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Authors: David Simon

Homicidio (59 page)

Atrapado por el guarda de seguridad, que lo retuvo hasta que llegó el coche patrulla del distrito Central, Lawrence, de veintiún años, dio con sus huesos en el calabozo a última hora de ayer, y allí el carcelero le tomó las huellas y le asignó un número de ficha policial nuevecito. Por la noche, la ficha recorrió su camino habitual hasta los archivos del cuarto piso en la central, donde fue pasada, como exigía el procedimiento, por el Printrak, que puede comparar una huella con los cientos de miles de huellas archivadas en el Departamento de Policía de Baltimore.

En un mundo perfecto, este maravilloso proceso sería una fuente habitual de pruebas maravillosas. Pero en Baltimore, una ciudad para nada perfecta, el Printrack —como cualquier otra maravilla tecnológica del departamento de policía científica— funciona según la Regla Número Ocho del manual de homicidios.

En los casos en que un sospechoso ya ha confesado y ha sido identificado al menos por dos testigos oculares, el laboratorio te dirá, además, que ha identificado sus huellas, que tiene fibras que lo sitúan en la escena del crimen, así como restos de su sangre, y que las pruebas de balística han dado también positivo. Y sin embargo, en el caso de Latonya Wallace, un asesinato que realmente importaba, esta regla parecía no aplicarse. Por una vez parecía que el trabajo de laboratorio había dado un nuevo impulso a una investigación que había llegado a un punto muerto.

No es sorprendente que, cuando llegó la identificación de la huella, el caso de Latonya Wallace estuviera más muerto que vivo, porque Tom Pellegrini estaba precisamente igual. La tos había continuado sin darle un respiro y el agotamiento parecía que cada día se llevaba un pedazo de él. Una mañana, cuando intentó levantarse de la cama, sintió que apenas podía mover las piernas. Era como uno de esos sueños en los que intentas huir de algo y no puedes moverte. Volvió al médico, que le diagnosticó que los problemas respiratorios se los había produjo una reacción alérgica. Pero ¿alérgico a qué? Pellegrini no había tenido nunca alergia a nada. El médico sugirió que a veces el estrés puede potenciar una alergia que en condiciones normales mantienen a raya las defensas naturales del cuerpo. ¿Ha tenido mucho estrés últimamente en el trabajo?

—¿Quién? ¿Yo?

Cada día, durante los últimos tres meses, Pellegrini se había arrastrado hasta la oficina y había mirado las mismas fotografías y leído los mismos informes. Y siempre estaba todo exactamente igual. Cada pocos días iba a Reservoir Hill y comprobaba el sótano de una casa adosada abandonada o la parte de atrás de un coche o camioneta abandonados, buscando su escena del crimen perdida. Volvió a trabajar a todos los sospechosos relevantes, entrevistando a amigos, parientes y conocidos del Pescadero; y de Ronald Cárter, que había intentado inculpar al Pescadero; y de Andrew, que había aparcado su coche en el callejón y admitió haber estado fuera la noche en que se tiró allí el cuerpo. Trabajó también las nuevas pistas, comprobando todo lo relativo a ese delincuente sexual que habían encerrado por violación de menores en el condado de Baltimore o a ese pedófilo al que habían atrapado tocándose frente a una escuela de primaria. Presenció las pruebas del polígrafo en los barracones de la policía estatal en Pikesville, donde cada prueba a cada nuevo sospechoso parecía aumentar todavía un poco más la ambigüedad del caso. Y cuando todo lo demás falló, fue al laboratorio y habló con Van Gelder, el analista jefe. ¿Qué había de aquellas manchas negras en los pantalones de la niña fallecida? ¿Eran alquitrán de tejado? ¿No podemos reducir un poco las posibilidades?

Mientras tanto, Pellegrini intentó mantener el ritmo de la rotación, trabajando las llamadas que le correspondían y esforzándose por mantenerse interesado en los tiroteos baratos y las agresiones domésticas con arma blanca. Una vez, mientras entrevistaba a un testigo de un acto particularmente poco importante de violencia, descubrió que tenía que esforzarse para hacer hasta las preguntas reglamentarias. Le dio miedo. En ese momento llevaba menos de dos años en homicidios y, sin embargo, a todo propósito práctico, se había convertido en un ejemplo perfecto de trabajador quemado. Pellegrini tenía que admitir que el pozo estaba seco. No había más.

A principios de junio estuvo de baja por enfermedad durante mas de dos semanas, intentando recuperar lo que fuera que le había hecho ir a homicidios. Durmió y comió y jugó con el bebé. Luego durmió más. No fue a la central, no llamó a la oficina e intentó, tanto como pudo, no pensar en niñas asesinadas.

