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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (43 page)

No había centinelas pues el Traficante de Almas había sido suficiente. Cuando se hubieron acercado más, la isla dejó de dar vueltas. Paul adivinó que debían de estar dando vueltas con ella, pero no tenía ni idea de dónde se encontraban. Todo lo que pudo entender fue que no estaban en Fionovar.

Kell ordenó echar las anclas.

Loren bajó el brazo y miró a Matt. El enano asintió una vez con la cabeza y buscaron un lugar donde sentarse. Anclaron en un mar sin vientos a poca distancia de Cader Sedat.

-Bien -dijo Loren Manto de Plata-. Diarmuid, Arturo, no me preocupa cómo lo hagáis, pero voy a deciros lo que necesito.

Es un lugar de muerte, le había dicho Arturo. Al acercarse, Paul se dio cuenta de lo que había querido decir: el castillo parecía una tumba. Las puertas -Arturo había dicho que eran cuatro- se abrían en las mismas laderas del montículo gris sobre el que se alzaba Cader Sedar. Los muros eran muy altos, pero la entrada estaba a ras de tierra.

Se detuvieron ante una de las grandes puertas de hierro, y por una vez Paul vio que Diarmuid dudaba. Loren y Matt habían seguido otro camino hacia otra puerta. No había

centinelas y el profundo silencio era inquietante. Paul vio que en aquel lugar no había nada vivo y sintió miedo.

-La puerta se abrirá -dijo Arturo con toda tranquilidad-. La última vez lo más diflcil fue salir.

Diarmuid sonrió, pareció que iba a decir algo, pero avanzó unos pasos y empujó la puerta de Cader Sedat. Se abrío sin ruido. Diarmuid se echó a un lado y con un gesto rogó a Arturo que les indicara el camino. El Guerrero desenvainó la espada y entró. Cuarenta hombres lo siguieron para internarse en la oscuridad dejando a sus espaldas la luz del sol.

Hacía mucho frío; incluso Paul lo notaba. Aquel frío estaba fuera de la protección de Mórnir y no estaba inmunizado contra él. Los muertos, pensó Paul, y luego se le ocurrió otra cosa más: aquel lugar donde estaban era el centro; todo daba vueltas en torno a aquella isla. Dondequiera que estuviera. En cualquiera de los mundos.

El pasillo estaba polvoriento y mientras avanzaban se enredaban con las telas de araña. Por todas partes había vestíbulos que se ramificaban, y casi todos ellos descendían. No había luz alguna y Paul no podía ver nada a través de lOs pasillos. El que estaban siguiendo también descendía en suave pendiente y, después de lo que les pareció un buen raro, vislumbraron un resplandor verde.

Muy cerca, a algo más de un metro, se abría un pasillo ascendente a la izquierda y por él venía un svart alfar.

El svart tuvo tiempo de verlos. Tuvo tiempo de abrir la boca. Pero no tuvo tiempo de gritar: seis flechas cayeron sobre él. Extendió los brazos y expiró.

Deprisa, sin pensarlo siquiera, Paul se tiró en plancha por puro instinto. Extendió con desesperación la mano y cogió la redoma que llevaba el svart antes de que cayera al suelo. Luego rodó por el suelo tan silenciosamente como pudo. Todos aguardaron expectantes. Poco despues Arturo hizo una seña con la cabeza. No se había dado ninguna voz de alarma. Paul se levantó y volvió con los demás. Sin palabras, Diarmuid le devolvió la espada.

-Lo siento -murmuró Paul, pues al saltar la había arrojado con un movimiento brusco.

-Sangraré hasta morir -susurró Diarmuid mostrándole el rasguño que se había hecho en la mano-. ¿Qué llevaba?

Paul le tendió la redoma. Diarmuid la destapó y olió. Levantó la cabeza con visible asombro pese a la pálida luz verde.

-¡Por el río de sangre de Lisen! -musitó el príncipe-. ¡Vino de la Fortaleza del Sur!

Levantó la botella y bebió un trago. Luego pregunto con cortesía:

-¿Alguien quiere?

Desde luego nadie quería, pero hasta el mismo Arturo se permitió una sonrisa.

La expresión de Diarmuid cambió.

-¡Bien hecho, Pwyll! -dijo con voz crispada-. Carde, aparta el cadáver del pasillo. Mi señor Arturo, ¿vamos a ver al mago renegado?

Paul creyó ver entre las sombras el resplandor de una estrella en los ojos del Guerrero y miró a Cavalí acordándose de algo. En silencio siguió a los dos jefes corredor adelante. Muy cerca del final se arrodillaron y avanzaron a rastras. Díarmuid le hizo sitio y Paul, culebreando sobre el vientre, avanzó hasta la puerta junto al príncipe. Allí permanecieron los tres quietos, con los hombres de la Fortaleza del Sur en sus talones, y contemplaron una escena que no podía menos que aterrorizarlos.

