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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (86 page)

Checheg no pudo evitar un suspiro. Khadagan la miró.

—¿Deseas decir algo? —preguntó.

—Sólo esto, Honorable Señora —replicó Checheg—. No sé cómo una muchacha que ha sido entregada al más grande de los hombres podría siquiera soñar con amar a algún hombre inferior.

—No tengas tantas esperanzas, niña. —Los pequeños ojos de la Ujin tenían una expresión amable—. Eres la más favorecida de las doncellas, pero el Kan tiene muchos rebaños. Aquéllas a quienes favorece suelen ser sus compañeras de cama sólo por una noche, y otras conservan su virginidad durante un tiempo antes de que el amo las honre con su atención.

Checheg no se sintió desanimada. Bortai Khatun era una Onggirat. Tal vez el Kan estaba predestinado a enamorarse de otra doncella Onggirat. Los espíritus habían hablado con su padre, sin duda ella sería elegida.

119.

Bortai miró a su esposo, que estaba sentado delante de la cama, en el mismo lugar donde había permanecido desde que se marcharan los huéspedes. El Kan había hablado poco durante la comida, y había ignorado a las muchachas Onggirat que Bortai había llamado para atenderlos.

Ella se daba cuenta de que estaba enfadado. Tal vez eso fuera mejor que estar en poder del espíritu maligno que lo había perseguido desde la muerte de Jebe. Jebe había muerto súbitamente, y había caído fuera de la tienda de una de sus esposas. El hombre a quien Temujin había llamado "mi flecha" había volado muy lejos hacia el oeste, sólo para caer a tierra.

Bortai no había creído que un hombre pudiera experimentar un dolor tan profundo; ni siquiera Subotai, que había intimado mucho con Jebe durante el largo viaje hacia el oeste, se había apenado tanto como Temujin.

—Tú no comprendes —le había dicho el Kan después de regresar del Burkhan Khaldun—. Jebe ya no existe.

La agonía que se traslucía en su voz la había asustado; Bortai había temido que el mismo Temujin entregara su espíritu.

Ahora hervía de furia, bebía "kumiss" en silencio y miraba fijamente las llamas. Habría guerra, pero ella lo había esperado. El rey Tangut había prometido a Temujin una tregua y tributo, pero no había llegado nada, ni llegaría. El enviado del Kan había regresado de Hsi-Hsia con ese mensaje, y Temujin también se había enterado de que los Tangut estaban en tratos con el Rey de Oro e intentaban conseguir la ayuda de los ejércitos Kin. Antes de que pudiera aplastar definitivamente a los Kin, el Kan debería atacar a los Tangut, y rápidamente.

Había jurado vengarse de Hsi-Hsia, y el momento de la venganza ya había llegado. Los espíritus habían provocado aquello a fin de que su esposo se viera obligado a cumplir su promesa.

—Debe convocarse un "kuriltai" de guerra —dijo él finalmente—, y antes de la gran cacería.

—Por supuesto —dijo Bortai—. Supongo que siempre supiste que se desataría esta guerra.

—Lo sabía. No podía confiar otra vez en los Tangut, ni aun cuando su rey hubiera cumplido sus promesas. Pagarán por ello.

—Tus generales son invencibles —dijo Bortai—. Te traerán la cabeza del rey Tangut.

—Me propongo conseguirla yo mismo. He decidido encabezar el ejército que envié contra Hsi-Hsia. Chagadai se quedará contigo, y tú lo aconsejarás,

Bortai palideció.

—Temujin, te ruego que no vayas.

Él entrecerró los ojos.

—¿Y que mis enemigos me llamen cobarde?

—Nadie puede llamarte así. Has demostrado tu coraje. Tus generales y tus hijos pueden combatir por ti ahora.

—Jamás imaginé que pudieras aconsejarme semejante cosa, Bortai. ¿Quieres que me comporte como un débil anciano?

