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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (53 page)

—Nunca llueve así en Qalathar, ni siquiera en invierno.

Se desató el cabello y gruesas gotas de agua cayeron sobre la alfombra de mi padre.

—¿Te trae algún asunto urgente? —pregunté.

—Midian merodeaba por allí y el jefe de la armería no quería más problemas. Por supuesto, yo significo problemas. Palatina, no. Qué es lo que hace el chivo visitando la armería es algo que, por otra parte, ignoro. Y más con un tiempo como éste. Pero no deseaba estar en el mismo sitio que él a menos que estuviese obligada, así que he venido aquí. ¿Disfrutas con tu trabajo? —Es fascinante. No sabes lo que te pierdes. —También yo he tenido que hacer este tipo de cosas.—¿Cuándo? —indagué con curiosidad.

—Con Sagantha. Debía ganarme la tutela.

Tras un silencio, Ravenna retomó la palabra para comentar: —Palatina cree que la
Esmeralda
no se dirige a Turia. Tú no opinas lo mismo, ¿verdad?

De modo que no había venido a verme sólo porque no tenía nada mejor que hacer.

Al parecer —respondí— está algo paranoica y ve un complot en cada esquina. Quizá los haya, pero en su mayoría no tienen ninguna relación con lord Foryth.

—Pues en este caso no son paranoias —aseguró Ravenna alejándose del fuego y acomodándose en una silla cercana. Ahora me clavaba su más fría mirada—. Ese viaje no tiene nada que ver con el comercio. De algún modo, el Dominio ha hallado la pista de la faraona y está desesperado por deshacerse de ella. Tengo entendido que Sagantha es el encargado de protegerla sea como sea, y no logrará ponerla a salvo si la lleva a Turia. El Dominio desea utilizarla como una gobernante títere o vendérsela a Lachazzar.

—¿Quieres decir que la heredera del faraón estaba a bordo de la nave?

—Es una buena hipótesis. Pero, antes de que me lo preguntes, no tengo idea de quién es y es poco probable que lo averigüe. Ninguno de los tripulantes de la
Esmeralda
está tampoco al tanto de este asunto.

—Entonces ¿cómo te has enterado?

—¿Es que todos estos papeleos de Estado han atrofiado tu cerebro? He hablado con Sagantha, que aún me debe algunos favores, y sé cómo presionarlo.

—Entonces ¿sabes adónde se dirigen?

—No. Nunca me diría tal cosa. Pero si una de las jóvenes de la Es
meralda
es la faraona, corre serio peligro. Midian ha intentado convocar a los viajeros para interrogarlos en su tribunal desde el mismo momento en que llegaron. Si lo consigue, los arrestará, ¿y qué haremos entonces? Midian podría enviarlos a Pharassa, donde estarían fuera de nuestro control. Estoy seguro de que allí los inquisidores encontrarían el modo de descubrir quién es la faraona.

Todavía tenía mis dudas sobre la cuestión de la faraona; sonaba demasiado rebuscado. Pero si Sagantha lo había confirmado... —¿Y qué esperas que haga al respecto? —pregunté.

—Palatina piensa que el Dominio tratará de retener aquí a los visitantes del Archipiélago tanto tiempo como sea posible, quizá el suficiente para que lleguen los inquisidores. Lo que quiero pedirte es que intentes ayudarlos, asegurarte de que su nave sea reparada y de que se marchen de aquí cuanto antes. Tú no lo entenderás, pero para nosotros la heredera del faraón es casi una diosa. Has visto cómo reaccionó Tekraea cuando Palatina puso en duda su existencia. La faraona es nuestro último nexo con el antiguo Archipiélago y con los tiempos previos a la cruzada, y es también la única gobernante en todo el mundo sobre la que el Dominio carece de influencia. Exceptuando a Turia, por supuesto, pero eso ya no tiene importancia.

