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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (87 page)

—Sí, es una conjetura que conozco, pero ¿por qué?

—En mi época de juglar —dijo el anciano judío, cruzando sus regordetas manos sobre el amplio vientre— solía cantar toda clase de canciones godas antiguas, y seguro estoy de que los ancestros se revolverían en sus tumbas. Bien, había una canción que explicaba cómo los godos habían llegado desde el lejano Norte al continente de Europa; decía que llegaron en tres barcos, uno por cada tribu, emsija o nación, o como se llamasen las divisiones en aquellos tiempos; uno de esos barcos se retrasó mucho y los que venían en él desembarcaron bastante después, por lo que, a partir de entonces, siempre fueron a la zaga de los demás en los viajes que hicieron. De ahí —añadió, con otra carcajada— el nombre de gépidos, «los lentos».

—Una explicación plausible —dije yo, riendo también—. Tomaré buena nota y os quedo muy agradecido. Vendré mañana con mi compañera —añadí con una sonrisa— y tomaremos el guía que tan generosamente nos habéis ofrecido. ¿Debo traer un caballo para él?

— emNe, ne, no le deis caprichos, que Maggot está acostumbrado a trotar junto a mi carruca siempre que salgo. Os prometo que le daré algo más de bazofia por la mañana para que trote mejor. Hasta mañana, pues.

A la mañana siguiente, después de presentar a Swanilda al viejo judío, quien galantemente declaró

que a ella nunca le haría falta el barro, éste nos dijo:

— emSaio Thorn, vos y yo siempre andamos hablando de nombres. ¿Puedo preguntaros si conocéis el nombre de Thor?

—¿Y quién no? —repliqué—. Es el dios del trueno de la antigua religión.

—¿Y os sigue con frecuencia un dios? Debo decir que no tiene mucho aspecto de dios, pero sí un carácter arrogante e irascible.

—¿De quién me habláis?

—De un joven recién llegado, o dios, si es que Thor es realmente su nombre, como él dice. Además, porta todos los símbolos de ese dios: un dije en forma de martillo colgado al cuello, amén de las fíbulas de su manto y la hebilla, que son en forma de esa horrorosa cruz angulada que simboliza el martillo de Thor girando en círculo. Bajó a tierra con su caballo de otra embarcación poco después de que llegarais y es un joven de vuestra misma edad, talla y color de piel, y sin barba, cosa de extrañar en un godo. Preguntó por vos, dando el nombre y haciendo una descripción de vuestra fisonomía. He pensado si no sería compañero, ayudante o aprendiz vuestro. —Nada de eso. No le conozco.

—Es extraño, pues él os conoce. Dice que le faltó poco para alcanzaros en Durostorum, y parecía muy incomodado por haber tenido que seguiros hasta aquí, pues rezongaba y porfiaba como un auténtico dios.

Recordé el jinete que nos había estado observando cuando zarpábamos de Durostorum, pero sin que ello sirviera para darme una idea de la identidad ni del motivo por el que me seguía, y me limité a decir con cierta inquietud: —Sea quien sea, no me gusta que me sigan. —Entonces, me alegro de haberle dicho que no os había visto ni sabía de vos. Pero os aseguro que ese Thor vino a verme a mí, el Barrero, preguntándome por vos, así que debe ser rápido e inteligente, al haber descubierto tan pronto que yo soy, como si dijéramos, la fuente de información de Noviodunum. Esperaba que hubieseis venido aquí, y estoy seguro de que volverá.

Molesto, pero sin saber por qué, le espeté: —¡Me da igual lo que haga! No le conozco y nunca he conocido a nadie que lleve el nombre de un dios.

—Pensándolo bien —terció Swandila con voz queda—, el nombre de Thor, en romano, sólo se diferencia del tuyo en una letra.

El comentario me pareció acertado y dije: —Tienes razón. He visto mi nombre tan pocas veces escrito, que hasta este momento no me había dado cuenta de ello. Me habría gustado callar aquella revelación, pero Meirus siguió importunándome:

—Confidencialmente, mariscal, ¿no será esa persona algún enemigo?