"Eres un anciano", pensó ella, pero no podía decírselo, ni tampoco decirle cuánto temía por él.

—Deja que otros luchen por ti, Temujin. Sin duda te has ganado un poco de descanso.

—Ya tendré tiempo de descansar. Primero he de ocuparme de castigar a los Tangut.

Estaba admitiendo que la muerte lo esperaba también a él, y, sin embargo, corría a su encuentro.

—Te lo suplico —susurró ella—. Te he esperando durante largos años… pronto cumpliré sesenta. ¿Cuánto puede quedarnos de vida? ¿Acaso no me he ganado…?

La helada furia que vio en los ojos del hombre la silenció.

—Te prohíbo que digas otra palabra más acerca de este asunto —dijo él entre dientes—. Chagadai cuidará esta tierra con la ayuda de Temuge y de Khasar. Si te has vuelto tan débil como para no poder darles buenos consejos, entonces hazte a un lado.

—¡Temujin!

Él se puso de pie.

—Cuando regresé junto a ti —dijo él—no me importó que el cabello que antes era negro como ala de cuervo se hubiera vuelto tan pálido como el ala de un cisne. Podía mirar más allá de ese rostro arrugado y seguir viendo a mi bella Bortai. Pero ya no hablas como la mujer que yo amaba. Espera la muerte si quieres, pero espérala sola. Yo no esperaré contigo, lleno de temor.

Salió de la tienda y desapareció en la noche.

Yisui sintió que el Kan se movía y se apretó contra él mientras el viento aullaba fuera. La tormenta invernal casi había arrancado la puerta de la tienda cuando él entró, con el sombrero y el abrigo cubiertos de nieve. Desde la gran cacería, Temujin acudía con frecuencia al "ordu" de Yisui. Todavía era un hombre joven en la cama; ella podía excitarlo como antes y deleitarlo con sus gritos. Sus tres hijos menores, como siempre, estaban en la tienda de su hermana, y las sordomudas Han no oían nada de lo que ocurría entre ella y su esposo.

—Dame algo de beber —dijo Temujin.

Las esclavas dormían; tendría que patear a una para despertarla y ordenarle que trajera "kumiss", de modo que era más sencillo que lo buscara ella misma. Fue rápidamente hasta donde los jarros pendían de unos cuernos clavados en la estructura de madera de la tienda, descolgó uno y volvió a toda prisa a la cama, rociando unas gotas antes de deslizarse bajo las mantas.

—Sé que te gusta verme desnuda —dijo—, pero con este clima podrías dejarme puesta la camisa.

Él se rio mientras apoyaba un codo en la almohada.

—Resultas… estimulante, Yisui.

—¿Estimulante?

—Porque sólo piensas en ti misma, y no te importa nadie más. Una gata tiene más sentimientos por su cría, y a mí me amas especialmente por lo que te he dado, pero ese egoísmo y ese sentido práctico me resultan divertidos. Otras enuncian sentimientos nobles y me aseguran su devoción. Contigo, todo es mucho más claro.

Se burlaba de ella, como solía hacerlo últimamente.

—Pero tú me importas mucho, y también mi hermana —dijo Yisui. Luego de una pausa, agregó—: Y siempre he amado a mis hijos, digas lo que digas.

Hacía un tiempo que no tenía noticias de los dos mayores. Tal vez debería mandarles regalos y un mensaje materno.

—No mientas, que eso arruina tu encanto. —Él alzó el jarro y bebió—. No dudo de que concibes algún sentimiento hacia Yisugen, pero eso es tan sólo porque te ves reflejada en ella, y porque te alivia del cuidado de tus propios hijos.

—Me hieres, esposo —dijo Yisui, y se tapó hasta la barbilla con la manta—. ¿Acaso no te he demostrado mi amor?

