Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
—¿Qué hacemos con éste? ¿Se lo arrojamos a los phagors?
—Atémoslo. Lo dejaremos en un camarote.
—Prefiero no arriesgarme. —Luterin levantó el hacha que había soltado y golpeó con el mango la sien del hombre tumbado. El hombre se desvaneció.
Después forzaron la puerta del camarote del capitán, que estaba a popa. La cerradura terminó cediendo a sus embestidas e irrumpieron en un pañol amplio y acondicionado cuyas ventanas se abrían por encima del agua.
Se pararon en seco. Sentado de espaldas a las ventanas, un hombre apuntaba hacia ellos un antiguo mosquete de boca acampanada.
—No dispares —dijo Shokerandit—. No buscamos pelea.
El hombre se puso de pie. Bajó el arma.
—Podría haberos disparado. Hay muchos lunáticos.
Su cuerpo guardaba las proporciones dentro de la inhabitual gordura. Había sobrevivido a la enfermedad. Reconocieron en él al capitán; sus oficiales, maniatados, estaban desparramados por la estancia. Algunos llevaban una mordaza.
—La hemos pasado de miedo por aquí —dijo el capitán—. Por suerte, he sido el primero en recuperarme. Sólo hemos perdido al primer oficial… por razones alimentarias, para decirlo de algún modo. Dentro de unas pocas horas estos oficiales estarán nuevamente listos para la acción.
—En tal caso, déjalos aquí y comprueba en qué estado se encuentra el resto —replicó Shokerandit con premura—. Estamos varados y hay phagors hostiles en la costa.
—¿Cómo está el maestro Eedap Mun Odim? —preguntó el capitán mientras, mosquete bajo el brazo, dejaba con ellos el camarote.
—Aún no hemos encontrado a Odim.
Lo encontrarían luego. Al percibir los primeros síntomas febriles, Odim se había encerrado en su camarote con suficiente agua, pescado reseco y galleta marinera. Tras la metamorfosis, había perdido altura y engrosado notablemente su silueta. Su característica postura de espalda recta había desaparecido. Vestía desgarbadas ropas de marino: las suyas le quedaban demasiado estrechas. Apareció en cubierta, parpadeando, como un oso que abandona su cueva después de hibernar.
Lo llamaron y él miró a su alrededor, frunciendo el entrecejo, con rápidos movimientos. Shokerandit se le acercó lentamente, consciente de haber sido el portador de la Muerte Gorda a bordo. Con humildad, le recordó a Odim su nombre.
Pero Odim, haciendo caso omiso de él, fue en cambio hasta la barandilla y señaló hacia abajo. Cuando por fin habló, la rabia le ahogaba la voz.
—¡Mirad esta barbarie! Algún imbécil ha tirado mi mejor porcelana por la borda. Es una atrocidad. Que haya una enfermedad a bordo no es motivo para… Pero, ¿quién lo ha hecho? Exijo saberlo. El culpable no va a navegar conmigo.
—Bueno… —dijo Toress Lahl. —Eh… —dijo Shokerandit, juntando valor—. Señor, debo confesar que he sido yo. Nos estaban atacando los phagors.
Extendió la mano, indicando el sitio junto al peñasco donde se los podía ver.
—A los phagors se les dispara, no se les tiran exquisitas piezas de porcelana, imbécil —dijo Odim. Luego, controlando su ira—: Estabas en plena locura…, ¿es ésa tu excusa?
—La nave no tiene armas con qué defenderse. Nos dimos cuenta de que los phagors nos atacarían, y volverán a hacerlo si ceden a la desesperación. Tiré los platos por la borda a propósito, para que cubriesen el banco de arena. Como imaginé, los phagors creyeron caminar sobre hielo delgado y se retiraron. Lamento lo de la porcelana, pero he salvado el barco.
Odim no habló. Clavó la vista en la cubierta, la elevó hasta el mástil. Luego extrajo una pequeña libreta negra del bolsillo y recorrió sus páginas.
—Este servicio habría valido unos mil sibs en Shivenink —dijo en voz baja, lanzando rápidas miradas a los presentes.
—Pero su pérdida ha permitido salvar el resto del cargamento —dijo Toress Lahl—. Las otras cajas están intactas. ¿Cómo se encuentra tu familia?
Mascullando para sí, Odim apuntó algo en lápiz:
—Tal vez incluso más de mil… Sí, gracias, gracias… Me pregunto cuándo volverán a fabricarse piezas de esa calidad. Probablemente haya que esperar hasta la próxima primavera del Gran Año, dentro de muchos siglos. Pero, ¿por qué íbamos a preocuparnos por ello?
Se volvió, ensimismado, y le estrechó la mano a Shokerandit, mirando en otra dirección:
—Mi gratitud por haber salvado el barco.
—Ahora podremos reflotarlo —dijo el capitán.
