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Authors: Martín de Ambrosio

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Guardapolvos (20 page)

Pese a mis años y la experiencia que tengo me siguen impresionando las amputaciones. Me caen muy mal. Porque sé que le va a quedar el dolor del miembro fantasma por un tiempo largo. Como que me cuesta asimilarlo. Y eso que no lo voy a ver nunca más al tipo. A veces saludamos a los pacientes antes de la cirugía. Pero nada más. Éste es un trabajo que te tiene que gustar mucho. Yo voy con cara de azafata, nadie tiene por qué saber si tengo un problema familiar o no, el paciente no tiene por qué. Es un laburo que me gusta, sí… pero a esta altura de mi vida. Sabés qué pasa. Te quedás con cosas adentro que te afectan. Son los años. Ya soy una mujer grande, no me falta mucho para jubilarme. No cobrás mucho, de acá no salís millonaria. Ya tengo ganas de conectarme con la gente desde otro lado, desde la alegría. No estamos locos pero el desgaste físico; la radiación porque muchas veces se hacen placas intraoperatorias y no todos los sanatorios tienen paredes con plomo; las luces quirúrgicas también tienen un tipo de radiación que afecta. Hay toda una estadística de todos los ítems de insalubridad que existen en nuestros países pero no se tienen en cuenta a la hora de pagarlo como trabajo insalubre.

Además está el tema del contacto con el residuo patológico: es a la instrumentadora a la que le dan lo que le sacan al tipo para meterlo en un frasco y llevarlo a analizar a Patología. Te pinchás o te cortás y después te tenés que analizar por
vih
o hepatitis, y tomarte el AZT y los cócteles por las dudas. Es todo un riesgo. Te tiene que gustar. Es un sacrificio alto. Y es terrible, terrible, cuando se te muere un paciente. Te desesperás, hacés de todo. Lo ves al cirujano moviéndose como un loco y después queda con una congoja y una tristeza: era para salvarlo que lo trajeron acá. Es traumático. Te queda una sensación de desgaste, de chatura del resto del mundo. Te quedás repreguntando qué hiciste, que por qué esto que por qué lo otro. Por suerte, me ha pasado muy poco en mi carrera. Por ahí se te murió el paciente y después tenés otra cirugía al rato y hay que seguir. Como en el teatro. Cara de azafata y seguís. Pero te queda la cabeza ocupada con un montón de cosas. Te empieza a doler todo. Estuviste tensa y firme durante seis o siete horas y después cuando salís te duele hasta el pelo. Sentís cosas que no habías sentido, dejás todo en pos de, después no das más.

Ahora se ven más cirujanas mujeres. Hay algunas cautas, otras más nerviosas. Yo prefiero hombres, como instrumentadora y como paciente. Tienen más capacidad de despliegue. Será que tuve mala suerte, que no me tocaron lumbreras femeninas, por ahí existen. Cuando me tocó ser paciente, por un cáncer que tuve, querés elegir todo; pero salió bien, me tocó un cirujano bueno, que no conocía. Como paciente, me entregué.

No te cuento más porque me parece una falta de ética contar lo que pasa ahí dentro, eso de la vida sexual. Contar de la vida de los demás. Es verdad que se da el sexo. No te voy a mentir. Pero ya soy una mujer grande.

Yo no me divorcié por problemas de sanatorio pero es preferible la agresividad a la falta de comunicación. Conviene separarse. Eso de seguir siendo señora de o señor por el mero hecho de seguir siéndolo es ridículo. Es más sana una buena separación, aunque sea un fracaso. Sí, es un fracaso, escuchame. Organizaste tu vida, proyectaste y no lo llevaste a cabo. Está bien que las parejas que siguen se van haciendo simbióticas, vos no sos vos y el otro no es el otro, es una mezcla infame. Que queden juntos e individuales es raro, hablaría de una gran madurez de los dos, pero no siempre se da.

Perdón, por ahí no evacué todas las expectativas que tenías. No es mentira lo que te dijeron, pero va más allá. Yo odiaba trabajar con un cirujano que sí fue mi pareja, no hacía las cosas bien y a mí me daba una rabia. Era imbancable. Operé poco con él, si podía zafar, mandaba a otra, pese a que técnicamente operaba, opera, muy bien.

Hablé como una locomotora, ¿no?

¿Por qué vas a pagar vos? ¿Qué? ¿Está escrito en el Corán que el hombre tiene que pagar cuando toma un café con una dama?

SEXOPATÍAS EN CASA DE HERRERO

Enfermedades sexuales, pero no
de transmisión sexual, sino mentales,
de las que modifican la conducta.

