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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (6 page)

Así desde hace seis meses, que se van a cumplir para la primavera, justo los seis que falta el Doctor de Sapukai y que está nadie sabe dónde, pues se ha ido como el humo, dejando su sola presencia pegada al íngrimo perro que viene todos los días con la canasta entre los dientes, como cuando él estaba y venían juntos, a esta hora, a comprar las escasas provistas pagadas con el misérrimo dinero de las curaciones.

Sigue haciendo el mismo camino con una rara puntualidad; pequeño planeta lanudo dando vueltas en esa órbita misteriosa donde lo vivo y lo muerto se mezclan de tan extraña manera. Al llegar al almacén, suelta el ayaká de mimbre sobre el suelo, delante de la puerta, se espulga pacientemente o se queda con las orejas lacias. Las moscas revuelan a su alrededor. La cabezota gira de pronto como el rayo y atrapa alguna de un lengüetazo. ¡Buen tiro!, diría si lo viera don Matías. Se queda quieto con la cabeza gacha, como avergonzado o con remordimiento, hasta que el ruido de la tranca y el rechinar de la puerta lo empujan de su inmovilidad.

—¡Buen día, Doctor! —lo saluda el bolichero, sin asomo de burla, con la opacidad de la costumbre, como si junto al perro estuviera de verdad el dueño silencioso—. ¡Mi mejor cliente, cómo podía faltar! ¿Qué le ponemos hoy? ¿Harina y caña? —pregunta aspirando la hache, en un tosco remedo—. No. Se acabó la harina. Caña solamente, ¿ayepa? ¡Jha…, ni el pelo!

El perro lo mira con los ojos tranquilos, cremosos. Sacude la cola y las orejas. Se pone confianzudo, sin perder su gravedad.

—¡Jho…, perro loco como tu patrón!

Don Matías trata ahora al perro, según su humor. Ya no se siente obligado. A veces le arroja dentro de la canasta un pedazo de carne con hueso, más hueso que carne, unas galletas enmohecidas o la punta de tal butifarra averiada. Otras, le obsequia sólo un puntapié; las más de las veces se olvida de él y no le da nada.

El perro recoge el ayaká con los dientes y regresa por el camino, resignado a todo, a las patadas del bolichero, a los bodoques que algún mitaí le dispara con la goma para ensayar la puntería, o a las culebras y sapos muertos que otros le cargan al descuido en la canasta. Él ni se da cuenta en su rastro. Se ha olvidado hasta de ladrar. Sólo ese aullido finito que a veces, en ciertas noches de cuarto menguante, le sale todavía de la garganta, antes de dormirse hecho un ovillo junto a la puerta de la cabaña vacía.

La María Regalada lo espera siempre en el cruce del camino al cementerio, para ayudarlo, para suavizar los abusos. Pasa la mano por la piel apelechada, masca y pega con saliva hojas de llantén sobre el raspón de los bodoques, limpia la canasta de bichos muertos y, si está vacía del todo, pone en ella algún alimento. Luego se van juntos hacia la vivienda solitaria, pues la María Regalada siente, como el perro, que el Doctor está con ellos, que puede regresar de un momento a otro y saborea su esperanza.

Esto es lo que hermana a la muchacha y al perro y los identifica en eso que se parece mucho a una obsesión y que no es tal vez sino una resignada y silenciosa manera de aceptar los hechos sin renunciar a su espera.

La María Regalada, pese a su gravidez, continúa realizando los quehaceres que ella misma se ha impuesto: la limpieza del rancho, la comida para los leprosos, el cuidado de la huerta donde crecen tomates colorados como puños y donde la enredadera de los porotos, llena de vainas repletas y gordas como dedos, dobla con su peso la quincha de tacuarillas, que ella misma levantó cuando todavía estaba el Doctor.

Lo único que no puede arreglar son las imágenes degolladas.

No se ha atrevido a tocarlas, ni siquiera con la rama de ca’avó que utiliza como escoba. Teme que si las mueve, puedan echar de pronto sangre de su negra madera, una sangre negra, emponzoñada por el castigo de Dios.

3

—¡
Allá va el Doctor
!

Creen haberlo conocido. Pero no saben de él mucho más que cuando llegó al pueblo, algunos años después de aplastada la rebelión de los campesinos en aquella hecatombe que provocaron las bombas.

Lo bajaron poco menos que a empellones de un tren, en medio del alboroto de los pasajeros y los gritos e insultos de las guardatrenes.

En la estación se rumoreó que había querido robar el chico de una mujer, o que la había arrojado por la ventanilla en un momento de rabia o de locura. Nada cierto ni positivo, para decir así fue, esto o lo otro, o lo de más allá, y poder abrir desde el principio un juicio, una sospecha o una condenación basada en algo más consciente que las meras habladurías surgidas de los comentarios de los soldados o las chiperas de la estación.

Estuvo detenido dos o tres días en la jefatura de policía, tumbado en el piso de tierra de la prevención, callado, sin responder siquiera a los interrogatorios, quizás porque no sabía expresarse en castellano y menos en guaraní, o simplemente porque no quería hablar ni justificarse ni explicar nada. Acaso porque era realmente inocente y a él no le importaba su inocencia o su culpa.