Ravenna pronunció las últimas palabras muy de prisa y con urgencia, como si no estuviese segura de poder abarcar todas las ideas en su discurso. No recordaba haberla visto nunca presa de una pasión semejante. Y además tenía razón: si el Dominio iba tras la pista de la faraona, era apremiante que la alejásemos de Lepidor sin perder tiempo. Con todo, aún me preguntaba adónde se dirigirían.

Encendí los intercomunicadores de éter sobre el escritorio y abrí un canal con la oficina del almirante Dalriadis. No lo encontré allí, pero su secretaria conocía su paradero y desvió la comunicación hacia una unidad en el eje del puerto.

Aquí Dalriadis —dijo, y vimos su imagen detrás de un escritorio—. Ah, Cathan. ¿En qué puedo ayudarte?

—Me han informado de que cierta gente podría estar planeando retrasar la partida de la
Esmeralda
. A partir de ahora, no se le permitirá a nadie entrar al buque ni a esa parte del puerto, con excepción de los propios tripulantes o pasajeros y nuestro equipo técnico. Deseo también que haya un guardia armado permanente junto a la escotilla. Si alguien relacionado con el Dominio pasa por allí, dile que hay una avería en algún conducto o algo así.

Dalriadis pareció un poco sorprendido, pero no se opuso. —Muy bien. Veré que todo se lleve a cabo —aseguró y luego añadió con su habitual toque de sarcasmo—: ¿Seguro que no deseas que tu
Morsa
sea custodiada también? Después de todo, podría haber espías tanethanos codiciando tu equipo de oceanografía. —Ya que tanto te preocupa, encárgate de ello.

—Por supuesto, pero en ese caso sólo se le permitirá acercarse al personal naval.

Me sonrió y cortó la comunicación.

—¿Eso te deja satisfecha? —le dije a Ravenna. —Es un buen comienzo.

—¿Y qué más debería hacer, además de admirar como corresponde tu sabiduría y percepción para anticiparte a otro intento de sabotaje?

—Eso puedes hacerlo cuando la
Esmeralda
esté otra vez segura y en marcha.

Me pregunté si Ravenna tendría siquiera un mínimo sentido del humor. Supuse que de ser así habría advertido al menos algún rastro en el año y pico transcurrido desde que la había conocido. ¿Era necesario que fuese siempre tan seria?

La habitación fue alumbrada por otro resplandor proveniente de las nubes. Las cortinas estaban abiertas, aunque eso no lo hacía muy diferente. Con todo, aún era la mañana y deprimía mantenerlas siempre cerradas. Eché la silla atrás y me aproximé a una de las anchas ventanas, con apenas el cristal mediando entre la furia de la tormenta y yo. Mucho mejor que nada.

No llovía en ese preciso instante, así que pude mirar a cierta distancia a través del campo de éter. El cielo estaba cubierto en todas direcciones por oscuros nubarrones, de un punto a otro del horizonte. Un vasto río de un gris azulado corría hacia el oeste a velocidades increíbles. La cubierta de nubes no era continua, sino que la rompían aquí y allá otros estratos, capa sobre capa de nubes. Por encima del bullente caldero de los niveles inferiores, mientras rayos de luz blanca cruzaban las nubes, distinguí más formaciones revolviéndose, expandiéndose a un promedio de cientos de metros por segundo, impulsadas por los titánicos vientos que surcaban la atmósfera. Midian y sus sacerdotes habían erigido el segundo campo de éter nada más empezar la tormenta, cuando comprendieron que tardaría en pasar, y agradecí la protección extra.

Doscientos años atrás, sencillamente no había tormentas de esas características y no existía nada parecido a un invierno total. Era un legado de Tuonetar, pero el Dominio había culpado al jerarca Carausius, quien en realidad fue el único hombre que predijo el daño que ocasionaría la guerra e intentó detenerla.

—Es aterrador, ¿verdad? —dijo Ravenna. No la había sentido acercarse y ahora estaba a mi lado—. Nuestros ancestros dirigían el poder de los océanos, pero jamás pudieron detener estas tormentas. No sabemos nada sobre ellas o sobre qué las origina, y nos resulta imposible hacer algo para controlarlas.

