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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (72 page)

—Quien te ha engañado, se ha mofado de ti, ha sido más listo que tú y te ha mutilado, convirtiéndote en un cerdo, es un ave rapaz llamado Thorn emel Mannamavi. Me gustaría poder decir que todo lo que planeé aquel día sucedió tal cual, pero no fue así. Escondí la espada en un pliegue del vestido y eché a correr en la dirección por la que Odwulfo había desaparecido, crucé la puerta y descendí una escalinata —saltando por encima de varios cadáveres— pero me encontré el descansillo atascado y allí estaba Odwulfo, que tampoco había podido avanzar.

La enfurecida multitud le acosaba y le daba empujones, lanzando imprecaciones.

—¡Es un cobarde guardia de Estrabón que huye!

—¿Por qué no se enfrenta a esos demonios?

—¡Mi hija ha muerto y él trata de salvarse!

—¡No se saldrá con la suya!

Odwulfo intentaba protestar, pero no lograba hacerse oír por encima de los gritos, y era evidente que, como soldado profesional, no iba a desenvainar la espada frente a inocentes ciudadanos; yo lo habría hecho para salvarle la vida, pero la multitud era demasiado compacta para intentar abrirme paso y llegarme hasta él a tiempo. Él que había gritado «¡No se saldrá con la suya!» le había arrebatado al mismo tiempo la espada de la vaina y, cuando Odwulfo trató de decirle algo, el hombre se la clavó con tal fuerza en la boca, que la punta le salió por el cuello.

Al caer el valiente Odwulfo, con la espada vertical en la boca, como una cruz en una tumba, la multitud recobró el sentido común y, comprendiendo el horrendo crimen que habían cometido —e ignorando que Estrabón ya no podía castigarles— huyeron atemorizadas escaleras abajo, dispersándose en la calle. Yo les seguí, haciendo un alto para dirigir a Odwulfo el saludo godo antes de dejarle allí. Las calles estaban llenas de gente, en su mayoría huyendo de la matanza, pues tenían sus vestidos de fiesta llenos de sangre y destrozados; algunos corrían a sus casas y otros simplemente se detenían aturdidos y llorando en silencio o lanzando lamentos. Había también numerosos soldados armados corriendo hacia el anfiteatro en ayuda de los compañeros que seguían dentro. En aquella confusión, una mujer con el vestido revuelto y ensangrentado pasaba desapercibida. Y como no necesitaba realmente fingir cansancio, avancé tambaleándome hasta la puerta por la que habíamos entrado con Estrabón y el guardián.

Al otro lado de la calle había una lujosa mansión, sin duda de alguna familia importante; empujé la puerta y me encontré en el elegante vestíbulo con mi querido emVelox, provisto de las cuerdas para los pies

y hasta —no sé dónde Odwulfo pudo encontrarlos— la silla y los arreos. El caballo relinchó sorprendido y complacido de volverme a ver; había otro corcel, pero como Odwulfo no podía usarlo, decidí dejarlo allí mismo, para que se sorprendieran aún más los que vivían en la casa al regresar. En una mesa estaban mi casco, la coraza y el manto de piel de oso; pensaba en la mejor combinación posible con el vestido de mujer que llevaba, cuando advertí un rostro atemorizado que me espiaba desde una puerta del vestíbulo. Le hice un gesto autoritario como si fuese el dueño de la casa y el anciano sirviente se acercó

arrastrando los pies. Debió quedarse atónito al ver que Odwulfo metía dos caballos allí, pero más debió

sorprenderle que una joven amazona le ordenase quitarse la túnica, los calzones y los zapatos de cuero. Como yo esgrimía una espada aún tinta en sangre, no hizo objeciones y se apresuró a obedecer, quedándose temblando de frío o de miedo.

