—Perdita me preguntó lo mismo. ¿Acaso una abuela no puede invitar a sus nietas a almorzar? Debes estar allí a las doce y media.
—Bysshe y yo tenemos una reunión sobre la agenda judicial a las tres.
—Oh, para entonces habremos terminado. Y trae a Bysshe contigo. Puede proporcionarnos el punto de vista masculino.
Colgó.
—Tendrás que venir a almorzar conmigo, Bysshe —dije—. Lo siento.
—¿Por qué? ¿Qué va a suceder en el almuerzo?
—No tengo idea.
Camino al McGregor's, Bysshe me dijo lo que había averiguado sobre las Ciclistas.
—No son un culto. No hay conexiones religiosas. Parecen haber surgido de un grupo de mujeres pre-Liberación —dijo, revisando sus notas—, aunque también tienen relación con el movimiento pro-elección libre, con la Universidad de Wisconsin y con el Museo de Arte Moderno.
—¿Qué?
—A las líderes del grupo las llaman «docentes». Su filosofía parece ser una mezcla de feminismo radical pre-Liberación y primitivismo ambiental de los ochenta. Son floratarianas y no usan zapatos.
—Ni desviadores —dije. Estacionamos frente al McGregor's y salimos del auto—. ¿Alguna condena por control mental? —pregunté esperanzadamente.
—No. Un puñado de juicios contra miembros individuales, que los ganaron todos.
—Sobre la base de la soberanía personal.
—Sí. Y un juicio criminal presentado por una de sus miembros, cuya familia trató de desprogramarla. El desprogramador fue sentenciado a veinte años, y la familia a doce.
—Asegúrate de contarle eso a mi madre —dije, y abrí la puerta del McGregor's.
Era uno de esos restaurantes que tenían una enredadera abrazando el escritorio del maitre y parcelas de jardín entre las mesas.
—Perdita sugirió este lugar —dijo mamá, guiándonos a Bysshe y a mí hacia la mesa, mientras pasábamos el sector de las cebollas—. Me dijo que muchas Ciclistas son floratarianas.
—¿Ya llegó? —pregunté, esquivando un almácigo de pepinos.
—Todavía no. —Señaló un sitio detrás del rosal—. Ahí está nuestra mesa.
Nuestra mesa era una cosa de mimbre ubicada debajo de una morera. Viola y Twidge estaban sentadas en el extremo opuesto, junto a un enrejado con habichuelas trepadoras, mirando los menúes.
—¿Qué estás haciendo aquí, Twidge? —pregunté—. ¿Por qué no estás en la escuela?
—Lo estoy —dijo, levantando su pizarra LCD—. Hoy estoy en remoto.
—Pensé que ella tenía que tomar parte en la discusión —dijo Viola—. Después de todo, pronto recibirá su desviador.
—Mi amiga Kensy dice que no va a quererlo, como Perdita —dijo Twidge.
—Estoy segura de que Kensy cambiará de opinión cuando llegue el momento —dijo mamá—. Perdita también cambiará de opinión. Bysshe, ¿por qué no te sientas junto a Viola?
Obedientemente, Bysshe se deslizó junto al enrejado y se sentó en una silla de mimbre en el extremo de la mesa. Twidge estiró el brazo por encima de Viola y le alcanzó un menú.
—Este restaurante es grandioso —dijo—. No hace falta usar zapatos. —Levantó un pie descalzo para ilustrarlo—. Y si te viene hambre mientras esperas, tomas algo. —Se dio vuelta en la silla, recogió dos habichuelas; le dio una a Bysshe, y mordió la otra—. Apuesto a que no lo hará. Kensy dice que el desviador duele más que los aparatos de ortodoncia.
—No duele tanto como no tenerlo —dijo Viola, dedicándome una feroz mirada de ¿Ahora-Te-Das-Cuenta-De-Lo-Que-Mi-Hermana-Ha-Provocado?
—Traci, ¿por qué no te sientas frente a Viola? —me dijo mamá—. Y cuando llegue Perdita la ubicaremos a tu lado.
