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Authors: David Simon

Homicidio (27 page)

Ahora no estaba tan seguro. Ahora, conforme el caso se acercaba a la fecha de su juicio, en mayo, había momentos en los que se sorprendía rezando en silencio. Sus oraciones son cortas, rogativas y directas, realizadas en esquinas o al fondo de la sala del café, oraciones a un Dios católico y romano que no ha sabido de McLarney desde que estuvo desangrándose en la avenida Arunah. Ahora, en los momentos más inesperados, McLarney se sorprende murmurando el mismo tipo de peticiones concretas de las que Él recibe a cientos cada día. Dios mío ayúdame a armar un buen caso contra el hombre que disparó a Gene y, si me ayudas, ten por seguro que no te volveré a molestar con mis problemas. Respetuosamente, inspector jefe T. R McLarney, DIC, Homicidios, Baltimore, Maryland.

Las llamadas de Gene a altas horas de la noche sólo contribuían a aumentar la presión. Poco acostumbrado a la oscuridad permanente, Cassidy a veces se levantaba en mitad de la noche preguntándose si era la mañana o la tarde. Luego llamaba a la unidad de homicidios para saber si había novedades y enterarse de qué más tenían sobre aquel tipo Owens. McLarney le decía la verdad, que el caso contra Anthony Owens seguía formado sólo por dos testigos reticentes y menores de edad.

—¿Qué quieres, Gene? —le preguntó McLarney en una de esas conversaciones.

—Quiero —contestó Cassidy— que él pase en prisión un día por cada uno que yo esté ciego.

—¿No te bastará que le caigan cincuenta años?

—Sí —dijo Cassidy—. Si no hay más remedio.

Cincuenta no eran suficientes y ambos lo sabían. Cincuenta años querían decir libertad condicional antes de veinte. Pero ahora mismo McLarney no puede plantearse cincuenta ni ningún otro tipo de acuerdo. Ahora mismo McLarney no puede mirar el expediente del caso más importante de su vida sin sentir que va a perder. Joder, si Cassidy no fuera un policía, esto habría acabado en un acuerdo antes siquiera de que hubiera tenido ocasión de acercarse a un juzgado.

En este caso no se podía dejar correr el delito, no se podía admitir la absolución, no se podía llegar a un penoso acuerdo por un cargo menor. Gene Cassidy tenía que poder salir de esta con un veredicto de asesinato en primer grado emitido por un jurado de ciudadanos, y no se podía aceptar nada menos. El departamento se lo debe y, a efectos prácticos, McLarney es ahora la personificación del departamento. Como amigo de Cassidy, como supervisor responsable del caso y como el hombre que ha dado forma a la investigación y la ha guiado, es su responsabilidad conseguir el resultado deseado, restaurar el orden de las cosas.

A la presión se añade un extraño y no formulado sentimiento de culpa. Porque esa cálida noche de octubre, cuando la llamada llegó a homicidios, McLarney no estaba en la oficina. Se había marchado del turno de cuatro a doce después de que el relevo de medianoche empezara a llegar, y se había enterado del tiroteo al llamar a la oficina desde un bar del centro.

Un agente caído en el distrito Oeste.

Disparos en la cabeza.

Cassidy.

Es Cassidy.

McLarney volvió corriendo a la oficina. Para él era mucho más que un asalto con arma de fuego a un policía. Cassidy era un amigo, un patrullero muy prometedor que McLarney había tutelado durante su breve periodo como sargento de sector en el distrito Oeste. El chico era un prodigio —inteligente, duro, justo—, el tipo de policía que el departamento quería tener en las calles. Incluso después de que McLarney pasara a homicidios, él y Gene habían seguido siendo buenos amigos. Y ahora, de repente, a Cassidy le habían disparado. Quizá se estuviera muriendo.

Lo habían encontrado sentado en la esquina noreste de Appleton y Mosher. Jim Bowen, que patrullaba a pie a unas pocas manzanas, fue el primero en llegar y le sorprendió no ser capaz de reconocer inmediatamente a un compañero del distrito. El rostro era un amasijo sangriento, y Bowen se arrodilló para leer la placa en el pecho: Cassidy. Bowen vio también que la pistola de Gene seguía en la cartuchera, y su porra, en el coche, que estaba al ralentí cerca del bordillo. Otros hombres del Oeste empezaron a llegar, acrecentando la conmoción.

—Gene, Gene… Oh, tío.

—Gene, ¿puedes oírme?

—Gene, ¿sabes quién te ha disparado?

Cassidy sólo pronunció una palabra.

—Sí —dijo—. Lo sé.

La ambulancia recorrió menos de kilómetro y medio hasta la unidad de trauma del Hospital Universitario, donde los doctores calcularon que había sólo un 4 por ciento de posibilidades de supervivencia. Una bala había penetrado por la mejilla izquierda y había subido por la parte frontal del cráneo y cortado el nervio óptico derecho. La segunda bala había impactado en la parte izquierda de la cara, destrozando el otro ojo y sumergiendo a Gene Cassidy en la oscuridad antes continuar su camino y alojarse en el cerebro, lejos del alcance del bisturi de un cirujano. Esa segunda bala fue la que hizo que los médicos se plantearan la peor posibilidad: que incluso si el agente de veintisiete años sobrevivía, lo hiciera con graves daños cerebrales.

