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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (3 page)

La cabeza del anciano parecía reflexionar sobre eso, arrepentido, abochornado tal vez de su infidencia.

Entonces volvió atrás, procurando borrar lo que había dicho. Retrocedió a los años anteriores al aislamiento del enfermo en el abra. La máscara de Gaspar Mora se cambió otra vez en el rostro limpio y fuerte de su juventud, el rostro moreno y huesudo de ojos mansamente verdosos, que todos recordábamos bien.

Gaspar olía a madera, de tanto haber trabajado con ella. De lejos venían a buscar sus instrumentos y pagaban lo que él les pedía. No era tacaño. Sólo dejaba lo suficiente para comprar sus materiales y herramientas. El resto lo repartía entre los que tenían menos que él. Levantaba las deudas de los agricultores a los que el fuego, el granizo o las langostas habían inutilizado sus plantíos. Compraba ropas y bastimentos para las viudas y los huérfanos.

—Los muchachos —decía Macario— se reunían en su carpintería para verlo trabajar. Enseñaba el oficio y la solfa a los que querían aprender. También levantó la escuelita y talló las cabriadas y los fustes de los horcones. Yo no los veo más, pero sé que están allí…

Sí. Todavía están. El tiempo estrió de una nervadura casi latente las figuras de las vasijas y tejidos indios, que Gaspar reprodujo labrándolas con el formón y la azuela en los horcones de petereby y de lapacho. En todas estas cosas quedó su presencia. Pero, de un modo especial, él estaba vivo en el viejo vagabundo que vivía de la caridad pública y cuyos andrajos no sabíamos cómo se arreglaba para mantenerlos tan limpios sobre la arpillera de la piel.

No hacía mucho que Gaspar había muerto. Pero como desapareció en medio del espanto, era como si se hubiese perdido en una grieta de un tiempo muy lejano.

Macario Francia era quien lo acompañaba.

Al oscurecer se ponía a tocar la guitarra que estaba fabricando, para probar el sonido, la salud del instrumento…

De eso me acuerdo. La gente se tumbaba en el paso a escucharlo. O salía de los ranchos. Hasta el cerrito se escuchaba el sonido. Se escuchaba hasta el río. Me acuerdo de mamá que al oír la distante guitarra se quedaba con los ojos húmedos. Papá llegaba del cañal y trataba de no hacer ruido con las herramientas.

Aun después de muerto Gaspar en el monte, más de una tarde oímos la guitarra. La voz de Macario se recogía temblona. En el silencio del anochecer en que ondeaban las chispitas azules de los muãs, empezábamos a oír bajito la guitarra que sonaba como enterrada, o como si la memoria del sonido aflorase en nosotros bajo el influjo del viejo.

En ese momento comprendíamos también las palabras rotas de María Rosa. En su dulce obsesión adivinábamos la parte en sombras de la historia de Gaspar.

—Cuando le escuchábamos ya nadie pensaba en morir —decía la chipera lunática de Carovení—. Se durmió en el corazón de la madera. Estaba muy cansado, porque tuvo que luchar todo el tiempo con el gran murciélago… Pero algún día despertará y vendrá a llevarme. ¡El cometa lo volverá a traer!… Le clavaron las manos y los pies… Pero el cometa lo despertará y lo volverá a traer del monte…

Ambos, Macario y María Rosa, con todo y su chochera el uno, con su mansa demencia la otra, parecían atados para siempre por esa cola fosforescente al mulato muerto en la selva.

Cuarentona, con los cabellos enmarañados que comenzaban a encarnecer, a pesar de esa tardía maternidad que le había dado una hija, María Rosa continuaba enamorada de él.

En aquel tiempo todas las mujeres estarían enamoradas del músico, o de lo que él representaba para ellas. Pienso ahora en aquellas muchachas de Itapé, a la caída de la noche, inclinadas entre los lunares fosfóricos de las luciérnagas, a esa hora en que ya «nadie pensaba en morir». Lo escucharían sin duda con todo el cuerpo y el ánima tendidos hacia el músico. Y sería esta compartida rivalidad lo que al hermanarlas a ellas lo ponían distante a él, ajeno para todas, excepto para esa melodiosa mujer sin cabeza que apretaba entre sus brazos, encorvado sobre ella, en la oscuridad.

Macario nada decía sobre esto, a saber por qué. O lo diría y yo no lo recuerdo, porque entonces no pensaba en estas cosas.

Me acuerdo sí de que alguien escarbó en él, pérfidamente, preguntándole cosas.

—Gaspar murió virgen… —dijo tan sólo con una tranquila seguridad, que contradecía lo anterior cuando se le escapó con cierto bochorno que el leproso había tenido un hijo antes de morir. Pero su senectud era un terreno fértil para las contradicciones, los olvidos y los símbolos.

—¡Lepiyú letrado! —se mofaban de Macario los mellizos Goiburú. Los dos ya conocían mujer. Se pavoneaban ante los que aún no habíamos saboreado ese misterio. El viejo no lograba convencerlos de la castidad de Gaspar. Lo consideraban un embustero, un embaucador.