—Si es que viene —dijo Viola.
—Le dije a la una en punto —dijo mamá, sentándose en la cabecera—. Para poder tener tiempo de planificar nuestra estrategia antes de que llegue. Hablé con Carol Chen...
—Su hija estuvo a punto de unirse a las Ciclistas el año pasado —expliqué a Bysshe y Viola.
—Dijo que hicieron una reunión familiar, como esta, y que sencillamente hablaron con su hija, y que su hija decidió que no quería ser Ciclista. —Nos miró—. Entonces pensé que nosotras podríamos hacer lo mismo con Perdita. Creo que deberíamos empezar por explicarle el significado de la Liberación y los días de oscura opresión que la precedieron...
—Y yo creo —interrumpió Viola —que tendríamos que tratar de convencerla de que sólo suspenda el amenerol durante unos meses, en vez de hacerse sacar el desviador. Si es que viene. Y no va a venir.
—¿Por qué no?
—¿Lo harías tú? O sea, esto es como la Inquisición. Ella sentada allí mientras todas nosotras le «explicamos». Perdita puede estar loca, pero no es estúpida.
—Difícilmente sea la Inquisición —dijo mamá. Miró ansiosamente detrás de mí, hacia la puerta—. Seguro que Perdita... —Calló, se puso de pie, y repentinamente se zambulló entre los espárragos.
Me di vuelta, esperando a medias que fuera Perdita con luces en los labios o un tatuaje de cuerpo entero, pero no veía nada por las hojas. Aparté las ramas.
—¿Es Perdita? —dijo Viola, inclinándose hacia adelante.
Espié entre el follaje de la morera.
—Oh, Dios mío —dije.
Era mi suegra, vistiendo un abayah negro y un yarmulke de seda. Se abalanzó hacia nosotras a través de una plantación de zapallo, con sus ropas al viento y los ojos echando chispas. Mamá seguía su rastro de rábanos pisoteados, acuchillándome con la mirada.
Miré a Viola.
—Es tu abuela Karen —dije, acusadora—. Me dijiste que no habías podido comunicarte con ella.
—No pude —dijo—. Twidge, siéntate derecha. Y baja esa pizarra.
El rosal emitió un siniestro crujido, como si las hojas estuvieran encogiéndose de terror, y llegó mi suegra.
—¡Karen! —dije, tratando de parecer contenta—. ¿Qué es lo que haces aquí? Pensé que estabas en Bagdad.
—Regresé apenas recibí el mensaje de Viola —dijo, mirándonos a todos uno a uno—. ¿Quién es este? —exigió, señalando a Bysshe—. ¿El nuevo compañero de Viola?
—¡No! —dijo Bysshe, con expresión horrorizada.
—Es mi asistente legal, mamá —dije—. Bysshe Adams-Hardy.
—Twidge, ¿por qué no estás en la escuela?
—Lo estoy —dijo Twidge—. En remoto. —Levantó la pizarra—. ¿Ves? Matemáticas.
—Sí, veo —dijo ella, dándose vuelta para mirarme con furia—. Es un asunto lo bastante grave como para retirar a mi bisnieta de la escuela y contratar a un asistente legal, pero tú no lo consideraste lo suficientemente importante para notificarme. Por supuesto, tú nunca me cuentas nada, Traci.
Se sentó como un torbellino en la silla de la cabecera, haciendo volar hojas y capullos, y decapitando el centro de mesa de brócoli.
—Recibí el llamado de auxilio de Viola recién ayer. Viola, nunca debes dejarme mensajes con Hassim. Su inglés es virtualmente inexistente. Tuve que pedirle que me tarareara el llamado. Reconocí tu firma, pero los teléfonos no funcionaban, así que vine volando. Estaba en medio de las negociaciones, podría agregar.
—¿Cómo van las negociaciones, abuela Karen? —preguntó Viola.