Para no chocarle aún más, me oculté entre los caballos mientras me quitaba el vestido y guardaba en las alforjas de emVelox las fíbulas, la cadena de oro y las benditas cazoletas de bronce. La túnica y los calzones del viejo me sentaban bastante bien, pero los zapatos me venían grandes; no obstante, como no tendría que caminar mucho, me valdrían para cabalgar. Una vez decentemente vestido, ordené al criado que me ayudase a abrochar la coraza de cuero. A continuación me puse el casco y me eché el manto de piel de oso por los hombros. Como no tenía cinto para la espada, la colgué de la silla con una correa por debajo de la empuñadura. Tiré el vestido ensangrentado al viejo sirviente por si no tenía con qué cubrir su desnudez, y llevé a emVelox hasta la puerta que entreabrí hasta que vi que no había soldados en la calle. Me volví hacia el viejo y le dije: «Anciano, di a tus amos que el otro caballo es un regalo de Thiudareikhs Triarius.» Saqué a emVelox a la calle, monté en él y me dirigí a medio galope hacia el oeste, alejándome del mar.

Hallándose la ciudad aún presa de gran confusión, un jinete con atavío militar ostrogodo llamaba tan poco la atención como la cansada mujer que había encarnado momentos antes. Cuando me cruzaba con algún soldado, me limitaba a gritar: em«¡Gaírns bokos!» ¡Mensaje urgente!, y ninguno hizo señal de que me detuviera. Cuando hube cruzado la última garita de vigilancia de las afueras de la ciudad, puse a emVelox a paso más lento.

Había escapado.

Allí estaba, viajando otra vez, tan solo y carente de recursos como lo había estado cuando salí del circo de la Gruta, siendo niño. Mi única arma era una espada robada de tamaño inapropiado; me había quedado sin el estupendo arco huno de Wyrd y prácticamente casi todas mis pertenencias, salvo lo que había dejado en Novae. Empero, conservaba la cadena de oro de Amalamena que podía convertir en dinero eslabón por eslabón, y el último dije, el martillo cruz. Tenía un largo viaje invernal por delante, pero no era el primero y no preveía dificultades insuperables para llegar hasta Teodorico.

—¡Y qué maravillosa historia tendré el placer de contarle!

No pude evitar decirlo en voz alta. Nadie podía oírme aparte de emVelox, pero el caballo volvió las orejas hacia mí como si estuviera escuchando, y continué:

—Bueno, pues he matado a un rey igual que Teodorico había matado al rey sármata Babai. O al menos he matado a un rival y pretendiente al trono de la nación ostrogoda. Y quizá más que eso: he librado a los godos de un auténtico tirano.

Y me callé, porque tenía que admitir que la hazaña y mi fuga habían sido de costosas consecuencias para otros. Sólo los dioses sabían cuántos ciudadanos de Constantiana habrían perecido en el logro de mis planes, sin contar los seiscientos desgraciados hérulos. Además, había perdido con Odwulfo un fiel compañero; pero eso tampoco era muy lamentable, en el sentido de que ya no tenía que seguir disfrazado, o cambiando de disfraz con arreglo a las circunstancias. Y cuando encontrase a Teodorico, al aparecer solo, no tendría que darle complicadas explicaciones de quién era.

Oh, emvái, ¿y emquién eres?

Eso no lo dije en voz alta ni por voluntad consciente. Era una pregunta que surgía de mi interior. O em¿qué eres?, proseguí diciéndome, para justificar tan fácilmente toda la sangre derramada hoy como medio necesario para lograr tus fines. ¿Es que te has vuelto tan indiferente hacia los seres de la

tierra como el emjuika-bloth? Recuerda que ante el propio Estrabón alardeaste de ser un emrapaz. La primera vez en tu vida que te has definido arrogantemente como rapaz.

Inquieto y con malestar, deseché aquellas ideas; no dejaría que mi naturaleza femenina, sentimental y susceptible, entorpeciera y mermara mis aciertos masculinos. Porque ahora seguía siendo Thorn.

