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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Hasta la reina

 

Esta historia engloba, en medio de una acción vertiginosa, una cantidad de temas que preocupan a los seres humanos (y no sólo a la parte femenina de la humanidad): la libertad individual, los problemas de comunicación entre generaciones, las deciciones, etcétera.

Connie Willis

Hasta la reina

Relatos cortos

ePUB v1.0

Cowinsaint
16.12.11

Título original:
Even The Queen

Edición electrónica de Sadrac

Buenos Aires, Abril de 2001

El teléfono sonó cuando estaba revisando la moción de la defensa.

—Es un llamado universal —dijo Bysshe, mi asistente legal, estirando la mano—. Probablemente es el acusado. No se permite usar firmas desde la cárcel.

—No, no es —dije—. Es mi madre.

—Oh. —Bysshe tomó el receptor—. ¿Por qué no está usando su firma?

—Porque sabe que no quiero hablar con ella. Debe haber averiguado lo que hizo Perdita.

—¿Su hija Perdita? —preguntó, apretando el receptor contra su pecho—. ¿La que tiene una niña?

—No, esa es Viola. Perdita es mi hija menor. La que no tiene criterio.

—¿Qué hizo?

—Se unió a las Ciclistas.

Bysshe quedó inquisidoramente en blanco, pero yo no estaba con ganas de aclarárselo. O con ganas de hablar con mi madre. —Sé exactamente lo que mamá va a decir —dije—. Me preguntará por qué no se lo conté, y luego exigirá saber qué voy a hacer al respecto, y no hay nada que pueda hacer al respecto, de lo contrario, obviamente, ya lo habría hecho.

Bysshe parecía aturdido.

—¿Quiere que le diga que usted está en la corte?

—No. —Estiré la mano hacia el receptor—. Tendré que hablar con ella tarde o temprano. —Se lo quité—. Hola, mamá —dije.

—Traci —dijo mamá dramáticamente—, Perdita se ha convertido en Ciclista.

—Ya lo sé.

—¿Por qué no me lo contaste?

—Pensé que la propia Perdita tenía que contártelo.

—¡Perdita! —bufó—. Nunca me lo contaría. Sabe cuál sería mi opinión al respecto. Supongo que se lo contaste a Karen.

—Karen no está. Está en Irak.

Lo único bueno de toda esta debacle era que, gracias a lo ansioso que estaba Irak por demostrar que era un miembro responsable de la comunidad mundial luego de su antigua propensión a la autodestrucción, mi suegra estaba en el único lugar del planeta donde el servicio telefónico era lo bastante malo como para que yo pudiera excusarme diciendo que había tratado de llamarla pero no había podido comunicarme y ella tuviera que creerme.

La Liberación nos ha liberado de toda clase de indignidades y flagelos, incluyendo a los Saddams de Irak, pero no de las suegras, y yo estaba casi feliz por el excelente sentido de la oportunidad de Perdita. Cuando no tenía ganas de matarla.

—¿Qué está haciendo Karen en Irak? —preguntó mamá.

—Negociando una patria para los palestinos.

—Y mientras tanto su nieta se está arruinando la vida —dijo, aunque no tenía nada que ver—. ¿Le contaste a Viola?

—Ya te lo dije, mamá. Pensé que la propia Perdita tenía que contárselo a todas ustedes.

—Bueno, no lo hizo. Y esta mañana me llamó una de mis pacientes, Carol Chen, y me exigió que le hiciera saber lo que le estaba ocultando. No tenía idea de qué me estaba hablando.

—¿Cómo lo averiguó Carol Chen?

—Por su hija, que casi ingresa en las Ciclistas el año pasado. Su familia la convenció de que no lo hiciera —dijo, acusadora—. Carol estaba segura de que la comunidad médica había descubierto algún terrible efecto colateral del amenerol y que estábamos ocultándolo. No puedo creer que no me lo hayas contado, Traci.

Y yo no puedo creer no haber dejado que Bysshe te dijera que estaba en la corte, pensé. —Ya te lo dije, mamá. Pensé que le correspondía a Perdita contártelo. Después de todo, es su decisión.