En la simiente de la pulsión erótica está el deseo de trascender al cuerpo (su apertura, su penetración), de superar la frontera del individuo moderno, escindido de la comunidad y de su entorno.

Javier Lorca,

Historia de la ciencia ficción.

Disfruta y no te arrepientas.

Michael Stipe.

Advertencia: este penúltimo capítulo requiere una paciencia especial del lector; hará falta seguir su recorrido argumentativo para identificar el punto al que se va al presentar casos extremos, pero extremos-extremos, de algunas de las conductas comentadas en los otros nueve capítulos. De todos modos, también se puede leer como una addenda, una larga nota al pie con una obvia moraleja: el cerebro, nuestro cerebro que nos mueve, es una cosa tan pero tan extraña, tan volátil como pluma al viento.

Aunque cada cultura determina qué conductas considera morales —o deseables para que las sociedades se mantengan y reproduzcan—, los neurocientíficos están convencidos de cuál es el lugar en el cerebro donde residen esos pensamientos, esa clase de pensamientos, sea cuales fueren sus contenidos particulares.
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Tanto que cuando esa zona, ubicada exactamente en el lóbulo frontal, sufre algún proceso de deterioro, sea por golpes o por atrofias de otro tipo (por carencias químicas o debidas a la vejez), la conducta de los individuos se ve notablemente modificada. Suena raro, por supuesto. ¿Cómo que la moral, algo tan humano, taaaan distinto del instinto animal, tiene una base biológica, como si fuera el instinto maternal de mi finada perra Venus? Pero, en realidad, la pregunta que habría que hacerse es la inversa, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo podría
no
tener un asiento material?

De eso, de la materialidad en última instancia de la moralidad (y de todo, claro, que a las almas se las lleva el viento del agnosticismo) están convencidos los principales investigadores de neurociencias del mundo. Uno de los más destacados es Mario Méndez, investigador norteamericano hijo de salvadoreños que se desempeña en el Departamento de Neurología, Psiquiatría y Ciencias del Biocomportamiento, de la Universidad de California, en Los Ángeles. Méndez, en su exposición en la 5ª Conferencia Internacional de Demencia Frontotemporal de San Francisco del año 2006, en pleno auge del segundo bushismo, llegó a mostrar entre sus ejemplos de conductas inmorales por déficit cerebral la imagen del presidente George W. Bush (a lo que una platea de científicos, ubicada en una gigantesca sala de convenciones del subsuelo de un hotel cinco estrellas a la vuelta de la plaza central de la ciudad, respondió con risas y aplausos). Luego, en charlas personales y por correo electrónico, contó detalles del conocimiento que la ciencia actual tiene de las bases neurobiológicas del comportamiento moral.
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El asiento principal de la demencia frontotemporal (FTD, por sus siglas inglesas de
fronto temporal dementia
) es justamente el lóbulo frontal del cerebro. Uno de los trabajos que mostró Méndez en San Francisco indicaba que los pacientes con FTD violan las reglas morales desde temprano en su enfermedad. En un intercambio de correos electrónicos, Méndez señaló otras cosas. Me dijo que el cerebro tiene un sentido moral innato que está situado en el lóbulo frontal y forma parte de una red cerebral que incluye regiones dedicadas al reconocimiento de las personas y otra parte que trata con las reacciones emocionales. Me dijo que el centro y la parte crítica de esta red es la parte ventromedia del lóbulo frontal, especialmente al lado derecho; ésta es la región que queda escondida entre los dos lóbulos frontales y que no se ve al examinar la superficie del cerebro. Agregó que, efectivamente, el sentido moral es un producto tardío de la evolución en el planeta, pero no es exclusivo de los seres humanos. Porque, me dijo, el comportamiento moral se ha observado en otros animales. Varios investigadores han documentado la moral en primates no humanos. Los chimpancés, por ejemplo, manifiestan gestos de imparcialidad, justicia, generosidad, y altruismo entre miembros de su grupo.

También me dijo que se realizaron experimentos en personas que sufrían lesiones en diferentes partes del cerebro y se ha demostrado que se puede perder el aprecio de la humanidad de otras personas y la preocupación por las leyes o códigos sociales (lo que puede llevar a la psicopatía definida como déficit cerebral, pero esto lo digo yo, no Méndez). Lo único que las personas aprenden es cómo dirigir ese sentido moral, siguió él. La cultura y la sociedad interpretan el sentido innato que todos tenemos. Es lógico que tengamos una parte del cerebro dedicada, en parte, a la moral. Me dijo que para la supervivencia de los humanos es esencial poder vivir juntos y que sin un sentido moral no habríamos podido vivir en grupos, tribus, naciones o sociedades.