En la unidad de trauma empezó una vigilia en cuanto llegó la joven esposa de Cassidy acompañada de dos hombres del distrito Oeste. Luego se desarrolló el desfile de sombreros blancos con ribetes dorados —coroneles y comisionados adjuntos— seguidos por inspectores, cirujanos y un sacerdote católico que le administró al herido la extremaunción.

En sus primeras horas, la investigación siguió el curso habitual de los tiroteos a policías. Inspectores enfurecidos y policías de uniforme del Oeste inundaron la zona alrededor de Mosher y Appleton, agarrando a todas y cada una de las personas que encontraron en las esquinas. Residentes, traficantes, adictos, sin techo…, todo lo que caminaba fue asaltado, intimidado y amenazado. Los balas disparadas a bocajarro eran una declaración de guerra, y todas las fronteras que habían existido entre la policía y los vecinos del Oeste fueron borradas de un plumazo.

Más que ningún otro supervisor de homicidios, McLarney dirigió la carga esa primera y miserable noche, llevando su furia de un posible testigo al siguiente, protestando, insultando y sembrando el temor a Dios, el demonio y T.P. McLarney en el corazón de todos cuantos se cruzaron en su camino. Cuando el que recibe un disparo es un agente de policía, la rutina del yo-no-he-visto-nada ya no vale; aun así, la intensidad de McLarney aquella primera noche rozó la imprudencia. Aquello fue visto por los inspectores que trabajaban a sus órdenes casi como un acto de contrición, un intento enloquecido de compensar el simple hecho de que, cuando llegó la llamada, él había estado en un bar tomándose una cerveza.

Lo cierto es que la salida de McLarney en las últimas horas de su turno no significaba nada. El trabajo de homicidios es, en su mayor parte, de horario flexible. Un turno se solapa con el otro entre que se completa el papeleo y llega el relevo. Algunos se van temprano, otros tarde, otros trabajan horas extra en casos nuevos, otros están en el bar pocos minutos después de que los del relevo salgan del ascensor. Nadie puede prever la llegada de una bola roja, pero, en el fondo del corazón de McLarney, todas esas justificaciones no significaban nada. Esto era más que una bola roja, y a McLarney le dolía que, cuando dispararon a Gene Cassidy, él no estaba en su puesto.

La furia sin control del inspector jefe esa primera noche hizo que los demás inspectores se mostraran cautelosos. Varios hombres —entre ellos el teniente D'Addario— intentaron calmarlo, decirle que el caso le tocaba demasiado personalmente, sugerirle que se fuera a casa, que dejara el caso a los inspectores que no habían trabajado con Cassidy, inspectores que podrían ocuparse del tiroteo como el delito que era, como un delito horrible, sí, pero no como una herida personal.

En un enfrentamiento en la calle, McLarney dio un puñetazo tan fuerte que se rompió los huesos del puño. Meses después, de hecho, esa acción se convertiría en una de las bromas habituales en la unidad: McLarney se rompió la mano en tres sitios la noche en que dispararon a Cassidy.

¿En tres sitios?

Sí, en el 1800 de la calle División, en el 1600 de Laurens y en…

McLarney estaba fuera de control, pero no podía marcharse. Ni nadie esperaba realmente que lo hiciera. Fuera lo que fuera lo que sentían sobre su implicación en aquella primera noche de la investigación, los hombres que trabajaban con McLarney comprendían perfectamente su rabia.

A las dos de la madrugada, unas tres horas después de los disparos, una llamada anónima le dijo a la policía que fuera a una casa de la calle North Stricker y que allí encontrarían al hombre que había disparado al policía. No se descubrió ningún arma, pero, aun así, los inspectores arrestaron al chaval de dieciséis años que encontraron en esa dirección y se lo llevaron a la central, donde el chico empezó negando haber tenido nada que ver con aquel incidente. El interrogatorio fue largo y duro, especialmente después de que los inspectores le hicieran una prueba de leucomalaquita a la suela de las deportivas del chico y el resultado diera positivo por sangre. En ese punto, todo lo que podían hacer los inspectores era mantener a McLarney alejado del aterrorizado y asediado chico que, tras varias horas de interrogatorio a cara de perro, finalmente dijo que el que había disparado se llamaba Anthony T. Owens. Dijo que un segundo hombre, Clifton Frazier, estaba presente en el momento de los disparos, pero que no participó en los hechos. El joven testigo se situó a unos pocos pasos de donde se produjeron los disparos y declaró que había visto cómo el agente pasaba por una esquina abarrotada de traficantes de droga, y que Owens, que tenía dieciocho años y era un camello de poca monta, le había disparado sin mediar provocación.