—No todo se debe al poder de la naturaleza. Sin el Dominio podríamos haber hecho alguna cosa.

—Nadie ha sido nunca capaz de controlar el tiempo ni las tormentas, ni siquiera los más poderosos magos del Viento. No creo que haya que culpar al Dominio.

—Para controlar algo es necesario comprenderlo. Y eso es lo que el Dominio nos impide hacer. Ninguna sonda para estudiar las tormentas, ninguna observación con los ojos del Cielo y menos aún emplear la magia del Viento... ¿Cómo sería posible avanzar en esas condiciones?

—Supongo que tienes razón —admitió mientras seguía con la mirada el vórtice de una nube a lo largo del cielo—. Pero estas tormentas son el producto de la combinación de tantos elementos, el Viento, el Agua, la Sombra, que nadie ha podido jamás afrontar su estudio. Sería preciso contar con magos de los distintos Elementos, aliados de un modo que aún nos resulta difícil imaginar.

—Nunca hay que perder las esperanzas.

—Incluso si se controlasen las tormentas, ¿en qué nos beneficiaría? Sin duda, la atmósfera es similar al océano: un sistema independiente. No es más factible detener las tormentas de lo que lo es detener la corriente de los océanos. Además, controlarlas nos permitiría emplear las tormentas como armas. Tal como están las cosas, con nuestra magia del Viento apenas si podemos dominar pequeñas ventiscas.

Nuevamente, Ravenna estaba en lo cierto y eso me enfurecía. Pero la verdad es que nunca me había percatado de hasta qué punto el control del Dominio dependía de las tormentas. Sus representantes eran los únicos que podrían proteger a las ciudades de los peores efectos de las tormentas y los únicos que conocían las constantes del clima. Y, por eso, nadie podía llevar adelante una campaña o una guerra sin la ayuda del Dominio. Sin su asistencia cualquiera estaría a merced de las tormentas. Todo dependía de esos ojos del Cielo, las sondas que rodeaban a Aquasilva muy por encima de la atmósfera y permitían observar todo lo que ocurría en las alturas.

—Ravenna, ¿sabes desde dónde controla el Dominio los ojos del Cielo?

—Se supone que desde el mismo sitio que utilizaba Aetius —respondió—. Los ojos del Cielo son mucho más antiguos que el imperio, no fue el Dominio el que los puso allí. Creo que había un centro de control en el valle de Ramada, al oeste de Mons Ferranis, en una vieja fortaleza.

—El sitio ideal, entonces. Sólo una vía de entrada y salida, y cientos de sacri custodiándolo.

—Sin embargo, debió de existir antes otro centro de control —advirtió ella volviendo a mirar el globo terráqueo—. Aetius utilizaba los ojos del Cielo incluso antes de conquistar Mons Ferranis de manos de Tuonetar, así que en algún otro lugar...

Intenté recordar alguna referencia en la Historia. Era la única fuente con la que contábamos sobre la tecnología de Aetius, pero el autor no parecía haber estado demasiado interesado en los asuntos técnicos. Para él, los ojos del Cielo eran herramientas útiles, pero no había sentido curiosidad por descubrir cómo funcionaban o cuál era su origen. Me irritó su falta de interés, siendo tantas las cosas que pudo pero declinó contar, sobre todo en relación con las mantas que utilizaban... ¡Eso era!
¡Aeón! Allí
es donde estaban los controles de los ojos del Cielo, en un enorme submarino llamado
Aeón
.

—Entonces seguimos sin tener suerte —advirtió Ravenna sin sonar conmovida, y se encogió de hombros—. El
Aeón
fue destruido siguiendo órdenes de Valdur pues tenía algún tipo de relación con la ciudad mágica de Carausius, Sanción.

Había sido una buena idea, pensé, aunque sólo eso. Valdur debía ser culpado de muchas cosas, de las que la menor no era su ciega estupidez. El
Aeón
había sido la nave más grande del mundo, con enormes potenciales. Era indudable que el Dominio le había ordenado destruirla.