Y cuando la identificación de la huella llega a la mesa de Gary D'Addario, Tom Pellegrini sigue de baja, y el teniente decide —por razones más humanitarias que tácticas— no llamarle para que vuelva. A los demás inspectores les parece al principio un poco triste, y también un poco irónico, que el investigador principal del caso no esté allí míentras entran a saco en la vida de Kevin Lawrence, aprendiendo todo lo que pueden de aquel don nadie que de algún modo ha caído sobre ellos como maná del cielo. Más que ningún hombre de la unidad ese año, Pellegrini se ha ganado una rendija de esperanza, y su ausencia no pasa inapercibida cuando Donald Kincaid y Howard Corbin empiezan a seguir los movimientos del nuevo sospechoso, intentando relacionarlo con amigos o parientes que vivan en la zona de Reservoir Hill. Otros del turno se dicen a sí mismos y entre ellos que Pellegrini debería estar allí, mientras comprueban si hay información del nuevo sospechoso en el Centro Nacional de Información Criminal del FBI, o cuando rastrean los archivos del ordenador de la ciudad en busca de una ficha policial que no existe, pero que están seguros de que está allí bajo cualquier otro nombre o bajo un alias. Pellegrini debería también estar allí cuando hablan con los amigos y la familia de Lawrence. En las horas que siguen a la identificación de la huella, se dicen a sí mismos que Pellegrini se merece estar cerca en ese momento de justicia final en que este cabrón de caso se resuelva.

Pero el caso se transfiere a Kincaid y Corbin: Kincaid porque había llegado pronto en el turno de día y D'Addario lo había agarrado primero todavía con una copia fresca del informe del Printrak; Corbin, uno de los verdaderos ancianos entre la plantilla de inspectores, porque el caso de Latonya Wallace también se ha convertido en una obsesión para él.

Un prodigio con mucha experiencia y una dentadura irregular, Corbin es el producto de veinte años en la unidad de homicidios y otros quince más en el departamento. El hombre ya ha dejado atrás los sesenta y cinco años, que están mucho más allá del punto en que la mayoría de los policías optan por jubilarse. Y, sin embargo, se niega a perderse un solo día de trabajo. Un veterano que ha visto quizá tres mil escenas del crimen, Corbin es un pedazo de historia viviente. Los detectives más ancianos recuerdan una época en la que Corbin y Fury Cousins, dos de los primeros reclutas negros que alcanzaron la unidad de homicidios, conocían a todos y cada uno de los que vivían en el centro de Baltimore y podían utilizar ese conocimiento en cualquier caso en el que trabajaran. Entonces Baltimore era una ciudad más pequeña y compacta, y Corbin se la sabía al dedillo. Si a tu pistolero le apodaban Mac, Corbin te preguntaba si te referías al Mac del este de la ciudad o al del oeste, o si hablabas quizá de Big Mac Richarson o quizá de Mac el Corredor, que vivía más arriba en la avenida. Y no importaba cuál escogieras, porque Corbin tenía dos o tres direcciones en las que encontrar a cada uno de ellos. En sus tiempos, Corbin era el amo.

Pero, en veinte años, tanto la ciudad como Howard Corbin habían cambiado mucho, lo que había llevado a Corbin a la unidad de criminales profesionales al otro lado del sexto piso: durante los últimos años, de hecho, Corbin había estado luchando y perdiendo una guerra contra el cambio, intentando demostrar a la cadena de mando que la edad y su condición de diabético no lo habían hecho más lento. Era una lucha noble, pero a veces dolorosa de ver. Y en la mente de muchos inspectores jóvenes, Corbin se había convertido en prueba viviente del precio que pagas por dar demasiado de tu vida al departamento de policía. Todavía llega temprano cada mañana, todavía rellena sus hojas de ruta, todavía trabaja en un caso o dos, pero lo cierto es que la unidad de criminales profesionales es una unidad burocrática que sólo tiene media oficina y un puñado de hombres. Corbin también lo sabe y no pasa un día sin que se le note. Para él homicidios será siempre la tierra prometida, y el caso de Latonya Wallace, su oportunidad de un éxodo.

Cuando el caso llevaba un mes abierto, Corbin le preguntó al coronel Lanham si podía echar un vistazo al expediente, y al coronel no se le ocurrió ningún motivo para negárselo, aunque tanto él como todos los demás podían ver claramente el motivo de la petición. Pero ¿y qué? Lanham pensó que el hecho de que un detective con experiencia revisara el caso no les iba a perjudicar, y nunca se sabía lo que una nueva mente que no hubiera tenido contacto antes con el caso podía descubrir. Y si, por alguna carambola, Corbin llegaba de verdad a resolver el caso, entonces quizá es que sí tenía todo el derecho a volver al otro lado del pasillo.

Para disgusto de Pellegrini, cuando le aprobaron la petición, Corbin se trasladó inmediatamente a la oficina anexa y se adueñó del expediente de Latonya Wallace. Un huracán de informes de progreso siguió a su llegada, pues Corbin documentaba sus esfuerzos diarios en largos informes escritos a máquina en los que explicaba todas las pistas que estaba siguiendo. Para Pellegrini, el expediente del caso pronto se volvió inmanejable por su enorme cantidad de páginas, la mayoría de ellas, en su opinión, perfectamente prescindibles. Y lo que era más importante para Pellegrini: la implicación de Corbin era exactamente lo opuesto a la estrategia que le había planteado a su capitán en su memorando. Había pedido que se revisaran exhaustiva y cuidadosamente las pruebas existentes, una revisión que debían llevar a cabo sólo el inspector principal y el secundario, que eran los que estaban más familiarizados con el caso. En vez de ello, el expediente parecía haberse convertido otra vez en terreno comunal.