—¡Oh, Traci! —dijo mamá —¡No puedes estar hablando en serio!

Durante el primer y hermoso aluvión de libertad posterior a la Liberación, yo había tenido esperanzas de que todo cambiaría, de que la Liberación, de algún modo, barrería con la desigualdad, con el dominio matriarcal y con todas esas mujeres amargadas decididas a eliminar del lenguaje la expresión «a paso de hombre» y los pronombres de la tercera persona del singular.

Por supuesto que no fue así. Los hombres todavía ganan más dinero que nosotras, «herstory» todavía es apenas un tizón en el paisaje semántico, y mi madre todavía puede decir «¡Oh, Traci!» en un tono que me reduce a la preadolescencia.

—¡Su decisión! —dijo mamá—. ¿Estás diciéndome que planeas quedarte ociosamente a un costado y permitir que tu hija cometa el error de su vida?

—¿Qué puedo hacer? Tiene veintidós años y una mente lúcida.

—Si tuviera una mente lúcida no estaría haciendo esto. ¿No trataste de disuadirla?

—Por supuesto que sí, mamá.

—¿Y?

—Y no tuve éxito. Está decidida a ser Ciclista.

—Bueno, debe haber algo que podamos hacer. Conseguir una orden judicial o contratar a un desprogramador o demandar a las Ciclistas por lavado de cerebro. Tú eres jueza, debe haber alguna ley que puedas invocar...

—Esa ley se llama soberanía personal, mamá, y dado que fue lo que hizo posible la Liberación desde un principio, a duras penas puede emplearse contra Perdita. Su elección coincide con todos los criterios de un caso de soberanía personal: es una decisión personal, tomada por un adulto soberano, no afecta a nadie más...

—¿Y mi profesión? Carol Chen está convencida de que los desviadores provocan cáncer.

—Cualquier efecto que tenga en tu profesión se considera un efecto indirecto. Como el que sufre el fumador pasivo. No es aplicable. Mamá, nos guste o no, Perdita está perfectamente en su derecho de hacerlo, y nosotras no tenemos ningún derecho de interferir. Una sociedad libre debe basarse en el respeto por las opiniones de los demás y en el dejar tranquilo al otro. Debemos respetar el derecho que Perdita tiene de tomar sus propias decisiones.

Todo lo cual era cierto. Lástima que no se lo había dicho a Perdita cuando me llamó. Lo que le dije, en un tono que sonaba exactamente igual al de mi madre, fue «¡Oh, Perdita!».

—Todo esto es por tu culpa, ¿sabes? —dijo mamá—. Te dije que no debías haberle permitido que se hiciera ese tatuaje sobre el desviador. Y no me vengas con que es una sociedad libre. ¿De qué sirve una sociedad libre si permite que mi nieta se arruine la vida? —Colgó.

Volví a entregarle el receptor a Bysshe.

—Realmente me gustó lo que dijo acerca del derecho de su hija a tomar sus propias decisiones —dijo él. Sostenía mi toga—. Y lo de no interferir en su vida.

—Quiero que me investigues los precedentes de la desprogramación —dije, metiendo los brazos en las mangas—. Y averigua si las Ciclistas han sido denunciadas por cualquier violación al libre albedrío: lavado de cerebro, intimidación, coerción.

Sonó el teléfono; otro universal.

—Hola, ¿quién habla? —dijo Bysshe con cautela. Su voz se volvió repentinamente amistosa—. Un minuto. —Tapó el receptor con la mano—. Es su hija Viola.

Tomé el receptor. —Hola, Viola.

—Acabo de hablar con la abuela —dijo—. No creerás lo que Perdita ha hecho ahora. Se unió a las Ciclistas.

—Ya lo sé —dije.

—¿Lo sabes? ¿Y no me lo contaste? No puedo creerlo. Nunca me cuentas nada.

—Pensé que la propia Perdita debía contártelo —dije con cansancio.

—¿Estás bromeando? Ella nunca me cuenta nada tampoco. Aquella vez que se hizo implantes en las cejas no me lo dijo hasta pasadas tres semanas, y cuando se hizo el tatuaje láser directamente no me lo contó. Twidge me lo contó. Tendrías que haberme llamado. ¿Se lo contaste a la abuela Karen?

