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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (140 page)

Para mí, aquellos acontecimientos tuvieron dos consecuencias. Una fue una conversación con Artemidoro antes de su marcha de Roma.

— emSaio Thorn —dijo—, nuestro respetable proveedor de esclavos, el anciano Meirus el Barrero, ha llegado a la edad de emular a su antepasado Matusalén y quiere dejar el comercio. Os pido permiso para consultarle sobre el puesto de agente en Noviodunum.

—Te doy permiso y más —dije—. He reunido una fortuna suficiente para el resto de mis días, aunque viviera más que Meirus y Matusalén juntos, y últimamente estoy desencantado con el comercio de esclavos. Como a mí no me gustaría ser esclavo, ya no quiero ser responsable de la formación de esclavos. Toma, Artemidoro; ya lo he redactado y firmado. Te hago dueño de mi finca de Novae —el hombre se quedó pasmado y por un instante no supo qué decir—. Cuídalo todo bien, Artemidoro; la gente y el ganado.

La otra cosa que me afectó personalmente había sucedido antes, el día en que dejé muerto a Odoin sobre el suelo de mosaico, cuando fui desde su casa a la de Veleda a ponerme mi mejor vestido femenino y buscar al joven Hakat.

Hacía ya años que los viajes, el comercio y los horizontes remotos habían ido perdiendo su atractivo para mí, y también otras cosas que en mi vida habían sido acuciantes e irresistible. emAj, sé que nunca me saciaré de placeres sexuales, pero con el tiempo fui comprobando que no necesitaba tantos, y no es achacable a que ya no se me presenten tantas ocasiones, pues aún hoy, como Veleda —y más aún como Thorn— puedo escoger entre el sexo opuesto si quisiera pareja de mi edad. Pero ¿qué hombre o mujer que ha rebasado lo mejor de la edad y plenitud, desea ir al lecho con una mujer o un hombre también gastado y envejecido?

Hacía mucho tiempo, en las bocas del Danuvius, había visto a aquel anciano matrimonio Fillein y Baúths, que parecían exactamente iguales. Ahora, viendo los hombres y las mujeres que envejecían a mi alrededor, comprendí que les sucedía lo mismo; salvo por sus vestidos, casi no había diferencia en los sexos. Había hombres calvos y mujeres con vello en el rostro, unos eran escuálidos, otros obesos y otros más arrugados, pero todos tenían esa mirada blandengue, ambigua y tibia de los castrados. Y no me han venido tentaciones de investigar debajo de sus ropas, pero no creo que sea necesario, porque es evidente que todo hombre o mujer normal, si vive mucho, al final se vuelve algo parecido a un eunuco. Me imagino que yo también, pero, evidentemente porque nunca fui normal, por fortuna aún tardaré en llegar a ello.

No me ha sido difícil, como Thorn, encontrar pareja más joven que yo y a veces bien jóvenes; eso no es difícil incluso para un hombre viejo y repulsivo, pues hay muchos lupanares y emnoctilucae por las calles. Por doquiera he ido, siempre he visto mujeres atractivas (y también jóvenes y niños) dispuestas a complacer a un hombre pudiente a cambio de un pequeño favor oficial, una carta de recomendación, o simplemente por seguir estando bien mirada, y muchas veces tan sólo por presumir de haber tenido ese honor.

Pero hasta en mis aventuras más armoniosas —de Thorn y de Veleda— comencé a darme cuenta de la enorme brecha que me separaba de mis jóvenes amantes; aquellas personas jóvenes, tan deseables para el acto sexual, resultaban menos apetecibles después de retozar con ellas. Cuando era Thorn, me aburría enormemente tener una joven tumbada a mi lado, hablándome de la última moda romana de peinado de animales domésticos; si era Veleda, no cesaba de bostezar mientras el joven que tenía al lado me contaba

las apuestas que hacía en el circo por los verdes o los azules. Y del mismo modo, si Thorn hablaba del sitio de Verona, o Veleda del bizco Estrabón, la persona que les acompañaba en el lecho miraba con cierta ironía sorprendida, cual si fuese chachara senil sobre cosas de historia antigua. Cada vez más y con más frecuencia, para que no nos separásemos despreciándonos mutuamente, me quitaba de encima a esas personas jóvenes en cuanto podía.

Debo mencionar otra cosa, y puedo explicarla sucintamente en términos gastronómicos. Hay un número limitado de maneras para guisar cerdo con habichuelas; y únicamente así puede guisarlo el emcoquus más hábil e ingenioso, en la cocina mejor surtida. Después de pasarme toda una vida experimentando toda clase de combinaciones sexuales posibles, con hombres y mujeres, incluidas las extraordinarias variantes que me enseñó mi hermano-hermana emmannamavi Thor, ya no me queda nada por descubrir. No hay nada peor que una mala copulación, pero hasta las mejores, tras innumerables repeticiones, tienden a perder su encanto.