Cinco escalones descendían desde la puerta arqueada donde ellos estaban. La cámara tenía otras entradas. El techo estaba tan alto que se perdía en la oscuridad. Pero el suelo estaba iluminado: en los muros había antorchas que ardían con la misteriosa luz verde que habían visto desde el pasillo. La puerta por la que habían entrado daba casi en el centro de la gran sala de Cader Sedar. En un extremo, sobre un estrado, estaba Metran, que había sido el primer mago de Brennin, y junto a él la Caldera de Kharh Meigol, sobre un fuego rugiente.

Era enorme. Paul recordó que la habían hecho los gigantes y si no lo hubiera sabido lo habría podido adivinar. Era de color negro, o al menos así lo parecía con aquella luz; en la parre superior había grabadas unas palabras y estaba manchada y cubierta de mugre. Por lo menos quince svarts estaban en pie sobre una plataforma junto a la Caldera, y sostenían una red en la cual yacían otros de su misma raza que uno a uno eran arrojados sin vida a la Caldera Apenas se podía ver con la luz verdusca, pero Paul aguzó la mirada y distinguió cómo una de aquellas horribles criaturas era sacada del agua. Sus compañeros lo izaron con cuidado desde la boca de la Caldera y lo pusieron en pie.

Y Paul vio que aquel ser que poco antes estaba muerto caminaba a trompicones con la ayuda de los otros y se detenía junto a un hombre.

El hombre era Denbarra, la fuente de Marran Y, al contemplar la fláccida y babeante mandíbula de la fuente, Paul comprendió lo que Loren había dado a entender cuando dijo que Denbarra no tendría ya posibilidad de elección en todo aquel asunto.

Tras él había un centenar de svarts alfar, que estúpidamente entregaban sus vidas para alimentar el poder de Metran mientras Denbarra estúpidamente les servía de conducto. Mientras contemplaba la escena, Paul vio que dos svarts se derrumbaban en el mismo sitio donde estaban. Al momento fueron recogidos por otros, que no formaban parte de aquel entretejido de poder, y llevados hacia la Caldera, y vio que otros eran conducidos desde allí al lugar que detrás de Denbarra ocupaban los dos que habían caído.

Sintió que el odio lo invadía. Procurando dominarse. miró por último hacia el mago que había fabricado el invierno por cuyo fin se había sacrificado Kevin.

Cuando llegaron a Fionavar por primera vez Metran le había parecido un torpe y vacilante anciano barbudo. Pero aquello era una impostura perfecta para ocultar la más inveterada traición. Ante ellos se erguía ahora el hombre que controlaba todo aquello entre las luces verdes y el humo de la Caldera. Paul comprobó que ya no parecía un anciano. Estaba salmodiando palabras que leía de las páginas de un libro.

Nunca había sabido que su corazón pudiera abrigar tanto odio.

Pero parecía un odio impotente.

-No podemos hacerlo -oyó que gruñía Diarmuid, mientras él llegaba también a la misma conclusión.

-Esto es lo que necesito -les había dicho Loren mientras el Prydwen anclaba junto a la isla.

En cierto sentido no era mucho, pero en otro lo era absolutamente todo. Pero entonces Paul recordó que había pensado que ninguno de ellos había llegado hasta allí con la esperanza segura de volver.

Loren les había explicado con una brusquedad ajena a su naturaleza que Metran debía de estar haciendo dos cosas. Estaría aplicando la inmensidad de su poder para preparar otro ataque contra Fionovar. Pero también estaría reservando algunas de sus fuerzas para proregerse a él mismo, a sus fuentes y a la Caldera. Por eso no iban a encontrar demasiados centinelas, si es que encontraban alguno, porque la protección de Metran seria suficiente, como lo había sido la de Loren para lograr detener dos veces al Traficante de Almas.

Para que Loren pudiera tener la oportunidad de destruir la Caldera, ellos tenían que conseguir que Mertan debilirara su protección. Y sólo se les ocurría una manera: tendrían que pelear con los svarts. No con los que estaban siendo empleados como Fuentes, sino con los otros, que debían de ser muchos.

Si lograban sembrar el pánico y el caos entre los svarts, Mertan tendría que retirar su protección para hacer frente al ataque de los invasores de la Fortaleza del Sur.

-Cuando lo haga -había añadido Loren con una mueca-, si no me equivoco en mis cálculos y todavía no se ha dado cuenta de que estoy con vosotros, Matt y yo tendremos la oportunidad de destruir la Caldera.

Nadie preguntó que pasaría si el poder de Metran, aumentado por los svarts y por el poder inherente a Cader Sedar, lograba vencer a los hombres de la Fortaleza del Sur.

En realidad no había nada que preguntar. Y además para eso habían ido todos ellos a la isla.

Y ahora se encontraban con que no podían hacer nada. Con la precavida astucia con la que durante años había preparado sus planes en secreto, Metran había previsto incluso esa desesperada estratagema. No había contingentes de svarts alfar a los que pudieran atacar. Ante sus ojos podían ver la protección resplandeciente como el calor del verano ante los campos en barbecho La protección cubría por entero la parte delantera de la sala y los svarts estaban dentro.