Irritado de nuevo inexplicablemente, contesté entre dientes:

—Que yo recuerde, nunca he tenido enemigos —ni mortales ni inmortales— llamados Thor. Pero si éste es uno de ellos y vuelve a visitaros, podéis decirle que prefiero que los enemigos me vengan de frente y no por la espalda.

—¿No preferiríais esperar y decírselo vos mismo? Yo creía que sentiríais curiosidad, al menos. De nuevo, sin saber por qué —a no ser que tuviera cierta premonición— le repliqué enojado:

—¡Comprended, Barrero, que no tengo el menor interés en ver a ese desconocido! Esa persona que me sigue los pasos me interesa menos que los rezagados gépidos a los godos que iban en vanguardia. Llamad a vuestro Maggot para que podamos marchar, y si algún diosecillo o diosezuelo quiere dar conmigo, que se tome la molestia de buscarme en la marisma.

—Como digáis, emsaio Thorn. Entonces, si esa persona vuelve ¿debo decirle en qué dirección vais?

em—¡Iésus Xristus! ¡Tanto me da que le echéis a una tinaja de vuestro malhadado barro!

Meirus alzó una mano en gesto conciliador y dijo:

—¡Oh, emvái! Habláis con tanta fiereza y enfado como él, igualmente como un dios. Por mis padres que me gustaría estar presente cuando os encontréis.

CAPITULO 3

Swanilda y yo no salimos al trote de Noviodunum porque tuvimos que mantener los caballos a un paso que Maggot pudiera seguir. En las afueras de la ciudad, Swanilda se volvió a mirar y dijo:

—Thorn, no nos sigue nadie.

—A lo mejor los dioses se han dormido —barboté yo.

—Mi emfráuja, el Barrero, me ha dicho lo que os interesa, emfráuja Thorn —dijo Maggot, que hablaba sin jadear mientras trotaba—. Os presentaré a un viejo matrimonio ostrogodo que conozco, que saben muchas cosas del pasado.

—Muy bien, Maggot. ¿Podremos cabalgar por esas marismas, o tendremos que ir en barca de vez en cuando?

— emNe, ne. Hay terreno muy empapado, pero conozco bien los senderos que dan un rodeo a las partes pantanosas. Confiad en mí, emfráuja, que os guiaré sin riesgos ni tropiezos. El terreno era casi todo plano y cubierto de hierbas finas verde plateado, que, de haber estado verticales, me habrían tapado la cabeza, aun montado en emVelox, pero los finos tallos estaban inclinados hasta el suelo y el viento las mecía cual si fuesen olas a la altura de las rodillas de Maggo y de los caballos; en los sitios en que no crecía hierba, la tierra estaba alfombrada con salvia llena de flores azules, que difundía un agradable aroma al hollarla.

Veíamos muchas bandadas de pájaros, de especies que yo no conocía; ibis de airoso pico reluciente, pelícanos de pesado y extraño pico, garcetas de elegante plumaje. No vimos ningún mamífero salvaje, pero sí vacas y ovejas sueltas a pastar, que se habían vuelto más salvajes que las domésticas. Como nos había advertido Maggot, a veces nos hundíamos en terreno encharcado, pero de vez en cuando había pequeños promontorios firmes que aguantaban el peso del caballo, y era donde los nativos habían construido sus casas.

A media mañana el cielo se nubló con pasmosa celeridad y nos quedamos en penumbra, y tuve que sacar mi piedra de sol para escrutar el cielo y asegurarme de que seguíamos en dirección norte; pero no tardó en oscurecerse aún más y ya no podía ver la mancha azul que representaba el sol. Comenzaron a estallar relámpagos y a poco sonaron los truenos y en seguida llovió violentamente. Los relámpagos surcaban el cielo silbando y yo iba preocupado pensando en que éramos los únicos objetos altos en aquella planicie, preocupación que no ahuyentó el jocoso comentario de Swanilda:

—¿Crees que Thor ha enviado estos truenos para acosarnos?