Finalmente lo soltaron. Pero él no se fue. Se quedó en el pueblo, como si cualquier lugar le resultara ya indiferente.

Durante un tiempo anduvo dando vueltas, mientras sus ropas y sus botas de media caña se le acababan de deteriorar.

Tomó una pieza en la fonda y posada de Ña Lolé Chamorro, una casa semiderruida en las orillas, donde pernoctaban los troperos de Paraguarí de paso a las Misiones y los inspectores de impuestos internos, los que a veces se regalaban con las sirvientitas conchavadas para «todo servicio».

El forastero no hablaba con nadie, ni siquiera con la vieja charlatana, gorda como un pipón. Se pasaba todo el tiempo encerrado en el húmedo cuartucho no más amplio y cómodo que el calabozo de la prevención.

No salía más que para ir al boliche.

4

La primera vez que entró, don Matías dijo por lo bajo a sus parroquianos:

—Parece que al gringo le falta aire.

—Lo que le ha de faltar es guaripola —dijo Dejesús Altamirano, secretario de la municipalidad, que también empinaba el codo en lo de don Matías y vivía de las coimas que sacaba a los propietarios de alambiques clandestinos.

Se aproximó al mostrador.

—¿Qué se le ofrece, don? —preguntó el bolichero, obsequioso, menos por el posible gasto del extraño que por la curiosidad.

—Caña —fue lo único que dijo, sin saludar ni pedir amistad, ni siquiera cordialidad o comprensión, como hace todo hombre acorralado, por encima de los idiomas, las razas, por encima de las intransferibles y comunes desdichas.

Bebió el vaso de un sorbo. Pagó y se fue.

—Veremos hacia dónde tira —dijo don Matías Sosa.

—Ya se sabe —dijo Altamirano—. La cabra al monte, el chancho al chiquero.

—Éste no es cabra ni chancho —dijo el bolichero—. No es un vagabundo cualquiera. Me huele a poguasú juído de algún país de las Uropas. A mí no me engaña. Ya se irá amansando. Lo haré entrar en confianza. Ya hablará. Un cristiano no puede callar tanto tiempo sus cosas.

—Si es cristiano —dijo Dejesús Altamirano.

—Yo le haré hablar.

—Si no le hace hablar Ña Lolé, me parece medio difícil.

—Éste es especial. No es para ella.

—Vamos a ver…

Poco es lo que vieron; no más que el forastero seguía dando vueltas. No parecía decidido a largarse. Volvió al boliche varias veces. Siempre pedía caña, en la misma actitud de indiferencia pero no de altanería, de desesperanza quizás, pero no de orgullo. Él y su silencio. No poseía otra cosa. Aun el perro y la canasta vendrían después. Y todo lo demás.

5

Por aquellos días comenzó la construcción de la estación nueva y reabrieron el taller de reparaciones del ferrocarril. Por encima del cráter, que era un osario bajo las vías, por encima de todo lo que había pasado, Sapukai estaba tratando de dar un salto hacia el progreso, luego de ese plantón trágico de más de un lustro.

También la comisión pro templo, presidida por el cura, pudo iniciar la refección de la torre destroncada. Remontaron la campana con un complicado sistema de poleas y hasta un reloj mandaron traer de Asunción, un extraño reloj que marcaba las horas hacia atrás, porque el albañil lo empotró en la torre al revés.

Por un tiempo, pues, los estacioneros tuvieron motivos de diversión y comentarios y se olvidaron del gringo.

Había dejado la fonda. Dejó también de ir al boliche. Se le habría acabado el dinero. Dormía bajo los árboles o en el corredor de la iglesia, cuando llovía. Él fue quien compuso la marcha del reloj cangrejo. En pago, el Paí Benítez le permitió ese privilegio, contra las protestas de la comisión de damas que no miraban al forastero con buenos ojos, porque él las ignoraba por completo.

Por entre los rasgones de la camisa se le veían ya tiras de la blanca piel ampollada por el sol. Se iba poniendo cada vez más flaco. Le creció la barba, los cabellos rubios se le enmelenaron sobre los hombros, bajo el sombrero de paja que había reemplazado al de fieltro, cuando éste acabó de destrozarse contra las lajas y los yuyales, pues también los usaba de almohada. Las botas se cambiaron en unas alpargatas, compradas también como el sombrero y el ponchito en el almacén de don Matías, tal vez con el último patacón, porque dejó los reales de vuelto sobre el mostrador. Y tuvo que pasar algún tiempo para que volviera.

Parecía otro hombre. Únicamente los enrojecidos ojos celestes permanecían iguales, con miradas de ciego, por lo fijas y opacas.

6

Entretanto, algo había llegado a saberse del forastero.

En las tertulias de la fonda y del almacén, entre Ña Lolé, don Matías, el jefe político Atanasio Galván y Altamirano, barajando y canjeando datos, impresiones, conjeturas, sacaron en limpio que el forastero era un emigrado ruso.

