clifton Park en el año 86. Waltemeyer había acompañado a Corey Belt y Mark Cohén hasta el condado de Bergen durante unos días para reunir testigos y preparar bien esa acusación. Cuatro o cinco asesinatos. ¿Cuándo llega el momento en que otro cargo por el mismo crimen ya no importa?

Mientras observa a los hombres que siguen cavando y explorando los trozos rotos del ataúd podrido, Waltemeyer se pregunta si vale la pena. En cualquier caso, la señorita Geraldine irá a la cárcel y, pase lo que pase después de la exhumación, no consolará a la familia del reverendo Gilliard. Por otra parte, el inspector tiene que admitir que, igual que las batas blancas de la calle Penn, él también siente curiosidad.

Los dos hombres arrojan un pedazo roído de madera y se quedan de pie frente a la caja. Waltemeyer se inclina y mira.

—¿Y bien? —dice el responsable del cementerio.

Waltemeyer mira la fotografía de Gilliard, luego echa un vistazo al ataúd. El muerto tiene bastante buen aspecto, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Es muy pequeño —dice el inspector—. En la foto parece más corpulento.

—Al enterrarlos adelgazan —dice el otro, impaciente—. Los pobres cabrones no siguen gordos una vez están ahí abajo.

No, piensa Waltemeyer. Me imagino que no.

Los dos hombres no pueden con el peso del ataúd. Al cabo de diez minutos, abandonan y ceden el puesto a los ayudantes del laboratorio forense, que se limitan a subir los restos por turnos utilizando una lona de plástico.

—Genial, Waltemeyer —le dice el ayudante mientras sale del agujero, cubierto de barro—. Te has ganado mi afecto para siempre.

Con el cuerpo rescatado, Waltemeyer y los demás inician el lento y trabajoso regreso por la sucia carretera que cruza Monte Sión. El inspector avanza con cuidado en el Cavalier y contempla a los hombres cargando los restos en la camioneta negra. Luego mira a Mark Cohén a través del parabrisas. El fiscal tiene la mirada baja y parece preocupado.

—¿Le ha visto? —le pregunta a Cohén.

Cohén apenas levanta la vista. Tiene el rostro hundido en su maletín, y está atareado con los documentos que lleva en su interior.

—Mark, ¿ha podido verle?

—Sí —responde por fin Cohén—. Le he visto.

—Menuda estampa, ¿eh? —dice Waltemeyer—. Como si estuviéramos en una película de terror o algo así.

—Vámonos —dice Cohén—. Tengo que volver a la oficina.

Sí, piensa Waltemeyer. Definitivamente, lo ha visto.

El inspector opta por no asistir a la autopsia, que va como una seda. Los carniceros se hacen con muestras de tejido y órganos para toxicología, y luego comprueban los restos para identificar posibles señales de golpes. Es una perfecta labor de exploración médica que podría convertirse en un caso práctico para los exámenes de patología forense. Al menos, eso parece, hasta que un ayudante está cosiendo la cavidad torácica y se fija en la pulsera de identificación hospitalaria en la muñeca del cadáver. El nombre está borroso pero aún se lee clara mente, y no es Rayfield Gilliard.

Veinte minutos después, suena el teléfono en la unidad de homicidios. Un inspector atiende, y luego grita hacia la salita del café:

—Waltemeyer, tienes al forense por la uno.

Waltemeyer se sienta en el escritorio de Dave Brown, coge el auricular y se inclina hacia delante. Al cabo de un par de segundos, se lleva la mano a la cabeza y el dedo índice y el pulgar al puente de la nariz

—¿Lo dices en serio? —Se echa hacia atrás y mira hacia el techo amarillento. Tiene la cara distorsionada en una mueca cómica, una imitación en cartón piedra del desconsuelo. Saca un lápiz de uno de los cajones y empieza a garabatear en el dorso de una tarjeta de empeño repitiendo lo que apunta:

—Brazalete de hospital… Eugene… Dale… Hombre negro…

Muy bien.

—¿Y nadie se dio cuenta hasta después de la autopsia? —pregunta.

Mejor aún.

Waltemeyer cuelga y se da medio minuto antes de volver a utilizar el teléfono. Marca la extensión.

—¿Capitán?

—Sí —responde la voz al otro lado del hilo.

—Aquí Waltemeyer —dice el inspector, cubriéndose aún con los dedos el puente de la nariz—. Capitán, ¿está sentado?

—¿Por qué?

—Tengo buenas y malas noticias.

—Primero las buenas.

—La autopsia ha sido un éxito.

—¿Y las malas?

—Se la hemos hecho al tipo equivocado.

—Estás de broma.

—No, no estoy de broma.

—Joder.

Eugene Dale. Un pobre desgraciado que tuvo la mala suerte de ser enterrado el mismo día que el reverendo Gilliard. Y ahora está en la morgue de la calle Penn, en una camilla y algo estropeado después de lo que le han hecho los chicos de la bata blanca. No hay muchas cosas que puedan alterar a un policía de homicidios en este mundo, pero en opinión de Waltemeyer, interrumpir el descanso de un muerto inocente podría ser una de ellas. Se pregunta si Dale tiene familia. El nombre le suena.

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