El rumor de los flambregs había aumentado mucho. Se dieron vuelta para ver fluir a la manada, a no más de una milla tierra adentro. Odim se escabulló en silencio. Más tarde comprenderían el motivo de su extraña conducta. No sólo la muerte de su querida Besi había alterado a Odim. De sus tres hijos, solamente el mayor, Kenigg, había sobrevivido a los embates de la Muerte Gorda. También su mujer estaba muerta. Poco quedaba del cráneo pelado, el torso y una pila de huesos.
La flotación no se conseguiría sino al cabo de varias horas. Con el capitán y algunos tripulantes ya restablecidos, se realizaron intentos por devolver el orden a bordo. Los enfermos fueron acomodados en el camarote del galeno y se subió a los convalecientes a cubierta, a fin de que respirasen aire fresco. A los muertos se los amortajó en sábanas y se los dispuso en una hilera en la cubierta superior. En total, sumaban veintiocho. Los supervivientes, incluidos el capitán y once tripulantes del bergantín, eran veintiuno.
Una vez hecho el recuento de bajas y restablecido el orden, los que estaban sanos se reunieron para agradecer a Dios Azoiáxico, que ordenaba todas las cosas, por haberlos salvado.
No podían comprender, en la inocencia de sus himnos, que la complejidad de su supervivencia escapaba al poder de cualquier divinidad local.
Heliconia se encontraba en plena regresión cíclica hacia un estadio similar al anterior a la caída de su atávico sol Batalix en el campo gravitatorio de la supergigante de tipo A. Pululaba entonces por el planeta un notable número de especies de distintos tamaños, desde ínfimos virus hasta grandes ballenas, pero los bajos gradientes de energía y la escasa complejidad hacían imposible la vida de seres con la intensidad de organización celular necesaria para formar bloques de funciones mentales superiores, es decir, de funciones deductivas, perceptivas, racionales, todas ellas asociadas a la plenitud de la conciencia. El esfuerzo supremo de Heliconia en este sentido habían sido los ancipitales.
Éstos formaban parte del sistema vital integrado de la biosfera heliconiana. Una de las funciones de ese gestalt sistémico —que, obviamente, sus partes integrantes desconocían como tal— consistía en mantener las condiciones óptimas para la supervivencia general. Y si la mosca atigrada no podía vivir sin los flambregs, éstos tampoco podían vivir sin ella. Todas las formas de vida eran interdependientes.
La captura de Batalix por parte de la supergigante constituyó desde luego un acontecimiento de primera magnitud pero no una tragedia para Heliconia, aunque sí lo fue para muchas de sus especies e individuos. El impacto de la captura ocurrió de un modo bastante gradual como para que la biosfera pudiese resistirlo. El planeta se cuidó de sí mismo, perdiendo a su luna. Si bien logró mantener sus procesos vitales, no pudo evitar la irrupción de una era de tormentas y huracanes que lo azotaron durante cientos de años.
Pero aún más daño causaría la violenta emisión de energía procedente del nuevo sol. Nuevas especies desaparecieron y a otras sólo las salvó la mutación genética. Algunas de las nuevas especies presentaban un desarrollo evolutivo bastante apresurado y su adaptación al nuevo entorno no resultó demasiado costosa. Así, los assatassis —organismos marinos que nacían de larvas surgidas de los cuerpos agonizantes de sus padres—, los yelks y biyelks —necrogenes que, a pesar de su apariencia mamífera, carecían de útero— o los humanos fueron algunas de las criaturas que se beneficiaron de las condiciones hiperenergéticas que habían empezado a rodear el planeta unos ocho millones de años atrás.
Las nuevas criaturas, producto del afán biosférico por no perder la unidad, se habían incorporado al nuevo entorno en el momento de máximo cambio. Antes de caer en la órbita de Freyr, la atmósfera de Heliconia, compuesta en gran parte por dióxido carbónico, protegía la vida por medio de un efecto invernadero; su temperatura media oscilaba entonces alrededor de los —7 º C. Tras la captura, el dióxido de carbono atmosférico se redujo considerablemente, combinándose en el periastron con agua para formar rocas carbónicas. La cantidad de oxígeno ascendió a niveles idóneos para las nuevas criaturas: los humanos, al contrario de los phagors, no podían sobrevivir en las hipooxigenadas alturas del Nyktryhk. Las macromoléculas marinas, presentes en concentraciones cada vez mayores, dieron paso a una paulatina repoblación de las cadenas alimentarias. Todos estos nuevos parámetros vitales pasarían a formar parte de las condiciones reguladoras de la biosfera heliconiana.
A pesar de constituir la forma de vida más completa, los humanos resultarían asimismo los más vulnerables. Y por más que se rebelasen contra la idea, sus vidas corporativas eran tan sólo un elemento más del bagaje del planeta al que pertenecían. En este sentido, nada los diferenciaba de los peces, de los hongos o los phagors.