Además, en los últimos años, la conquista no le era tan fácil a Veleda como a Thorn, y, aunque había logrado, tal como esperaba, conservar mis rasgos de mujer joven y una buena figura durante más años que la mayoría de las mujeres —hasta casi los cincuenta—, pensé que hasta la misma Venus, al cabo de unos siglos, mostraría señales de desgaste y ajamiento; el cabello gris que al emherizogo Thorn le daba aspecto (decían los demás) «digno e interesante», las arrugas faciales que le hacían parecer «mundano y sabio», los pliegues de los ojos que le procuraban aspecto de «reflexivo y prudente»… oh, em¡vái!, preguntad a cualquier mujer que vea esas cosas en su emspeculum lo que significan para ella. En cualquier caso, aproveché bien aquellos años de gracia que me fueron concedidos; tal como había sucedido con el joven emoptio en el Baptisterio de Ravena, a veces cruzaba miradas con atractivos extranjeros en un emconvivium, en mi propia mesa o en un jardín público, con placenteras consecuencias. Pero con el tiempo, las lámparas de la pieza y los velones de la mesa habrían de reducirse, el jardín habría de ser más espeso y oscuro, y aprendí lo que todas las mujeres aprenden: que la oscuridad es más amable que la luz. E inevitablemente llegó el momento…

Llegó el día en que le dije al hermoso esclavo Hakat:

—Por tus servicios al rey Teodorico, contribuyendo a descubrir al traidor Odoin, te concedo la manumisión. A partir de ahora eres un hombre libre. Además, por ayudarla a fingirse esclava en casa del general, tu hermana mayor Veleda quiere darte otra clase de recompensa.

Durante las horas que siguieron, Hakat dijo varias veces frases respetuosas propias de su tierra, como «Un hermano no puede negarle nada a su hermana mayor…» y «Cualquier ruego de una hermana es una orden para su hermano pequeño…», y yo procuré no darme cuenta de que apartaba el rostro, cerraba los ojos con fuerza o lanzaba suspiros de resignación.

Pero, en realidad, advertí todo eso. Y por ello, Hakat fue el último hombre que copuló con Veleda. Por eso cerré la casa del Transtíber, me deshice de todos los vestidos y adornos de Veleda y vendí o liberé

a todos los esclavos que tenía.

Y el retiro casi absoluto de Veleda del mundo disminuyó también por ende las ínfulas de Thorn en el terreno amoroso, y, aunque aún puedo disfrutar de la cópula —y lo hago siempre que se presenta la ocasión, y espero hacerlo hasta el día de mi muerte— ya no busco con avidez esos placeres. El acto en sí

es cada vez menos acuciante, y últimamente encuentro poco satisfactorias a las mujeres jóvenes y lamentablemente ineptas a las mayores. No obstante, los hombres y mujeres de mi edad, aunque impensables como parejas, al menos tienen otros gustos, ideas y recuerdos comunes conmigo; por eso poco a poco voy aceptando los sedantes placeres de la compañía con otros en torno a una buena mesa en lugar de los frivolos placeres del dormitorio.

Empero, dicho esto, debo decir, no sin ironía, que fue una especie de aventura erótica la que enturbió el sereno panorama que yo suponía iba a durar hasta el fin de mis días.

CAPITULO 7

Tuvo su origen en simples rumores, y el primero me llegó a través del que antaño había sido soldado y después caupo de taberna, Ewig. Desde su llegada a Roma, él había sido mi emspeculator privado entre la gente del común de la ciudad, manteniéndome informado de sus actos, opiniones y actitudes —si estaban contentos, si se quejaban, si había rumores de malestar, o lo que fuese— para que yo pudiese contribuir a que Teodorico siguiese en contacto con la masa de sus subditos. Un día en que Ewig vino a informarme, mencionó una tal Caia Melania, una viuda recién llegada a Roma que había comprado una mansión en el Esquilino, contratando a numerosos artesanos para acondicionarla. Estupendo, pensé, una nueva residente que da trabajo a la gente, aunque no había nada de particular en la noticia. Cuando en semanas sucesivas oí a amigos de otras clases sociales hablar de Caia Melania —

generalmente con comentarios favorables y hasta admirados por el dinero que estaba gastando— seguí sin darle importancia. Me vino a la memoria que en Vindobona había una mujer del mismo nombre, y pensé

si no sería la misma, pero también me dije que Melania es un nombre muy común. Llamó verdaderamente mi atención cuando oí que se hablaba de ella en el emtriclinium durante una fiesta en la villa de Roma del emprinceps senatus, el anciano senador Símaco. Había muchos personajes de relieve entre los convidados —otros senadores con sus esposas, el emmagister officiorum de Teodorico y su esposa, Boecio y su esposa, el emurbis praefectus de Roma, Liberius, y unos cuantos ciudadanos importantes— y todos ellos parecían estar mejor informados sobre la viuda Melania que yo; en cualquier caso, se comentaron mucho sus despilfarros y se especuló notablemente sobre la clase de establecimiento que iba a ser la nueva casa.

Luego, cuando las damas se retiraron del emtriclinium y los hombres pudimos hablar libremente, el senador Símaco nos dijo que él conocía a la misteriosa mujer; y, pese a que era anciano y respetable, se complació en contárnoslo todo. (Sí, era anciano y respetable, pero aún tenía a la puerta de su casa aquella estatuilla de Baco con el emfascinum erecto, ante la que algunos de sus invitados pasaban apartando la vista.)