¡Thorn!

—¡Y por todos los dioses, si soy un rapaz, soy un emrapaz vivo y sin enjaular! —grité con todas mis fuerzas.

No dije nada más y apreté el paso del caballo hacia el oeste para llegar al Danuvius y seguir aguas arriba.

CAPITULO 5

Todo mi viaje desde Constantiana hacia el oeste en dirección al Danuvius consistió en cruzar una monótona planicie herbosa sin árboles, en la que lo único que se movía sobre la hierba seca, ondulada por el frío viento, era mi figura a caballo. Pero aunque me hubiese faltado la orientación del sol y de la estrella diurna Fenice, no me habría extraviado, pues seguía las ruinas de una muralla increíblemente larga mandada construir por el emperador Trajano, después de expulsar a los dacios hacia el Norte casi cuatrocientos años atrás.

Por fin alcancé la orilla del Danuvius en ángulo recto con la dirección oeste que seguía, por lo que, para remontarlo, doblé hacia el sudoeste; como no seguía ningún camino, no me tropecé con ni me adelantaron emisarios, aunque estaba seguro de que estarían galopando en todas direcciones para llevar la noticia del holocausto de Constantiana y de la muerte de Estrabón; me habría gustado llevarlos yo mismo, igual que los que enviarían Zenón, Rekitakh y todos los afectados. Pero me alegraba no hallarme en ninguna de las rutas transitadas, pues sabía que habría también patrullas de guerreros vengadores en busca de la «princesa Amalamena».

Ahora que seguía el curso del río, aunque tampoco me encontré con otros viajeros, sí que era visible, pues rara vez no pasaba alguna embarcación, fuese de mercancías, una balsa, barcas de pesca o algún dromo rápido de la flota romana de Moesia.

El Danuvius fue describiendo una amplia curva que cada vez me llevaba más hacia el oeste, y poco después alcanzaba Durostorum, una fortaleza romana, puerto fluvial mercante y base de aprovisionamiento de la flota de Moesia. Había cruzado toda la provincia de Scythia y estaba de nuevo en territorio de Moesia Secunda, propiedad —titular, al menos— de Teodorico. La fortaleza la guarnecía la Legio I Itálica, que, pese a su nombre, pertenecía al imperio oriental de Zenón y estaba formada en su mayoría por extranjeros: ostrogodos, atamanes, francos, burgundios y miembros de otras tribus germánicas. Todos ellos se consideraban «legionarios romanos» a secas, y los ostrogodos que las integraban no eran partidarios de Estrabón ni de Teodorico.

Me tomaron por un mensajero de Scythia —era evidente que nadie había llegado del Norte, aparte de mí— y me escoltaron hasta el empraetorium, donde me recibió su comandante Celerinus, un auténtico romano nacido en Italia, de aspecto competente; él también dio por sentado que era un mensajero y me recibió con gran cordialidad, por lo que yo le transmití el único mensaje que podía: que Thiudareikhs Triarius había muerto y que en la ciudad portuaria de Constantiana en el mar Negro se había producido una matanza. Celerinus, como veterano militar que era, estaba muy acostumbrado a noticias sorprendentes como aquélla o sabía ocultar hábilmente sus emociones, pues se limitó a enarcar las cejas y a menear la cabeza. Pero, a su vez, amablemente, me dijo las últimas noticias que habían llegado del Oeste. Y eran buenas noticias.

Thiudareikhs Amalo, emmi Teodorico, había concluido un tratado con el emperador Zenón (por lo que di silentes pero fervientes gracias a los dioses, pues ello significaba que Swanilda había llegado bien con el empactum y Zenón no podía anularlo), y Celerinus había enviado un buen contingente de su legión río arriba hasta Singidunum de modo que Teodorico les entregase la ciudad como representantes del emperador Zenón, quien sin duda enviaría más tropas para defenderla de posibles ataques de los bárbaros. En aquel momento, dijo Celerinus, Teodorico se encontraba en su capital de Novae, reagrupando sus fuerzas para defender su territorio de Moesia y se esperaba que asumiese pronto el mando que le había concedido Zenón como emmagister militum praesentalis, incluida la Legio I Itálica que guardaba la frontera del imperio en el Danuvius. Añadió Celerinus, con auténtica sinceridad, que estaba deseando jurar fidelidad al nuevo comandante en jefe.