—Tu amor por mí es como el de un cuervo agradecido por las brillantes piedras que acumula en su nido, o el de un tigre en celo, que olvida a su compañera un minuto después del acoplamiento. No simules sentirte ofendida, yo hice mi parte para convertirte en lo que eres. Puedo contar con tu lealtad, porque estás muy preocupada por ti misma y porque sabes que tus intereses y los míos son los mismos.

Ella escrutó el rostro en sombras del hombre. No le gustaba que su esposo se mostrara tan amargado y resignado.

—Me resultas tan estimulante, en realidad, que no quiero separarme de ti —dijo él—. Voy a llevarte conmigo cuando marchemos sobre Hsi-Hsia.

Ella no lo esperaba; seguramente él no lo decía en serio.

—Me siento honrada de que me quieras como compañera, pero… —Se mordió el labio inferior—. Yisugen, como sabes, es más frágil que antes. Oh, todavía es lo bastante fuerte para cumplir con sus responsabilidades aquí, pero temo que los rigores de una campaña le resulten demasiado penosos.

—¿Quién ha hablado de Yisugen? Ella se quedará a cuidar a sus hijos y a los tuyos. Estoy seguro de que no los echarás de menos, ya que siempre están con tu hermana.

Ella se sentó.

—Yisugen y yo juramos que no nos separaríamos jamás.

—Esa promesa os atañe a vosotras —dijo él—, pero no a mí.

—Yo supuse… Siempre nos permitiste…

—¿Estás diciéndome que no quieres ir?

—Debo obedecerte, Temujin. Sólo te pido que no me separes de…

—Eres tan egoísta que no te importa usarla como excusa. —Bebió un poco más de "kumiss"—. Quiero tener a mi lado a una de mis cuatro adoradas Khatun. Khulan me cansó un poco cuando marchamos al oeste, y Bortai debe quedarse a aconsejar a Chagadai. Yisugen, como dices, está un poco más débil que antes. De modo que sólo quedas tú, Yisui, y tus protestas me sorprenden. Tienes tus defectos, pero nunca creí que la cobardía fuera uno de ellos.

—Dame un arco y una lanza —dijo ella—, y cabalgaré a tu lado en el fragor del combate, pero no me separes de mi hermana.

—No trates de conmoverme. Alegas amar a tu hermana, de modo que te propongo esta opción: Yisugen puede quedarse aquí, o puede viajar con nosotros. Tú decidirás si tu amor por ella exige que esté a tu lado, o si prefieres dejarla.

Los ojos de Yisui se llenaron de lágrimas.

—Cualquiera que sea mi decisión, Yisugen y yo sufriremos.

—Dejo el destino de tu hermana en tus manos. Siento curiosidad por saber qué decidirás.

—Tú sabes lo que debo hacer —dijo ella con aspereza—. Ahora sólo puedo demostrar el amor que siento por mi hermana separándome de ella, rompiendo la promesa que le hice.

—Cúbrete, esposa. No podemos permitir que te enfermes.

Ella se estiró bajo las mantas; él dejó el jarro y rodeó la cintura de la mujer con un brazo.

—Me equivoqué contigo, Yisui —agregó—. Eres un poco menos egoísta de lo que pensé. Tu hermana lamentará separarse de ti, pero su vida no será muy distinta en tu ausencia. Tal vez no te eche demasiado de menos.

—Basta —dijo ella.

—Tendrás tiempo de despedirte. Sé que me servirás bien, aunque sólo sea para volver más rápido con Yisugen.

—Sí —dijo Yisui.

120.

El viento mordía a Yisui. En las orillas del Onghin la hierba empezaba a verdear. Las filas de carros se habían detenido junto al río; los camellos y los bueyes, liberados de sus arneses, pastaban. El Kan estaba cazando en las colinas boscosas del norte, donde abundaban los ciervos y los asnos salvajes.

Todavía había luz en el cielo, pero Yisui y los que la acompañaban acamparían allí esa noche. Las muchachas habían encendido fuegos cerca de los carros techados; los muchachos tomaron sus posiciones de centinelas junto a los hombres. Si los cazadores no regresaban esa noche, al amanecer los demás se dirigirían hacia el sur y los esperarían allí.