Los problemas del lóbulo frontal llevan a lo que se califican como eventos antisociales, entre los que se encuentran los acercamientos sexuales no solicitados, pero también asaltos, robos, pedofilia, exhibiciones en público, comer de un modo grosero. Méndez también elaboró un cuestionario como posible test que detecte fallas en la conducta social. Lo curioso es que lo que quizá para un norteamericano son fallas graves y no tan usuales, posiblemente en países latinoamericanos (o tan sólo latinos, o del Tercer Mundo, o simplemente
otros
de los EE.UU.) no sea indicio alguno de enfermedad sino por el contrario la más pura adaptación a reglas no escritas (y es por este lado que el análisis corre riesgo de desbarrancar).

El test
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incluía los siguientes puntos:

1. No cumple promesas menores.

2. Toma el último asiento de un colectivo lleno.

3. Vende autos con fallas sin avisar.

4. Maneja después de beber.

5. Se cuela en las filas.

6. No dona sangre en emergencias.

7. Está con gente que no le agrada.

8. Dice mentiras piadosas para evitar castigos.

9. Discrimina a los pobres.

10. Siempre le deja pagar a los otros en los restaurantes.

11. No ayuda a los demás a levantar papeles caídos.

12. No da el cambio en los quioscos aun cuando lo tiene.

13. No ofrece ayuda en un accidente.

14. Ignora a un extraño hambriento.

15. No vota en elecciones.

16. Estaciona en lugares prohibidos.

17. Toma la porción más grande de torta.

18. Les pide a otros que hagan su tarea.

19. Se adjudica el crédito del trabajo de otros.

20. No es solidario con sus compañeros de trabajo.

Este tipo de demencia, la FTD, también es conocida como «enfermedad de Pick» porque parece que fue un profesor checo con ese apellido el primero en describirla hacia finales del siglo XIX, incluso antes de que el alemán Alois Alzheimer investigara el mal que llevaría famosamente su nombre. Pese a que suma tantos años de descripta aún no es tan fácilmente reconocible como la otra. En parte puede ser porque es realmente extraña: quienes la sufren ven afectada la porción del cerebro encargada del control de la conducta social y casi de un día para el otro cambian su personalidad. Las diferencias impresionan más si una persona de ordinario recatada y reservada comienza a manifestarse extravertida, risueña, habladora, monotemática.

Y ni hablar si se trata de gente con una vida sexual moderada que deja esos hábitos y empieza a vivir una vida de desenfrenos, de la cual además se jacta. Y he aquí la parte que interesa a los efectos de este libro. A diferencia del Mal de Alzheimer, no afecta el entendimiento ni la memoria. De modo que la persona es por lo demás completamente normal. Y por eso las dificultades y la posibilidad del escepticismo: de decir que no es una enfermedad sino una decisión, un cambio de hábitos; incluso con la astuta aceptación del cambio cerebral… posterior a la decisión que uno, en uso de su libre albedrío, toma de modificar su vida y sus conductas. Una brillante actualización del asuntito del huevo y la gallina (que por otra parte tiene solución histórica).

Pero los científicos no creen esto ni de casualidad y no dan crédito —menos aún— a las interpretaciones psicoanalíticas posibles. Sobre todo en los Estados Unidos, el paraíso de las enfermedades mentales por dos razones: una población envejecida que alimenta la aparición de este tipo de males y un desarrollo médico de fuerte contenido empírico para los males psiquiátricos. A diferencia de la Argentina, desdeñan el psicoanálisis.

«La sociedad y los médicos conocen bien qué es el Alzheimer y cuáles son sus síntomas, pero las demencias frontotemporales permanecen totalmente desconocidas, incluso para muchos médicos», señaló la directora del Centro para la Enfermedad de ­Alz­heimer y Neurología Cognitiva de la North­western University (Chicago), Darby Morhardt. La especialista reconoció que se trata de males difíciles de determinar con precisión, lo que hace que muchas veces los individuos primero reciban otro diagnóstico psiquiátrico. Pero
es muy frecuente; de hecho, la segunda demencia más común, luego del Alzheimer, y que aún no tiene cura ni tratamiento. ¿Qué significa muy frecuente? En este caso, una prevalencia de 81 casos cada 100.000 personas de entre 45 a
64 años. Aunque faltan estudios epidemiológicos en mayores de 70 años, la literatura médica ya muestra muchos casos de personas de hasta 90 años.