—Iban extremadamente bien. Los israelitas han entregado la mitad de Jerusalén a los palestinos, y han acordado un régimen de tiempo compartido para las Alturas del Golán. —Se dio vuelta para mirarme fijamente por un momento—. Ellos sí conocen la importancia de la comunicación. —Volvió a mirar a Viola—. ¿Así que por qué están fastidiándote, Viola? ¿No les gusta tu nuevo compañero?
—No soy su compañero —protestó Bysshe.
A menudo me he preguntado cómo diablos mi suegra llegó a ser mediadora y qué es lo que hace en todas esas sesiones de negociación con los serbios y católicos, coreanos del norte y del sur, protestantes y croatas. Porque ella toma partido, saca conclusiones apresuradas, malinterpreta todo lo que se dice, se niega a escuchar. Y a pesar de todo, convenció a Sudáfrica de aceptar un gobierno pro-Mandela, y probablemente lograría que los palestinos observaran el Yom Kippur. Tal vez los intimida con sus bravuconadas hasta que se someten. O tal vez las partes terminan aliándose para defenderse de ella.
Bysshe seguía protestando. —Ni siquiera había visto a Viola hasta hoy. Sólo hemos hablado por teléfono, un par de veces.
—Debes haber hecho algo —le dijo Karen a Viola—. Obviamente, quieren ver correr tu sangre.
—La mía no —dijo Viola—. La de Perdita. Se unió a las Ciclistas.
—¿Las Ciclistas? ¿Abandoné las negociaciones de la Ribera Occidental porque ustedes no aprueban que Perdita ingrese en un club de ciclismo? ¿Cómo suponen que voy a explicarle eso a la presidenta de Irak? Ella no lo va a entender, y yo tampoco. ¡Un club de ciclismo!
—Las Ciclistas no andan en bicicleta —dijo mamá.
—Menstrúan —dijo Twidge.
Hubo un silencio mortal que duró al menos un minuto, y yo pensé «Por fin sucedió. Mi suegra y yo vamos a estar por primera vez del mismo lado en una discusión familiar».
—¿Todo este escándalo porque Perdita se hará quitar el desviador? —dijo Karen finalmente—. Es mayor de edad, ¿no? Y, evidentemente, en este caso se aplica la soberanía personal. Tú deberías saberlo, Traci. Después de todo, eres jueza.
Tendría que haber sabido que era demasiado bueno para ser verdad.
—¿Quieres decir que apruebas que Perdita retroceda a veinte años antes de la Liberación? —dijo mamá.
—No creo que sea tan serio —dijo Karen—. En el Medio Oriente también hay grupos antidesviador, ¿sabes?, pero nadie los toma en serio. Ni siquiera las iraquíes, y eso que siguen usando velo.
—Perdita sí lo está tomando en serio.
Karen descartó el comentario con un movimiento de su manga negra.
—Son una tendencia, una moda pasajera. Como las microfaldas. O esas espantosas cejas electrónicas. Un puñado de mujeres usa esas modas tontas durante un tiempo, pero las mujeres en general no abandonan los pantalones ni vuelven a usar sombrero.
—Pero Perdita... —dijo Viola.
—Si Perdita quiere tener su menstruación, yo digo que la dejen. Las mujeres funcionaron perfectamente bien sin desviadores durante miles de años.
Mamá dio un puñetazo en la mesa. —Las mujeres también funcionaban perfectamente bien con el concubinato, el cólera y los corsets —dijo, recalcando cada palabra con un puñetazo—. Pero esa no es razón para aceptarlos voluntariamente, y no tengo intenciones de permitir que Perdita...
—Hablando de Perdita, ¿dónde está la pobre niña? —dijo Karen.
—Llegará en cualquier momento —dijo mamá—. La invité a almorzar para poder discutir todo esto con ella.
—¡Ja! —dijo Karen—. Para poder amedrentarla hasta que cambie de opinión, querrás decir. Bueno, no tengo intenciones de colaborar con ustedes. Sí tengo intenciones de escuchar el punto de vista de la pobrecita con interés y apertura mental. Respeto. Esa es la palabra clave, la que todas ustedes parecen haber olvidado. Respeto y cortesía.