Sólo cada tanto uno de ellos, como el que habían matado llevando la redoma de vino, debía de hacer rápidas incursiones fuera de la sala,

Y ellos no suponían una amenaza seria contra tan pocos enemigos No podían hacer nada. Si atacaban precipitándose en la sala, los svarts se divertirían mucho disparándoles flechas desde el otro lado de la protección y Metran ni siquiera se molestaría en levantar la mirada del libro.

Paul examinaba frenéticamente la sala, y vio que Diarmuid hacía otro tanto

¡Para eso habían venido desde tan lejos, para eso se había sacrificado Kevin, para eso Gereínt se había esforzado en enviarles la ayuda de su propia alma! ¡Todo para nada! Detrás de aquella cortina protectora no había puertas, ni tampoco ventanas sobre el estrado donde estaba la Caldera, Metran y los svarts alfar.

Paul nunca había visto en su rostro una expresión como la que ahora tenía, suponía que él debía de tener una parecida, y se dio cuenta de que estaba temblando Lo asaltó el repentino recuerdo del oscuro pasillo y miró más allá de Diarmuid. Tendido junto al príncipe mirando hacia atrás en dirección a Paul, estaba Arturo. En un susurro le oyó decir:

-Creo que por eso me trajo Kim. Nunca, en ningún caso, reconozco que ha llegado el final.

En su rostro se leía algo intolerable. Paul oyó que Diarmuid exhalaba un agudo suspiro y vio que Arturo retrocedía a rastras desde la entrada para poder incorporarse sin ser visto Paul y el príncipe lo imitaron.

El Guerrero se agachó junto al perro y Paul se dio cuenta de que Cavalí lo había entendido todo. La rabia que sentía dejó paso a un dolor como no había percibido desde que había contemplado los ojos del perro gris desde el Arbol del Verano.

Arturo acarició el cuello del perro cubierto de cicatrices. Se miraron uno a otro, el perro y el hombre; a Paul le resultaba difícil contemplar la escena. Desviando la vista, oyó que Arturo decía:

-Adiós, mi valiente alegría. Sé que querrías acompañarme, pero no puede ser. Te necesitarán, corazón arrogante… Quizá llegue un día en que no tengamos que separarnos.

Paul no podía mirarlos. Sentía un nudo en la garganta y le resultaba incluso difícil y doloroso respirar. Oyó que Arturo se levantaba y vio que apoyaba su ancha mano sobre el hombro de Diarmuid.

-Que el Tejedor te conceda el descanso -dijo éste.

Sólo eso, pero estaba llorando. Arturo se volvió hacia Paul. Las estrellas del verano le brillaban en los ojos. Paul no lloró: había estado en el Arbol y el mismo Arturo le había advertido que aquello podía ocurrir. Le tendió ambas manos y Arturo se las estrechó.

-¿Qué debo decir -preguntó-, si tenemos la oportunidad de volver?

Arturo lo miró. Muchas canas se entremezclaban en sus cabellos y en su barba.

-Dile… -comenzó a decir, y se interrumpió.

Luego sacudió la cabeza muy despacio y añadió:

-No. Ella conoce perfectamente todo lo que le pueda decir.

Paul asintió con un gesto. Pese a todo estaba llorando. ¿Qué podía haberlo preparado para aquello? De nueyo sintió frío en las manos y las estrellas se alejaron. Vio que Arturo desenvainaba la espada en el corredor y descendía los cinco escalones que lo separaban de la sala.

Era el único precio que podía destruir la fuerza mortal de poder de Metran.

Avanzó con rapidez y se detuvo a mitad de camino hacia el estrado. Paul y Diarmuid se adelantaron gateando para presenciar la escena. Paul vio que Metran y los svarts estaban tan absortos que no se habían percatado de su presencia.

-¡Esclavo de la Oscuridad, escúchame! -gritó Arturo Pendragon con una voz estentórea que había sido oída en muchos mundos.

Su voz resonó por todo Cader Sedar y los svarts gritaron asustados. Paul vio que Metran levantaba con gesto brusco la cabeza, pero también vio que el mago permanecía impasible.

Sus ojos, bajo las cejas blancas y la frente huesuda, examinaron detenidamente a Arturo con mirada escrutadora. Y Paul pensó con amargura que lo miraba al abrigo de su protección.

-Trararé de escucharte -dijo Metran con toda tranquilidad-. Antes de morir me dirás quién eres y cómo has llegado hasta aquí.

-No hables con tanta ligereza de la muerte en este lugar -replicó Arturo-. Estás en el mismo centro de los mundos, y pueden despertarse. En cuanto a mi nombre, has de saber que soy Arturo Pendragon, hijo de Uther, rey de Bretaña. Soy el Guerrero Condenado, he sido llamado para combatir contigo, ¡y no puedo morir!

Sólo una flecha, pensó Paul lleno de temor. Sólo una flecha podía matarlo. Pero los svarts farfullaban invadidos por el pánico, e incluso la mirada de Metran parecía menos segura.

-Nuestros libros de ciencia -dijo- cuentan una leyenda diferente.

-No lo dudo -replicó Arturo-. Pero antes de que recurras a ellos, has de saber algo: te ordeno que abandones este lugar en una hora, o en caso contrario yo mismo baj aré y despertaré la cólera de los muertos para que te arrojen al mar.

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