Ya me había olvidado de esa persona y no me gustó mucho que me la recordasen. En cualquier caso, no había donde guarecerse y no nos quedaba más remedio que avanzar guiados por Maggot a ciegas bajo aquella cortina de agua. Luego, de pronto, nos vimos los tres cubriéndonos la cabeza acobardados, y los caballos moviéndose inquietos, pues el aguacero se convirtió en una brutal granizada; la fría piedra, tan gruesa como uvas, nos golpeaba con fuerza, rebotando por todas partes y aplastando la hierba, transformando el suelo en una bullente alfombra blanca. La granizada fue lo bastante fuerte para hacerme casi pensar que realmente Thor nos acosaba. Maggot alzó la voz para decirme en medio del fragor:

—No os inquietéis, emfráuja; estos chubascos repentinos son bastante frecuentes en el delta, pero nunca duran mucho.

Cuando aún me lo estaba diciendo, la tormenta comenzó a amainar y seguimos avanzando, viendo cómo los cascos de los caballos se deslizaban, aplastando las heladas piedras del granizo; pero éste cesó, el sol volvió a lucir con la misma rapidez con que había desaparecido y la alfombra de hielo fue derritiéndose y las hierbas aplastadas, al secarse, volvieron a enderezarse. Cuando el sol estaba a punto de ponerse, llegábamos a un montículo en el que había una casa de madera bien construida; mientras ascendíamos la pendiente, Maggot lanzó un grito y tras la cortina de cuero de la entrada aparecieron dos personas. Él les dijo: em«¡Háils, Fillein uh Baúths!» y ellos le saludaron con la mano, respondiendo: em«¡Háils, Maghib!»

Como suele suceder con muchos matrimonios ancianos, hombre y mujer eran casi iguales —dos figuras escuálidas encorvadas, de rostro arrugado y vestidos muy parecidos— con la diferencia de que el hombre tenía una barba blanca y la mujer un somero bigote y algunos pelos hirsutos en los carrillos y la barbilla. Swanilda y yo descabalgamos y Maggot nos presentó.

—Éste es el buen hombre Fillein y su buena mujer Baúths, los dos ostrogodos. Ancianos, es un honor presentaros al emfráuja Thorn, mariscal del rey de los ostrogodos, y su compañera, la dama Swanilda. En lugar de darme la bienvenida o saludarme, el viejo Fillein me sorprendió diciendo en tono quejumbroso:

—¿Thorn? ¿Thorn? Ése no es el mariscal del rey. El mariscal del rey Teodorico se llama Soas. Mi memoria estará vieja, pero eso lo recuerdo.

—Excusad, venerable Fillein —dije yo, sonriendo—. Es cierto que Soas sigue siendo mariscal, pero yo también lo soy. Y el rey Thiudamer ya hace años que ha muerto; es su hijo Thiuda quien reina ahora y se le llama Thiudareikhs o Teodorico. Es él quien me ha nombrado mariscal como a emsaio Soas.

—¿Acaso os burláis de mí, mu? —replicó el anciano, indeciso—. ¿Es eso cierto?

—Podría ser —terció la mujer con voz también débil y temblorosa—. Esposo, ¿recuerdas cuando nació ese hijo? El niño de la victoria le llamábamos. Ese Thiuda ya es mayor y rey, em¿niu? —añadió, dirigiéndose a mi—. emVái, cómo pasa el tiempo.

—El tiempo pasa —repitió Fillein en tono melancólico—. Así pues… emwaíla-gamotjands, saio Thorn. Nuestra humilde casa es vuestra. Y tendréis hambre. Pasad, pasad.

Maggot llevó los caballos a la parte de atrás de la casa para darles de comer, y Swanilda y yo entramos tras los ancianos. Fillein atizó el fuego para que hiciese llama y Baúths, con un tenedor de mango largo, alcanzó una tajada de tocino de venado que había colgada del techo y los dos comenzaron a hablar con sus tenues voces.