Yisui miró río arriba, y en el terreno arenoso que se abría más allá de la zona herbosa vio los círculos de carros y tiendas. Las otras mujeres se habían mostrado inquietas durante la travesía. Un rumor había corrido por el campamento del Kan antes de la partida del ejército: se decía que un chamán había soñado que una estrella caía a tierra y que una sombra oscurecía el cielo. Yisui había ignorado esas historias. Ye-lu Ch'u-tsai había leído los huesos para el Kan y había predicho una victoria.

Yisui se sintió aún más perturbada cuando recibió en su tienda la visita de Bortai, quien le hizo jurar que sería la sombra del Kan si le ocurría algo.

—Permanece a su lado —le susurró Bortai, admitiendo cuánto temía por Temujin.

Ver a Bortai consumida por las dudas parecía otro mal augurio.

Una diminuta nube de arena avanzaba hacia uno de los últimos círculos de carros. Yisui observó mientras el jinete se detenía y dos muchachos corrían hacia él. Uno de los jóvenes repentinamente se dirigió a toda prisa hacia otro caballo, lo ensilló y se lanzó al galope hacia donde estaba Yisui.

La mujer sintió la boca seca cuando vio el rostro del muchacho. Se mordía los labios y tenía los ojos desorbitados de terror.

—¡El Gran Kan! —gritó al acercarse—. ¡Ha caído del caballo y está malherido!

Yisui se volvió y gritó llamando a sus esclavas.

Cuando Yisui y sus criadas terminaban de armar un "yurt", atando una segunda capa de fieltro sobre la primera para que sirviera de protección contra el frío, los cazadores regresaron. Borchu llevaba el caballo de Temujin; Subotai iba detrás del Kan, sosteniéndolo. Subotai desmontó, ayudó a bajar a Temujin y lo condujo a la tienda. Yisui entró apresuradamente detrás de Borchu, seguida del chamán que había mandado a buscar.

Los dos generales acostaron al Kan sobre un lecho de cojines.

—El caballo de Temujin lo tiró —dijo Borchu—. El condenado animal se encabritó mientras los hombres empujaban la caza hacia nosotros. Desde entonces el Kan se queja de dolor.

Yisui hizo un gesto al chamán. El anciano se arrodilló junto al Kan, palpando bajo el abrigo hasta que Temujin lo apartó de un empellón.

—¡Déjame en paz! —gritó el Kan.

—Hay al menos una costilla rota —anunció el chamán—, y puedes tener otras heridas, mi Kan. Deberíamos atarte, y después traer una oveja para que…

—Átame —masculló Temujin—, pero ahórrame la gorda cola de una oveja. Sólo conseguiría asfixiarme con ella.

Gimió cuando Subotai lo alzó y le quitó el abrigo y el sombrero; el chamán le vendó la zona del diafragma con un paño de seda. El Kan jadeaba y tenía el rostro perlado de sudor.

—Ahora… dejadme descansar —dijo con voz débil.

—Vete —susurró Yisui al chamán—. Sacrifica una oveja, y tráeme la cola.

El anciano salió de la tienda. Temujin se recuperaría, se dijo la mujer; dudarlo era como creer que el sol no saldría al amanecer.

El Kan cerró los ojos; un sonido áspero salió de su garganta.

—¿Quieres que nos quedemos con él? —preguntó Subotai.

—Dejadlo dormir —respondió Yisui—. Yo lo cuidaré. Regresad por la mañana, y entonces veremos cómo está.

Los dos hombres se pusieron de pie.

—El Maestro de Khitai le advirtió que no saliese de cacería —dijo Borchu.

—Mi esposo se recuperará —dijo Yisui—. El más poderoso de los hombres no puede ser derribado por un caballo nervioso.

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