A fin de que pudiesen funcionar de manera óptima en las extremas condiciones de Heliconia, la presión evolutiva había creado un sistema regulador para las masas de humanos. El helicovirus pleomórfico contaba como vector con un artrópodo, una especie de garrapata que pasaba fácilmente de phagors a hombres. El virus era endémico durante dos de las estaciones heliconianas, o sea, durante la primavera y el otoño del Gran Año, aunque presentaba epiciclos menores entre uno y otro pico. Estas pandemias recibían los nombres de fiebre de los huesos y Muerte Gorda, respectivamente.
Si bien la diferencia entre los sexos era desestimable, ambos sexos presentaban un cierto dimorfismo estacional. El peso medio de hombres y mujeres a lo largo de un Gran Año se acercaba a las ciento doce libras; sin embargo, tanto la primavera como el otoño provocaban grandes variaciones en el peso corporal de la especie.
Los supervivientes de la fiebre ósea solían pesar alrededor de unas escasas noventa y seis libras y ofrecían un aspecto esquelético para quienes hubieran crecido en condiciones normales. Esta pérdida de peso corporal respondía a un factor hereditario y persistía durante generaciones corno una huella profunda; mientras tanto, el calor iba en aumento. Poco a poco, los cuerpos delgados se redondeaban y la población volvía a la media de las ciento doce libras.
Con el invierno, en parte debido a factores glandulares, el virus regresaba. En este caso, los supervivientes no perdían peso sino todo lo contrario, aumentando por lo general su masa corporal en un cincuenta por ciento. Durante algunas generaciones, la población rondaría las ciento sesenta y ocho libras. Corno péndulos, iban y venían del ectomorfismo al endomorfismo.
Este proceso patológico cumplía con una función vital para la preservación del género humano; además, su efecto secundario resultaba beneficioso para toda la biosfera. Mientras que la cuota de energía expansiva del planeta primaveral requería para mayor eficacia de su funcionamiento sistémico una biomasa más variopinta, la energía centrípeta invernal necesitaba que la biomasa menguase. El virus reducía así la población humana a fin de adecuarla a la organización biosférica global de cadenas alimentarias.
Tal como los rebaños de flambregs, para los que la terrible mosca atigrada representaba tanto un tormento como una salvación, los humanos no podrían seguir existiendo sin el virus.
El virus destruía. Pero la suya era una destrucción generadora de vida.
Una recia brisa soplaba desde la costa. En lo alto campeaba Batalix: las nubes se habían despejado. El mar chisporroteaba de crestas de espuma que parecían hechas de finísimas perlas. El Nueva Estación, con música en los obenques, navegaba con rumbo oeste-sudoeste.
A lo largo de la costa de Loraj se sucedían al norte, terraza tras terraza, los Palacios de Otoño. Prisioneros de la roca, los sueños de tiranos olvidados se remontaban costa arriba en la distancia y el tiempo. Contaba la leyenda que el rey Denniss había vivido en otro tiempo tras sus espectrales muros. Ya desde sus orígenes, estos Palacios, como algunas ambiguas relaciones humanas, nunca habían estado ocupados del todo, aunque tampoco del todo desiertos. Resultaban demasiado grandiosos para quienes los habían erigido; también para sus sucesores. Sin embargo, largo tiempo después del remoto otoño que había visto elevarse sus torres por encima de la playa de granito, seguían habitados. Muchos seres humanos, tribus enteras de ellos, se refugiaban allí como aves bajo los ruinosos aleros.
También los estudiosos, a quienes siempre atrae el pasado, solían alojarse en los Palacios de Otoño. Los Palacios eran para ellos el yacimiento arqueológico más rico del mundo; las trampillas de sus astrosos sótanos eran como puertas abiertas a una edad anterior del hombre. ¡Y qué vastos eran! Laberintos de una profundidad casi infinita se abrían camino roca adentro como tuberías en pos del calor de las entrañas de Heliconia. Había allí inscripciones sobre piedra y arcilla, cuencas de cacharros, esqueletos de hojas de bosques desvanecidos, calaveras que medir, dientes que encajar en mandíbulas, muladares, armas desintegrándose en el polvo…, la historia de un planeta esperando pacientemente ser interpretada, aunque tan fantasmagóricamente inasible en toda su magnitud como una vida humana cuya llama se ha apagado.
A estribor del Nueva Estación, los Palacios palidecían a la distancia.
En ocasiones, su diezmada tripulación avistaría otras naves. A la altura del puerto de Ijivibir pasaron cerca de arenqueros abocados a su labor. Eventualmente aparecía mar adentro algún barco de guerra, recordándoles que las rencillas entre Uskutoshk y Bribahr no se habían acallado. Nadie los molestó ni les hizo señal alguna. Los delfines glaciares eran su única compañía.
Después de Clusit, el capitán decidió acercarse a tierra. Puesto que conocía aquellas aguas, tenía intención de abastecer la nave de víveres antes de encarar la última parte del trayecto hasta el puerto de Rivenjk, en Shivenink. A pesar de que sus pasajeros, con el recuerdo del ataque phagor aún fresco, dudaban de la conveniencia de la escala, el capitán logró tranquilizarlos.