—Esa Melania —dijo, saboreando las palabras— es una viuda rica que viene de provincias; pero no es una simple mujer madura que se gasta el dinero que ha heredado del marido. Ha venido aquí con una misión, una vocación, quizá de inspiración divina. Lo que está construyendo en el Esquilino es la casa de citas más elegante y cara desde la época legendaria de Babilonia.

— emEheu, ¿la misteriosa mujer no es más que una emlena? —dijo el empraefectus Liberius—. ¿Y ha solicitado una licencia?

—Yo no he dicho que su casa sea un lupanar —replicó Símaco, conteniendo la risa—. No es la palabra. Ni tampoco eso de «lena» para aplicárselo a la viuda Melania. Yo la conozco y es una dama muy cortés y distinguida, y me hizo el honor de mostrarme el establecimiento. Solicitar a un emtabularius la licencia para un lugar como ése sería como solicitar una licencia para los palacios del rey Teodorico.

—De todos modos, una empresa comercial… —rezongó Liberius, siempre interesado por los impuestos.

—La casa —prosiguió el senador, sin hacerle caso—, pese a sus riquezas, es pequeña, es un joyero. Cada noche, sólo se permitirá la entrada a un… cliente; y allí no entra nadie sin habérselas previamente cara a cara con Caia Melania, quien le hará toda clase de preguntas —no ya sólo su nombre, posición, carácter y capacidad para pagar el exorbitante precio—, sino también sus gustos y preferencias y sus caprichos más íntimos. Incluso sus anteriores experiencias con mujeres… respetables y no respetables.

—Impúdica salacidad, diría yo —terció Boecio—. ¿Qué hombre decente hablaría de su esposa, o de sus concubinas, con una alcahueta complaciente? ¿A qué viene ese interrogatorio?

Símaco hizo un guiño y se puso el dedo estirado junto a la nariz.

—Es que hasta que Melania no se ha formado una idea completa del candidato, no hace un discreta seña a un criado oculto, y en ese momento, de la antecámara que está toda llena de puertas, se abre una y en el umbral aparece la mujer con que ha soñado toda su vida ese hombre. Eso es lo que Caia Melania promete y yo estoy dispuesto a creérmelo. emEheu, amigos, ¡lo que daría por ser un mozo de sesenta años!

O incluso un joven de setenta… Sería el primero en acudir a esa casa.

Otro senador se echó a reír y dijo:

—Acude, de todos modos, sátiro impenitente. Y te llevas la estatuilla de Baco para que actúe por ti. Sonaron más risas, comentarios burlones y de toda laya, preguntándose cómo Melania podía procurar la «mujer soñada», pero yo no presté mucha atención; lupanares conocía yo de sobra, y, aunque éste tuviera la pretensión de ser una joya, no dejaría de ser una casa de putas, y Caia Melania una vieja alcahueta mercenaria.

En ese momento, Símaco cambió el tema de conversación y dijo ya más serio:

—Me preocupa un hecho reciente, y me gustaría saber si soy el único. Ayer llegó un emisario con una misiva del rey. Teodorico me felicita y me dice si prestaré apoyo en el senado a la propuesta de estatuto estableciendo límites más estrictos a las tasas de interés de los prestamistas.

—¿Y eso te preocupa? —inquirió Liberius—. Es una buena medida, según tengo entendido.

—Claro que sí —contestó el senador—. Lo que me preocupa es que Teodorico me envió ya hace más de un mes la misma misiva y yo apoyé la medida con un largo discurso, y la propuesta se aprobará

sin dificultades cuando se vote. Ya se lo comuniqué al rey. Tú lo sabes, Boecio. ¿Por qué se repite Teodorico?

Hubo un breve silencio y, luego, se oyó una voz complaciente:

—Bueno, los viejos pierden memoria…

—Yo soy más viejo que Teodorico —espetó Símaco— y aún no me olvido de recomponer decentemente mi toga cuando salgo de una letrina. Y, desde luego, no se me olvidan las principales legislaciones.

—Bueno… —añadió otro—, un rey tiene muchas más cosas en la cabeza que un senador.

—Cierto —dijo Boecio, siempre fiel a su rey—. Y una cosa que afecta notablemente a Teodorico estos días es la prolongada enfermedad de la reina. Se encuentra muy abatido. Lo he notado yo, lo ha notado Casiodoro, y hacemos cuanto podemos por que no se manifiesten esos descuidos; pero muchas veces envía mensajes sin consultarnos. Esperamos que vuelva a ser el mismo cuando Audefleda se reponga.

—Si Teodorico, incluso a su edad, está privado del coito conyugal —dijo un emmedicas—, tal vez sufra congestión de sus fluidos animales. Es bien sabido que los ductos normales se constriñen por una abstinencia sexual prolongada. Podría ser eso la causa de sus trastornos.

—Pues entonces —añadió un joven noble descarado—, invitemos al rey a Roma y, hasta que Audefleda pueda volver a servirle, que vaya al lupanar de esa Melania. Así se le desbloquearán los ductos.

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