Pero Vicente, corazón de diablo, llevaba en el cinto el hebillón de plata que había hurtado al anciano.

Pienso ahora que hasta sentían un inconfesado rencor no sólo hacia Macario sino también hacia Gaspar. El padre de los mellizos, que después murió corneado por un novillo, era enemigo declarado de ambos. Él había transmitido a los hijos gemelos la torva inquina, de la que saltó aquel machetazo contra Macario y el Cristo. Lo cierto era que los mellizos no respetaban nada.

Una tarde, en el río, Pedro escupió la palabrota «monflórito » contra la memoria de Gaspar. Fue como si nos sopapeara la cara. Nos abalanzamos sobre él, lo tumbamos y le atascamos de arena la boca, como para hacerle tragar de nuevo el insulto, para enterrar esa negación de hombría que acababa de proferir contra ese hombre que para nosotros era el más hombre de todos. Vicente trató inútilmente de defender a su hermano. Yo le puse un pie sobre la garganta, mientras los demás lo sujetaban.

—¿Es o no monflórito? ¡Repetí si te animás!

—¡No!… —gimió acobardado.

Entonces lo largamos. Pero después entre los dos, una vez que me agarraron solo, casi me ahogaron en el remanso, porque yo no dudaba y porque quisieron desquitarse del trago de tierra que le hicimos comer a Pedro los defensores de Gaspar.

Me salvé porque sabía nadar y zambullir más que ellos. Pero sobre todo, porque creía firmemente en algo. Dentro del agua, pegado al limo, tenía bien abiertos los ojos, aguantando la respiración, mientras los mellizos me buscaban para ahogarme. Se fueron porque creyeron que ya me había ahogado. Por eso no vieron las burbujitas de sangre que empezaron a soltar mi nariz y mis oídos.

En el abombamiento de la asfixia sentía que la mano de madera de Gaspar me sacaba a la superficie. Era un raigón negro, al que me quedé largo rato abrazado.

4

Cuando Gaspar Mora desapareció, su ausencia tardó en notarse.

Dejó abierta su casa. No se llevó más que algunas herramientas.

Lo buscaron sin descanso por todas partes. Recorrieron a caballo los caminos, las compañías más apartadas, los pueblos cercanos. Pero nadie sabía nada. Gaspar se había esfumado sin dejar rastros.

Era como si ya se hubiese muerto.

Las viejas mandaron promesas por su retorno. Las muchachas andaban tristes con la cabeza ladeada hacia la pena. Sobre todo una, María Rosa, la menuda chipera, que le solía llevar calentitos y crocantes sus chipás, sin querer cobrarle nunca nada. Y también cachos de bananas de oro y el agua fresca del manantial del cerro en una cantimplora forrada con húmedas hojas de banano. Ella misma tenía la carne prieta y morena de una tinaja, sus formas redondeadas, su tostado brillo en los pómulos y una chispa de ojo de agua en las oscuras pupilas.

Antes de eso, María Rosa recibía de noche a los hombres en su ranchito de la loma de Carovení. Troperos, gente de paso. Nunca a los hombres del pueblo. Las viejas la miraban de reojo y cotorreaban a sus espaldas. Ella no les hacía caso ni les guardaba rencor.

Cuando Gaspar Mora desapareció, el rancho permaneció cerrado. Solitario, silencioso, entre los cocoteros. El pequeño farol «murciélago» ya no brillaba en lo alto, a través de la ventanita tapada con un trozo de zaraza floreada.

—¿Y antes de perderse no subía Gaspar hasta el rancho de María Rosa? —le preguntaban a Macario para hacerlo enojar.

—¡Gaspar murió virgen! —repetía tercamente el viejo, sobre el esternón.

También ahora la puedo imaginar a María Rosa buscando, esperando al desaparecido, purificándose en la espera, como si de golpe hubiera descubierto que todos los hombres eran uno solo y que precisamente ese hombre ya no estaba y quizás no regresaría nunca.

5

Pasaron meses, tal vez años. Un hachero trajo al pueblo la noticia. Contó que en lo más hondo del monte, mientras volteaba árboles, había escuchado sonar una guitarra hacia el atardecer. Al principio pensó en alguna agüería.

—Pora o pombero, me dije. Capaz que fuera
yasy-yateré
. Aunque yo no creo en esas cosas —dijo en el corro que se había formado para oírlo—. La guitarra seguía sonando. Busqué el lugar de donde venía el sonido. Me costó encontrarlo. La música, apretada por el monte, me toreaba de un lado y otro. Al fin me metí por un pique y desemboqué en un cañadón. Vi primero el rancho. Enfrente, sentado sobre un tronco, Gaspar estaba tocando una guitarra blanca. Sin barnizar… Está enfermo. Tiene el mal de San Lázaro…

Una consternación general barrió las caras.

El hachero contó que le tendió la mano y que el otro no se la tomó, diciéndole:

—No le doy mano a nadie. Solamente a ésta… —señaló el instrumento—. A ella no la puedo contagiar…

—¿Dónde está? —preguntó Macario.

—No puedo contar… —se defendió el hachero.