— emJa, recuerdo cuando nació el joven Thiuda —dijo Fillein pensativo, con su boca desdentada—. Fue cuando nuestros dos reyes, los hermanos Thiudamer y Walamer, estaban en la lejana Panonia luchando contra el opresor huno y… Como decía —prosiguió, tras una larga pausa—, un día recibimos noticia de que los dos hermanos habían logrado vencer a los hunos y que ya no había ostrogodos esclavizados. Aquel mismo día supimos que la consorte de Thiudamer le había dado un hijo.

—Por eso siempre llamábamos al pequeño Thiuda el niño de la victoria —añadió Baúths.

—Entonces —tercié yo—, antes del reinado de Thiudamer y su hermano, ¿no había más que jefes hunos en vez de monarcas?

—¡ emAj, no, no! Hace tiempo, yo era, como todos los ostrogodos, subdito del padre de esos hermanos, el rey Wandalar.

—Conocido como el conquistador vándalo —dijo Baúths, mientras ella y Swanilda ponían un gran caldero al fuego.

—Y el padre de Wandalar reinó antes de que yo naciera —dijo Fillein—, pero recuerdo cómo se llamaba: el rey Widereikhs.

—Conocido como el conquistador vendo —añadió Baúths, poniendo unos trozos redondos de pasta en las cenizas para cocerlos.

Yo me dije que Fillein debía ser el que recordaba el nombre de los reyes y su esposa quien recordaba los emauknamons, pero me extrañaba una cosa y pregunté:

—Venerable Fillein, ¿cómo llamáis reyes a esos hombres?

¿No decís que la nación ostrogoda estaba esclavizada por los hunos hasta la época de los hermanos Thiudamer y Walamer?

— ¡Ha! —exclamó el viejo, y su débil voz aumentó con orgullo al responder—. No por eso nuestros reyes dejaron de serlo, ni nos quedamos sin guerreros. Los hunos eran salvajes, sí, pero salvajes inteligentes. Sabían que nuestros hombres nunca se dejarían mandar por ellos y permitieron que continuase el linaje real y que los guerreros estuvieran a las órdenes de los reyes. La única diferencia era que no se luchaba contra nuestros enemigos ancestrales, sino contra los enemigos de los hunos. Pero era igual, pues para un guerrero lo que cuenta es el combate. Cuando los hunos, al avanzar hacia el oeste, quisieron vencer a los miserables vendos de los valles Carpatae, fue nuestro rey Widereikhs quien lo hizo al frente de nuestros guerreros. Y después, cuando los hunos quisieron expulsar a los vándalos de Germania, fue nuestro rey Wandalar quien llevó a cabo la hazaña.

—Decís que los hunos empujaron a los demás pueblos hacia el oeste, incluidos casi todos los godos, entonces, ¿cómo es que vivís aquí?

—Joven mariscal, reflexionad. Romanos y hunos y cualquier otra raza ora hacen conquistas y ora retroceden, y las tierras cambian de manos muchas veces; el terreno queda regado de sangre, sembrado de huesos, lleno de tumbas o plagado de restos de armaduras que se pudren, y en la vida de un hombre los reyes se suceden. Yo mismo lo he visto. Pero la tierra no cambia.

—¿Queréis decir… que un hombre debe lealtad a la tierra inmutable, y no a los reyes?

Sin contestar a mi pregunta, el anciano prosiguió:

—Walamer trajo a sus destructivos hunos hace cien años, pero nuestros padres tenían y trabajaban estas tierras ya cien años antes. Cierto que los hunos invadieron el territorio y se lo apropiaron, pero no dejaron que se desaprovechara porque necesitaban los productos de las tierras que conquistaban para alimentar y aprovisionar a sus ejércitos y seguir haciendo incursiones en Europa.

— emJa —musité—, eso lo entiendo.

—¿Pero qué sabían esos hunos del cultivo de la tierra? Para que la tierra siguiera produciendo tenía que haber gente que continuara trabajando los campos, las marismas y las aguas. Así, aunque los hunos obligaron a nuestros reyes y a los guerreros y hombres jóvenes a ir hacia el oeste con ellos o a huir antes emde que llegaran, dejaron que los viejos, hombres y mujeres, y los niños siguieran en los lugares que habitaban para que compartieran las cosechas con sus ejércitos.

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