Los inspectores, que estaban trabajando sin parar ni para dormir, redactaron órdenes de arresto y registro para Owens, las hicieron firmar por el juez de guardia y se lanzaron sobre el apartamento de Owens en el noroeste de Baltimore a las seis y media de esa tarde. El registro dio pocos frutos, pero antes de que los inspectores abandonaran el lugar, otra llamada anónima les dijo que el hombre que había disparado al policía estaba en una casa adosada de la calle Fulton. La policía corrió a esa dirección, pero no encontró a Owens. Sí encontraron, no obstante, a Clifton Frazier, el hombre de veinticuatro años que había sido nombrado como testigo. Frazier fue inmediatamente llevado a la central, donde se negó a hacer ninguna declaración y exigió un abogado. Buscado por un delito de agresión, al parecer no relacionado con el caso, Frazier fue directamente al calabozo, pero pudo salir bajo fianza horas más tarde tras un breve paso por el juzgado.

Tarde, esa noche, la hermana menor del reticente testigo de dieciséis años se presentó en la unidad de homicidios y declaró que también ella estaba en la calle Appleton con varias de sus amigas y que había visto cómo disparaban al policía cuando iba a la esquina. Afirmó que justo antes de los disparos, había visto que Clifton Frazier agarraba a Owens y le decía algo. La chica insistió también en que, después de los disparos, Owens había huido en un Ford Escort negro conducido por Frazier. Basándose en esa declaración, los inspectores empezaron a buscar a Frazier de nuevo; descubrieron que, tras haber sido puesto en libertad bajo fianza, se había dado a la fuga. Emitieron una segunda orden de arresto y siguieron buscándolo. Más adelante, esa misma noche, mientras la chica de trece años iniciaba las páginas de su declaración, Anthony Owens se presentó frente al agente que estaba de guardia en la recepción de la comisaría del distrito Central.

—Soy el hombre que dicen que disparó al policía.

Había ido al Central porque tenía miedo de que le dieran una paliza o incluso lo mataran si lo detenían en las calles del distrito Oeste, un temor que de ningún modo carecía de fundamento. Los otros inspectores consiguieron mantener a McLarney alejado del sospechoso, pero Owens no iba a pasar por todo el proceso de ficha, calabozo y trayecto a la cárcel municipal sin llevarse algunos palos. Era brutal, por supuesto, pero no indiscriminado, y quizá Anthony Owens comprendió que era, de algún modo, un requisito obligatorio cuando un policía recibe dos tiros en la cabeza. Encajó los golpes que se encontró por el camino y no protestó.

Durante días, después de la operación, Gene Cassidy se debatió entre la vida y la muerte, yaciendo en un estado semicomatoso en la unidad de cuidados intensivos, con su esposa, su madre y su hermano junto a la cabecera de su cama. Los jefazos habían desaparecido, pero a la familia se habían unido amigos y agentes del Oeste. Cada día los doctores reevaluaban las posibilidades de supervivencia, pero pasaron dos semanas enteras antes de que Cassidy les diera una pista de que saldría adelante, removiéndose inquieto mientras una enfermera le cambiaba los vendajes.

—Oh, Gene —dijo la enfermera—. La vida es una mierda.

—Sí —dijo Cassidy, luchando por emitir cada una de la sílabas—… lo… es.

Estaba ciego. La bala que había ido al cerebro también le había destruido el sentido del olfato y el del gusto. Además de estos daños permanentes, tendría que aprender de nuevo a hablar, a caminar y a coordinar sus movimientos. Una vez la supervivencia de su paciente estuvo asegurada, los médicos propusieron una estancia de cuatro meses en el hospital seguida por varios meses más de fisioterapia. Pero, increíblemente, a la tercera semana, Cassidy ya caminaba con la ayuda de un acompañante y estaba recuperando su vocabulario en sesiones con un logopeda. Cada vez se hacía más patente que sus funciones cerebrales estaban intactas. Le dieron el alta de la unidad de trauma a finales de mes.

Conforme Cassidy regresó al mundo de los vivos, McLarney y Garv Dunnigan, el inspector principal del caso, fueron a verle para hacerle preguntas, con la esperanza de que Cassidy pudiera reforzar el caso que estaban armando contra Owens, recordando detalles o incluso identificando o describiendo de algún modo al hombre que le había disparado. Pero, para enorme frustración de ambos, lo último que podía recordar Cassidy era haber tomado un perrito caliente en casa de su suegro antes de ir a trabajar ese día. Con la excepción de una breve imagen de Jim Bowen inclinándose sobre él en la ambulancia —una escena que los médicos creían que era imposible que hubiera visto realmente—, no recordaba nada.

Al contarle la historia de Owens, sobre que le habían disparado sin mediar provocación cuando intentaba desalojar una esquina de tráfico de drogas, Cassidy se quedó en blanco. «¿Por qué iba a dejarme la porra en el coche patrulla si iba a limpiar la esquina?», les preguntó. ¿Y desde cuándo era la esquina de Appleton y Mosher una esquina de droga? Cassidy había trabajado en el mismo puesto durante el último año y no recordaba haber visto nunca a nadie traficando allí. Para Cassidy, la historia no encajaba, pero, por mucho que se esforzaba, no lograba recordar nada.

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