Qué desperdicio.

Mi padre regresó cinco días más tarde, cuatro días después de que la tormenta llegase a su fin. Me contó que en las poblaciones que había visitado las cosas iban bien, dejando de lado las quejas habituales y sin importancia y una protesta individual, sugiriendo que no se gastaba allí el dinero suficiente originado por las ganancias del hierro. Mi padre había prometido rectificar la situación, pero estuvo de acuerdo en tratar el asunto más tarde cuando le hablé del consejo de Palatina.

—Entonces me aseguraré de que se paguen todas las deudas. Me disgusta no saber por dónde me muevo, pero tu amiga ya ha acertado en otras ocasiones.

—Una semana más y se habrán completado las reparaciones —me dijo Persea—. Lamento marcharme de aquí, incluso aunque esté ese horrendo sacerdote sediento de la sangre de la faraona.

—Me alegra haberte tenido aquí. ¿Cuánto tiempo os queda a bordo de la nave?

—No estoy segura. Creo que unas tres semanas. Demasiado tiempo, y allí no hay espacio suficiente para todos, ni nada que hacer. Es muy aburrido.

—Al menos agradece que Lacas no esté contigo. Habría todavía menos espacio.

Persea sonrió y me pregunté dónde estaría ahora Lacas, el gigante del Archipiélago.

Un poco antes, Palatina le había dado a Persea algunas instrucciones para los demás, para que las transmitiese a su regreso al Archipiélago. Tres semanas eran mucho tiempo e intenté imaginar adónde irían. No había duda de que ese lapso superaba con creces lo que se tardaría en alcanzar Tumarian, Turia o Liona. ¿Persea decía la verdad? Supuse que Sagantha les habría advertido que no diesen ningún tipo de pista. Así que no podía insistir.

Habíamos acabado el plato principal cuando se abrieron las puertas del salón y entró un hombre con ropas del color azul de la armada imperial de Thetia. Distinguí la insignia de capitán en su cuello y me pregunté qué haría un capitán imperial en Lepidor.

Dio unos pasos lentos y formales en dirección al estrado, y algo en su apariencia me produjo un intenso malestar.

—Conde Elníbal, debo hablarle en privado, así como a todos los miembros de la familia que estén presentes aquí.

¿Qué era todo eso?, ¿alguna especie de truco?

Mi padre se puso de pie, indicándonos a mí y al oficial naval que lo siguiésemos a través de una puerta lateral en dirección a la antecámara. Cerró la puerta detrás de nosotros.

El capitán volvió el rostro hacia mi padre.

—Conde Elníbal, con el mayor dolor debo convocarlo a Pharassa para intervenir en un congreso de Océanus. El rey ha muerto.

Aquella noche, la cena en el gran salón fue un grato evento. Todos los viajeros del Archipiélago estaban allí, más relajados tras el paso de la tormenta, y Sagantha divertía a todos con su agudo ingenio. Midian no figuraba en la lista de invitados.

CAPITULO XXVI

Arrojé al suelo la bolsa de viaje y me metí en la cama, feliz de estar nuevamente en casa. El congreso había sido un desastre, una catástrofe sin atenuantes de principio a fin. El capitán Jerezius, que nos había traído la noticia, llevaba la barba afeitada como muestra de pesar y tenía orden de partir tan pronto como fuese posible. Nos llevó a Pharassa en una noche y un día, lo que debe de haber sido un récord. A nuestra llegada encontramos la ciudad de luto, con banderas negras flameando en cada mástil y una columna de humo fúnebre saliendo del techo del zigurat. La ciudad se hallaba bajo la ley marcial y había casetas militares por todos los rincones. El virrey Arcadius había asumido el mando e intentaba mantener todo bajo control. En la parte alta de la ciudad y en el palacio se percibía un ambiente sombrío y conmovido: los líderes del clan aún no lograban aceptar que hubiese ocurrido algo semejante en su ciudad.

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