—Vas a contar —le conminó el viejo—. Tenemos que ir a buscarlo.

—Le juré sobre el hacha que no diría nada. Gaspar quiere estar solo…

María Rosa abandonó el ruedo. Mientras los demás se quedaron discutiendo, ella se fue a su rancho. Hizo un atadito con sus ropas, puso en una canasta varias argollas de chipás y bastimentos, y se encaminó hacia el monte. Ella sabía dónde trabajaba el hachero. Al día siguiente, el grupo encabezado por Macario se cruzó con ella, que venía de regreso, con sólo el atadito de ropa sobre la cabeza.

La detuvieron en la picada. Se negó a hablar. Volvía cambiada, con el rostro de una sonámbula.

6

Macario y sus acompañantes también se estrellaron contra la voluntad de aislamiento del enfermo, contra su decisión de permanecer allí hasta el fin.


Omanó vaekué ko-ndoyejhe’ai oikovevandie
[1]
… —contaba Macario que les dijo de lejos, impidiéndoles con un gesto que se acercaran.

—Venimos a llevarte, Gaspar —le dijo Macario—. Te hemos buscado por todas partes.

—Yo ya estoy muerto —contestó lentamente—. Y puedo decirles que la muerte no es tan mala como la creemos.

Dijo Macario, que se quedó en silencio un buen rato.

—Me va tallando despacito —contó que dijo después—. Mientras me cuenta sus secretos. Es bueno saber por lo menos que uno no acaba, que se continúa en otra vida, en otra cosa. Porque hasta en la muerte se quiere seguir viviendo. Eso lo sé ahora. La muerte me ha enseñado a tener paciencia. Yo le hago un poco de música… —dijo con una sonrisa, como en broma—. Para pagarle. Nos entendemos…

—Pero sufres, Gaspar.

—¿Sufro? Sí, sufro. Pero no por esto… —se echó una mirada hasta los pies—. Sufro porque tengo que estar solo, por lo poco que hice cuando podía por mis semejantes.

—Por eso venimos a llevarte. Puedes sanar. Te vamos a atender.

Movió la cabeza y los miró desde una profundidad insondable. Era como si un muerto se levantara para testificar sobre lo irrevocable de la muerte.

Luego, para romper el maligno sortilegio, se sentó sobre el tronco y empezó a preludiar el Campamento Cerro León como una despedida. El Himno anónimo de la Guerra Grande surgió al cabo, extrañamente enérgico y marcial, de las cuerdas llenas de nudos.

—Contra eso no había nada que hacer —dijo Macario.

Oirían la música como si en realidad brotara de la tierra salvaje y oscura donde fermentaban las inagotables transformaciones. A través de ella también les hablaría sobre todo a Macario, la voz de innúmeros y anónimos martirizados.

La noche se apretaba sobre el abra. Las manos hinchadas se movían sobre la tapa del pálido instrumento, que se fue quedando a oscuras hasta que dejó de sonar.

Fue la última vez lo que vieron y que hablaron con él.

7

Volvían una u otra vez al cañadón. Pero el enfermo los esquivaba con el tino infalible de la soledad que sabe protegerse a sí misma cuando es irremediable.

Miraban la choza vacía, el abra desierta, acorraladas por la selva. Pero él no estaba. O quizás los vería a escondidas, de rodillas entre la maraña, con los ojos sin párpados en la enorme cabeza de león, escamosa y carcomida.

Resolvieron dejarle alimentos en la entrada del pique. Un poco de charque, butifarras o quesos redondos. También cuerdas nuevas. Él los recogía después, escribiendo
gracias
sobre la tierra con el palito.

Como antes, María Rosa continuaba llevándole chipá, cachos de bananas de oro y la cantimplora tan parecida a ella, con el agua del manantial del cerro. A media legua estaba el arroyo de Cabeza de Agua. Pero ella comprendía que esa distancia era cada vez más larga para los pies llagados.

De tarde en tarde una pequeña procesión peregrinaba furtivamente hasta el abra. Con silencioso recogimiento escuchaban la oración leprosa. Procuraban no hacer el menor ruido, porque a veces una ramita que se rompía bastaba para quebrar también la música. Semejaban sombras suspendidas entre el follaje. Se miraban con ojos húmedos y encandilados, mientras la noche iba tapando con una losa de oscuro azul el cañadón.

Luego, al silencio, regresaban por la tiniebla.

Eso duró. Pensaron que la muerte también se había enamorado del músico.

—Pero lo quería vivo, allí… —dijo Macario, agregando en castellano—: Como en una jaula…

8

Por ese tiempo fue cuando el cometa apareció en el cielo y acercó amenazadoramente a la tierra su inmensa cola de fuego.

Cundió el pánico. Era el anuncio resplandeciente del fin del mundo. La nueva terrible del castigo se amplificaba en la iglesia, entre las lamentaciones y los rezos. De eso me acuerdo bien.

Nos olvidamos de Gaspar Mora, solo en el monte.

Después empezó la sequía, como si el ardiente resuello del monstruo hubiera secado toda el agua de la tierra y del cielo.

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