Una mujer descalza, que lucía una túnica floreada y una chalina roja atada en el brazo izquierdo, se acercó a la mesa con una pila de carpetas rosadas.
—Ya era hora —dijo Karen, arráncandole una de las carpetas—. El servicio aquí es espantoso. Hace diez minutos que estoy sentada esperando. —Abrió de un golpe la carpeta—. Supongo que no tienen whisky.
—Me llamo Evangeline —dijo la joven—. Soy la docente de Perdita. —Tomó la carpeta de manos de Karen—. No pudo venir a almorzar con ustedes, pero me pidió que acudiera en su lugar, para explicarles la filosofía de las Ciclistas.
Se sentó en la silla de mimbre que estaba a mi lado.
—Las Ciclistas estamos dedicadas a la libertad —dijo—. A ser libres de lo artificial, a ser libres de drogas y hormonas que controlen el cuerpo, a ser libres del patriarcado masculino que intenta imponérsenos. Como ustedes probablemente ya saben, no usamos desviadores. —Señaló la chalina roja que tenía alrededor del brazo—. En lugar de eso, usamos esto, como emblema de nuestra libertad y femineidad. Hoy la tengo puesta para anunciar que ha llegado mi etapa de fertilidad.
—Nosotras también las usábamos —dijo mamá—, pero en la parte trasera de nuestras faldas.
Me reí.
La docente me miró. —La dominación de los cuerpos de las mujeres por parte de los hombres comenzó mucho antes de la llamada «Liberación», con las leyes gubernamentales para el aborto y los derechos del feto, con el control científico de la fertilidad, y finalmente con el desarrollo del amenerol, que eliminó por completo el ciclo reproductivo. Todo esto formó parte de un cuidadoso plan del régimen patriarcal masculino para controlar el cuerpo de la mujer y, por extensión, su identidad.
—¡Qué interesante punto de vista! —dijo Karen con entusiasmo.
Y sí que lo era. A decir verdad, el amenerol no se había inventado para eliminar la menstruación. Se había desarrollado para lograr la remisión de tumores malignos. Sus propiedades de absorción de la mucosa uterina se habían descubierto por accidente.
—¡¿Está tratando de decirnos —dijo mamá —que los hombres obligaron a las mujeres a usar desviadores?! ¡Todas nosotras tuvimos que luchar para que la Administración Federal de Medicamentos los aprobara.
Era cierto. Donde las madres sustitutas, los grupos antiaborto y la ley de derechos del feto habían fracasado a la hora de unir a las mujeres, la perspectiva de no tener que menstruar más había triunfado. Las mujeres habían organizado manifestaciones, habían peticionado, habían elegido senadores, habían propuesto enmiendas constitucionales, habían sido excomulgadas y habían ido a la cárcel, todo en nombre de la Liberación.
—Los hombres no estaban en contra de nosotras —dijo mamá, con la cara bastante roja—. Y el derecho religioso, y los fabricantes de apósitos, y la Iglesia Católica...
—Sabían que iban a tener que autorizar el sacerdocio de las mujeres —dijo Viola.
—Y lo hicieron —dije.
—La Liberación no las ha liberado —dijo la docente a viva voz—. Salvo de los ritmos naturales de la vida, de la mismísima fuente de la femineidad. —Se agachó y recogió una margarita que crecía debajo de la mesa—. Nosotras, las Ciclistas, celebramos el inicio de nuestras menstruaciones y nos regocijamos en nuestros cuerpos —dijo, levantando la margarita—. Cada vez que una Ciclista florece, como decimos nosotras, la honramos con flores, poemas y canciones. Después nos tomamos de las manos y decimos qué es lo que más nos gusta de nuestra menstruación.
—La retención de líquido —dije.
—O estar tirada en la cama tres días al mes, usando calurosos apósitos —dijo mamá.