—Está en Bagdad —dije.

—Ya lo sé —dijo Viola—. La llamé.

—¡Oh, Viola, no!

—A diferencia de ti, mami, considero necesario comunicar a los miembros de nuestra familia los temas de su incumbencia.

—¿Qué dijo? —pregunté, sintiendo una especie de aturdimiento, ahora que la impresión había pasado.

—No pude comunicarme. El servicio telefónico de allá es terrible. Hablé con alguien que no sabía inglés, y después se me cortó, y cuando volví a intentarlo me dijeron que toda la ciudad estaba incomunicada.

Gracias, suspiré en silencio. Gracias, gracias, gracias.

—La abuela Karen tiene derecho a saber, mamá. Piensa en las consecuencias que tendrá esto para Twidge. Ella cree que Perdita es maravillosa. Cuando Perdita se hizo los implantes en las cejas, Twidge se pegó lámparas LED en las suyas, y casi no puedo sacárselas. ¿Y si Twidge también decide unirse a las Ciclistas?

—Twidge sólo tiene nueve años. Cuando llegue el momento en que deba tener su desviador, Perdita habrá desistido. —Espero, agregué en silencio. Ya hacía un año y medio que Perdita llevaba el tatuaje y no mostraba señales de estar cansada de él—. Además, Twidge es más sensata.

—Es cierto. Oh, mamá, ¿cómo pudo Perdita hacer esto? ¿No le contaste lo horrible que era?

—Sí —dije—. Y lo inconveniente. Y lo desagradable, desequilibrante y doloroso. Nada le hizo el más ligero impacto. Me dijo que pensaba que sería divertido.

Bysshe estaba señalando su reloj y moviendo la boca. —Es hora de ir a la corte.

—¡Divertido! —dijo Viola—. ¿Después de haber visto lo que tuve que pasar aquella vez? Honestamente, mamá, a veces pienso que Perdita sufre de muerte cerebral. ¿No puedes hacer que la declaren incompetente y la encierren o algo así?

—No —dije, tratando de subir la cremallera de la toga con una sola mano—. Viola, tengo que irme. Llegaré tarde a la corte. Temo que no hay nada que podamos hacer para detenerla. Es una adulta racional.

—¡Racional! —dijo Viola—. Sus cejas tienen luz, mamá. En el brazo se hizo un tatuaje láser de la última batalla de Custer.

Entregué el teléfono a Bysshe. —Dile a Viola que la llamaré mañana. —Subí la cremallera de la toga—. Y luego llama a Bagdad y pregunta por cuánto tiempo esperan tener los teléfonos cortados. —Me encaminé hacia la sala del tribunal—. Y si hay más llamados universales, asegúrate de que sean locales antes de contestar.

Bysshe no pudo comunicarse con Bagdad, cosa que consideré una buena señal, y mi suegra no llamó. Mamá sí, por la tarde, para preguntarme si las lobotomías eran legales.

Volvió a llamar al día siguiente. Yo estaba en plena clase de Soberanía Personal, explicando que todos los ciudadanos de una sociedad libre tenían el derecho de comportarse como perfectos imbéciles. No estaban creyéndome.

—Creo que es su madre —me susurró Bysshe al entregarme el teléfono—. Sigue usando el universal. Pero es local. Lo verifiqué.

—Hola, mamá —dije.

—Está todo arreglado —dijo mamá—. Vamos a almorzar con Perdita en McGregor's. Está en la esquina de la Calle Doce y Larimer.

—Estoy dando clase —dije.

—Lo sé. No te distraigo más. Sólo quería decirte que no te preocupes. Ya me encargué de todo.

No me gustaba eso. —¿Qué hiciste?

—Invité a Perdita a almorzar con nosotras. Ya te lo dije. En McGregor's.

—¿Quiénes son «nosotras», mamá?

—Sólo la familia —dijo, inocente—. Tú y Viola.

Bueno, al menos no había invitado al desprogramador. Todavía.

—¿Qué te propones, mamá?

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