El que más sabía era Atanasio Galván, ex telegrafista, que por haber delatado a los revolucionarios había ascendido desde entonces a máxima autoridad del pueblo. Estaba en contacto directo con el ministerio del Interior.

—Yo vi el pasaporte —dijo, tamborileando sobre la mesa el mensaje de la delación cristalizado ya en un tic nervioso bajo la yema de los dedos—. Estaba en regla, visado por el cónsul de su país en Buenos Aires. Su nombre es Alexis Dibrovsky —lo deletreó con esfuerzo—. ¡Cerrado el gringo! No le pude sacar una sola palabra, aunque lo amenacé con el
teyú-ruguai
.

Una de las chivatas de Ña Lolé, mientras él estaba en el boliche, había visto una arrugada fotografía entre sus papeles. Se la mostró a la patrona; luego la volvieron a guardar.

—Era él —dijo inmensa y arrepollada, desembuchando el secreto con los ojos en blanco—. Sin barba, mucho más joven. Pero era él. Vestía un complicado uniforme de gala, parecido al del coronel Albino Jara. Más buen mozo que él todavía, con lo buen mozo que era el coronel. ¿Se acuerdan cuando pasó hacia Kaí Puente a inaugurar el ferrocarril? Bueno, pintado. Bajó al andén con los señores de la comitiva. Parecía un San Gabriel Arcángel de bigotito negro. Todas las muchachas se quedaron sin poder respirar. Hasta yo… Con eso les digo todo.

Hizo una pausa para cargar aire.

—¿Y eso qué tiene que ver con el gringo? —dijo Altamirano.

—Es para contar que se parecía al coronel Jara. Pero en rubio. También las muchachas de allá habrán suspirado por él. Pero es casado. En la fotografía está de pie junto a una mujer joven, muy linda, que tiene en brazos a una criatura.

—¿Qué habrá venido a buscar aquí? —dijo el juez de paz, Clímaco Cabañas.

—Habrá escapado de la revolución de los bolcheviques —dijo el Paí Benítez—. Allá están degollando a los nobles.

Explicó algo del zar de todas las Rusias, que acababa de ser fusilado con todos los miembros de su familia sobre el techo de una casa.

—¿Por qué sobre un techo? —preguntó el secretario municipal.

—Para ajusticiarlos en las alturas —dijo el bolichero desde el mostrador—. ¡A un zar, mi amigo, no se lo puede fusilar en una zanja! ¿No es verdad, don Clímaco?

—El asunto es que allá triunfaron los revolucionarios —farfulló preocupado el juez, desplazándose a un costado de la silla.

—Allá… —dijo con desprecio el ex telegrafista ascendido a jefe político—. Porque lo que es aquí sabemos cómo tratar a los revolucionarios que quieren alzarse contra el poder constituido. ¿Se acuerdan cómo los liquidamos?

No necesitaban que el delator aludiera a aquello.

Sin mirarse, todos pensaban sin duda en el levantamiento de los agrarios. Pese a los años, a las refecciones, al cráter por fin nivelado, las huellas no acababan de borrarse. Sobre todo, las que estaban dentro de cada uno.

El penacho de fuego levantado por la bomba en la luctuosa noche del 1º de marzo de 1912, había inmovilizado con su fogonazo la instantánea del desastre. Estarían viendo otra vez, de seguro, el convoy aprontado por los insurrectos al mando del capitán Elizardo Días, para caer por sorpresa sobre la capital con sus dos mil aguerridos expedicionarios, entre soldados de línea y campesinos. Hasta dos obuses de 75 tenían. Era la última carta de la revolución. Un verdadero golpe de azar, pero que aún podía dar en tierra con el poder central. El telegrafista Atanasio Galván, con la barrita amarilla del Morse avisó al cuartel de Paraguarí, en poder de los gubernistas, lo que se tramaba.

—¡Yo los derroté! —solía jactarse—. ¡Mi probada lealtad al partido!

Fue entonces cuando el comandante de Paraguarí lanzó la locomotora llena de bombas al encuentro del convoy rebelde. El choque no se produjo en pleno campo, como lo habían previsto los autores de la contramaniobra. La huida del maquinista de los insurrectos alteró la hora de partida comunicada por el telegrafista. El gigantesco torpedo montado sobre ruedas, con su millar y medio de
shrapnells
alemanes, estalló en plena estación de Sapukai, produciendo una horrible matanza en la multitud que se había congregado a despedir a los revolucionarios. Luego vino la persecución y el metódico exterminio de los sobrevivientes. El telegrafista convertido en jefe político por su «heroica acción de contribuir a defender el orden y a las autoridades constituidas» —solía repetir a menudo con énfasis los considerandos de su nombramiento—, presidió los últimos fusilamientos en masa, el restablecimiento de la tranquilidad pública y luego, al cabo de los años, las obras de reconstrucción del pueblo de Sapukai.

Ninguno de los que allí estaban, salvo el jefe político, recordaba con gusto estas cosas. Y aun ese tic telegráfico que le hacía tamborilear a menudo con la uña, maquinalmente, no salía sin duda de una conciencia muy tranquila.

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