Y ahora Corbin iba a actuar como representante de Pellegrini en la persecución de Kevin Lawrence, o al menos durante lo que se tardase en confirmar que el sospechoso era viable.

—Si este tío tiene buena pinta —les aseguró Landsman a los miembros de su brigada—, desde luego que llamaremos a Tom a su casa.

Pero al día siguiente nadie piensa en llamar a Pellegrini cuando los inspectores comprueban con el director de la escuela Eutaw-Marshburn que Kevin Robert Lawrence estudió allí de 1971 a 1978. Ni tampoco piensan en llamarlo cuando una búsqueda más completa en las bases de datos accesibles al ordenador no produce nada ni remotamente parecido a una ficha policial. Tampoco se les ocurre molestarle cuando la familia Wallace dice que no saben nada de ese Kevin Lawrence y que no recuerdan que tuviera nada que ver con la víctima.

Ocho días después de que un ordenador de la policía usara su nombre en vano, Kevin Lawrence es llevado a la unidad de homicidios, donde les dice a los inspectores que no sabe nada de una niña llamada Latónya Wallace. Sí, sin embargo, recuerda un libro sobre héroes americanos negros que se titulaba
Pioneros y patriotas
. Cuando le muestran el libro en sí, se acuerda incluso del trabajo que preparó para la escuela hace tiempo utilizando ese mismo libro, que sacó prestado de la biblioteca de la escuela Eutaw-Marshburn. El trabajo tenía como tema los grandes personajes estadounidenses negros y, según recordaba el joven, le pusieron un sobresaliente. Pero, dice, eso fue hace más de diez años. ¿Por qué me preguntan sobre ello?

La investigación que exonera a Kevin Lawrence está todavía en su última fase cuando Pellegrini se reincorpora al trabajo. Pero, por suerte o piedad, o ambas cosas, se le permite al investigador primario observarla desde la periferia mientras otros inspectores se la pegan contra la pared. A él, en un sentido muy literal, se le ahorra la angustia de ver cómo una valiosísima prueba física queda reducida a una fantástica coincidencia: una huella que permaneció sin que nadie la borrase o deteriorase en un libro durante más de diez años, esperando a que un ordenador que vale un millón de dólares la reanimase para torturar un poco a unos cuantos inspectores de homicidios durante semana y media.

En lugar de haber llevado el tema de la huella y haberse agotado de nuevo psicológicamente, Pellegrini consigue volver al trabajo un poco más fuerte. Todavía tose, pero no está tan agotado como antes. Al cabo de un día o dos de su regreso, la carpeta que contiene la información que ha reunido sobre el Pescadero está de vuelta en su mesa en la oficina anexa. Y al mismo tiempo que los inspectores se ocupan de que un Kevin Lawrence que no sabe nada de lo que ha pasado recupere su libertad y el anonimato, Pellegrini vuelve a la calle Whitelock a entrevistar a otros comerciantes sobre las costumbres del hombre que sigue siendo todavía el principal sospechoso.

El mismo día, de hecho, en que Lawrence aburre a otros inspectores recordando sus trabajos escolares, Pellegrini coge las llaves de u Cavalier y un puñado de bolsas de plástico para pruebas y se va al interior de la tienda calcinada de la calle Whitelock en la que el Pescadero se había ganado la vida hasta quizá una semana antes del asesinato El inspector había estado en aquella propiedad en ruinas varias veces antes, buscando cualquier cosa que indicara que la niña —viva o muerta— había estado alguna vez allí dentro, pero la frustrante realidad es que el edificio nunca se había mostrado como nada más que un esqueleto ennegrecido. Los comerciantes de al lado le dijeron que, de hecho el Pescadero había limpiado casi todo lo que había un día o dos antes de que se descubriera el cuerpo de la niña.

Aun así Pellegrini echa otro vistazo antes de ponerse manos a la obra. Una vez se asegura de que nada ha pasado desapercibido, empieza a recoger hollín y restos de diversos puntos. En algunos lugares, los restos son espesos y oleosos, quizá mezclados con el alquitrán de los restos del tejado que se hundió.

La idea se le ocurrió a Pellegrini mientras estaba de baja, y debía confesar que era poco probable que funcionase, teniendo en cuenta lo poco que el laboratorio había sido capaz de averiguar de las manchas negras encontradas en los pantalones de la niña. Pero, qué demonios, se dice a sí mismo, si tienen algo concreto con lo que compararlas, quizá la gente de Van Gelder sea capaz de sacar algo.

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