Pasé allí la noche y dos días y dos noches más para recuperarme en sus estupendas termas y que descansase el caballo, nutriéndonos los dos con alimentos muy superiores a lo que hasta entonces habíamos podido encontrar. En mi ruta Danubio arriba no encontré más que otra población importante, Prista; pero todo eran curtidurías, talleres de teñido, bóvilas, tejares y alfarerías, y no me detuve. Finalmente avisté de nuevo la Novae de Teodorico. En el largo plazo de tiempo que llevaba ausente de la ciudad habían sucedido tantísimas cosas —pocas agradables, salvo la malograda y breve amistad con Amalamena— que me parecía haber estado lejos años, décadas, eras.

—¡Thorn vivo! ¡Era cierto el rumor!

Ésas fueron las alborozadas palabras de Teodorico cuando entré en el salón del trono en que había conocido a Amalamena. Era evidente que me habían reconocido al entrar a caballo en la ciudad y la noticia había corrido rápidamente hasta palacio. Aparte del rey había cuatro personajes esperando mi llegada.

Cuando alcé el brazo estirado para saludar al estilo ostrogodo, Teodorico me lo bajó de un manotazo, riendo, y nos agarramos por las muñecas derechas al estilo romano para a continuación abrazarnos como hermanos, y los dos exclamamos casi al unísono:

—¡Qué alegría volver a verte, viejo amigo!

Dos de los presentes me contestaron con el saludo del brazo alzado, el otro hombre inclinó muy serio la cabeza, y la mujer me sonrió tímidamente. Y los cuatro repitieron el cálido saludo de Teodorico:

«¡Waíla-gamotjands!»

—Bien, parece que has reunido a casi todos los relacionados con la misión —dije al rey. El hombre de mediana edad que me había saludado era mi colega, el mariscal Soas; el hombre más mayor, que me había dirigido una inclinación de cabeza, era el emlekeis Frithila; la atractiva joven era Swindila y el joven me era desconocido, pero supuse que sería el mensajero Augis, lancero en la misma turma que el difunto Odwulfo. Tenía que serlo, porque no dejaba de mirarme, cual si fuese el fantasma de Thorn o un emskohl reencarnado en él, y era precisamente Augis quien había llevado la noticia de la muerte de Thorn.

—Teodorico, sólo falta uno: el emoptio Ocer de Estrabón. Ansio recuperar mi espada.

—La espada la tienes en tus aposentos y al emoptio no se le puede convocar. Augis me dijo lo que sugerías que se hiciera con él y sus hombres. ¿Crees que no iba a hacerlo?

— emThags izvis —añadí, asintiendo con la cabeza.

—Pronto te volveremos a ver revestido con tus atributos militares, pero antes quiero darte la enhorabuena, y decirte mi admiración, por el excelente éxito de tu misión. Has demostrado ser un auténtico ostrogodo, un mariscal ejemplar y un emherizogo de valía. Empero, el relato de la misión nos ha llegado a trozos. Tienes que contarnos la historia completa.

Empieza por decirme —sobre todo al atónito Augis— cómo es que no has muerto. Abrí los brazos en gesto de afligida resignación y contesté: — emNe, quiero expresar mi aflicción por los que sí han muerto. El emoptio Daila y el resto de mi emturma, salvo el valiente Augis aquí presente. Creo que el éxito de la misión ha tenido un coste lamentable, pero que ha valido la pena, y de todas las

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