Cambiar el comportamiento de un modo tan radical trae hondas consecuencias leguleyas, cosa que importa particularmente en los Estados Unidos con tanto millonario pasado de edad. «Las implicancias legales y éticas del Alzheimer han sido muy estudiadas», dijo por su parte Geri Hall, de la Universidad de Iowa, «pero aún no ha sucedido lo mismo con las otras demencias. Los familiares se la tienen que ver con individuos que se comportan de un modo bizarro, que cometen errores financieros que los pueden llevar a la bancarrota, desarrollar obsesiones, mostrarse demasiado inclinados hacia el sexo, comer por demás, orinar y defecar en lugares no indicados, entre otros excesos».

Encima, los habituales indicadores legales no son útiles para estos casos ya que los pacientes tienen buenos desempeños en los tests neuropsicológicos, lo que desorienta (y podría aumentar la suspicacia y permitir que se diga, oiga, esta persona no está enferma).

La neurología es un campo de la ciencia con un desarrollo ingente pero aún modesto, debido más que nada a las complejidades que exhibe el cerebro humano (en los libros de divulgación sobre el tema suele aparecer una frasecita: el cerebro es la cosa más compleja que existe en el universo
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). Tanto, que podría esperarse algún tipo de revolución en su conocimiento, como las que se dieron en la física a comienzos del siglo XX o en la biología del fines del mismo siglo con la última biotecnología. En ese contexto, poco se sabe sobre las causas que originan estas demencias. Igualmente, ya existen algunos trabajos que recalcan la importancia de una proteína llamada tau y que es utilizada por las neuronas para su normal funcionamiento y cuyo exceso podría generar atrofias cerebrales.

Ése fue el sentido de un trabajo presentado en San Francisco por John Trojanowski, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pensilvania. «Esta proteína, en cantidades patológicas, puede matar a las neuronas debilitando el sistema de transporte de estas células, lo que lleva a un deterioro progresivo de la cognición», dijo. Este funcionamiento anormal también afecta a quienes tienen Alzheimer. ¿Puede una minúscula proteína cambiar por completo la forma de ser de un ser humano? Pues, por mucho que duela al orgullo de la especie, parece que es así y que la personalidad es algo tan lábil y sujeto a variaciones como creerse pueda. Eso, al menos, es lo que piensan los científicos.

Varios casos impresionantes refuerzan la argumentación científica abstracta. Por ejemplo, el de una mujer norteamericana, emprendedora ella, que había logrado un puesto en una importante multinacional. Su seriedad y aplomo la habían convertido en una promisoria figura de la compañía y con esfuerzo llegó al puesto más alto posible, conocido como CEO.

Pero, de pronto, algo comenzó a andar mal. Se mostraba muchas veces desinhibida y en otras ocasiones abúlica y con poca empatía hacia sus colegas de trabajo. Las cosas empeoraron cuando comenzó a ofrecer su cuerpo por poco dinero en un bar de las afueras de la ciudad norteamericana en la que trabajaba. ¿Qué hacía la CEO de una multinacional como prostituta barata? Las interpretaciones psicoanalíticas podrían darse una fiesta con el caso. Llegó a tener en una tarde una decena de relaciones sexuales —sin protección, recalcan quienes resumen sus acciones— con los parroquianos. Como en una secuencia casi natural perdió su trabajo y su familia decidió la consulta a un especialista. El diagnóstico: enfermedad de Pick.

«El problema —explicó Geri Hall, de la Universidad de Iowa, quien presentó el caso en San Francisco— es que se trataba de una persona a todas luces normal, sin más problemas que los que le ocasionaba un tipo de conducta como el que nunca había tenido en toda su vida.» Ésta es, según los especialistas, una de las claves de la enfermedad: se la califica de tal no sólo por el análisis de las imágenes cerebrales, sino también porque se manifiestan características de comportamiento que amigos y parientes jamás habían observado. Ésta sería la razón por la cual no se trataría de un cambio en la conducta adjudicable al «libre albedrío» (pero, ¿uno nunca puede hacer lo que nunca hizo? Pues no; al menos no si incluye una buena dosis de autodestrucción y un diagnóstico con imágenes de escaneo cerebral ­coherente con este proceso patológico).

Una polémica similar se vivió en Argentina a raíz del diagnóstico de Pick que se le hizo a la artista plástica y escritora Natalia Kohen. La cuestión se tornó peliaguda debido a que Kohen es millonaria y mecenas de artistas varios, y calificarla como inhábil para decidir sobre sí misma y, sobre todo, para manejar sus bienes (una de las consecuencias del diagnóstico) llevó a un escándalo mediático de proporciones, con hijas que reclamaban sus bienes y artistas que enamoraron a la señora con su arte.

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