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Authors: Nicholas Sparks

Fantasmas del pasado (45 page)

BOOK: Fantasmas del pasado
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Ah, sí, claro. Se dirigió rápidamente al lavabo y revisó el contenido de su neceser. Faltaban la maquinilla de afeitar y el cepillo de dientes; los agarró atropelladamente y los guardó en el neceser. Apagó las luces, el ordenador, y asió el billetero. Echó un rápido vistazo a su interior y se cercioró de que disponía de suficiente dinero en efectivo para pagar el taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto —por el momento eso era todo lo que necesitaba—. Con el rabillo del ojo vio el diario de Owen Gherkin medio enterrado entre una pila de papeles. Lo cogió y lo echó dentro de la bolsa de mano, a continuación hizo un rápido repaso mental por si necesitaba algo más, y se dijo que no. No había tiempo que perder. Agarró las llaves de la consola del recibidor, echó un último vistazo a su alrededor, y cerró la puerta con llave antes de volar escaleras abajo.

Tomó un taxi, le indicó al taxista que tenía muchísima prisa, y se desplomó en el asiento al tiempo que lanzaba un suspiro y entornaba los ojos, con la esperanza de llegar a tiempo. Doris tenía razón: a causa de la nieve, el tráfico era infernal. Cuando se pararon ante una señal de stop en el puente que cruzaba el East River, no pudo contenerse y soltó un bufido y una maldición en voz baja.

Para ganar tiempo en la zona de control de seguridad del aeropuerto, se quitó el cinturón con la trabilla metálica y lo guardó en la bolsa de mano, junto con las llaves. El taxista lo observó a través del retrovisor. Mostraba una expresión aburrida, y aunque conducía rápido, no lo hacía con una sensación de premura. Jeremy se mordió la lengua, consciente de que si intentaba acuciar al pobre hombre para que pisara fuerte el acelerador, no conseguiría nada más que irritarlo.

Los minutos pasaban. Las ráfagas de nieve, que habían desaparecido momentáneamente, volvieron a hacer acto de presencia, reduciendo todavía más la visibilidad. Quedaban cuarenta y cinco minutos para que despegara el avión.

El tráfico volvía a moverse con lentitud, y Jeremy lanzó otro bufido mientras echaba una mirada desesperada al reloj por enésima vez. Quedaban treinta y cinco minutos para que el avión despegara. Diez minutos más tarde llegaban al aeropuerto. Al fin.

El taxi se detuvo delante de la terminal, y Jeremy abrió la puerta apresuradamente y lanzó dos billetes de veinte dólares al taxista. Ya en la terminal, sólo dudó un instante antes de clavar la vista en el panel electrónico para averiguar la puerta que buscaba. Hizo cola para obtener su billete electrónico y luego enfiló a toda prisa hacia la zona de seguridad. Al divisar las largas filas que se abrían delante de sus ojos, notó cómo se le encogía el corazón, pero la espera se redujo cuando abrieron una nueva línea. La gente que llevaba rato esperando empezó a dirigirse hacia allí, y Jeremy, sin dudarlo ni un segundo, corrió y adelantó a tres pasajeros.

El tiempo para embarcar se agotaba. Le quedaban menos de diez minutos, y una vez hubo superado la zona de seguridad, se echó a la carrera como un loco, apartando bruscamente a la gente que encontraba a su paso. Buscó su carné de conducir y empezó a contar las puertas.

Respiraba con dificultad cuando alcanzó la puerta, e incluso podía notar cómo le caía el sudor por la espalda.

—¿Todavía estoy a tiempo para embarcar? — preguntó a la mujer que había detrás del mostrador.

—Ha tenido suerte. El avión lleva un leve retraso y todavía no ha despegado —respondió la mujer mientras tecleaba en el ordenador. La azafata situada al lado de la puerta lo miró con aire recriminatorio.

Después de aceptar su billete, la azafata cerró la puerta mientras Jeremy empezaba a descender por la rampa. Aún estaba intentando recuperar el aliento cuando llegó al avión.

—Vamos a cerrar las puertas. Usted es el último pasajero, así que puede sentarse en cualquier asiento libre que quede —le indicó otra azafata al tiempo que se apartaba para dejar pasar a Jeremy.

—Muchas gracias.

Avanzó por el pasillo, sorprendido de que lo hubiera logrado, y distinguió un asiento libre al lado de una ventana. Estaba guardando su bolsa de mano en el compartimento superior cuando divisó a Doris, tres filas por detrás de él.

Ella también lo miró, pero no dijo nada; simplemente sonrió.

El avión aterrizó en Raleigh a las tres y media, y Jeremy anduvo con Doris por la terminal. Cuando ya estaban próximos a las puertas de salida, él señaló por encima del hombro.

—Será mejor que vaya a alquilar un coche.

—De ningún modo. Estaré más que encantada de llevarte —comentó ella—. Después de todo, vamos al mismo sitio, ¿no?

Cuando Doris vio que Jeremy vacilaba, sonrió.

—Vamos, te dejaré conducir —agregó.

Durante todo el camino, Jeremy no permitió que la aguja del velocímetro marcara menos de ochenta, y tardó cuarenta y cinco minutos menos en realizar un trayecto que duraba casi tres horas. Empezaba a anochecer cuando se aproximó a los confines del pueblo. Con imágenes aleatorias de Lexie flotando en su cabeza, se dio cuenta de que el tiempo se le había pasado velozmente. Intentó ensayar lo que quería decirle a Lexie, o anticipar cómo respondería ella, pero pensó que no tenía ni idea de lo que iba a suceder a continuación. No importaba. Aunque actuaba guiándose por el instinto, no podía imaginar hacer otra cosa distinta.

Las calles de Boone Creek estaban silenciosas cuando el coche se deslizó por la zona comercial. Doris se dio media vuelta y lo miró.

—¿Te importaría dejarme en casa?

Él también la observó, y en ese momento se dio cuenta de que apenas habían conversado desde que habían salido del aeropuerto. Se había pasado todo el rato pensando en Lexie, sin prestar atención a Doris, sin fijarse en su presencia.

—¿No necesitas el coche?

—No lo necesitaré hasta mañana. Además, hace demasiado frío para salir a dar una vuelta.

Jeremy siguió las instrucciones de Doris hasta que se detuvo delante de un pequeño bungaló blanco. La luna creciente asomaba justo por encima del ala del tejado, y bajo la tenue luz, él se observó a sí mismo en el espejo retrovisor. Sabía que en tan sólo unos minutos iba a ver a Lexie, e instintivamente se pasó la mano por el pelo en un intento de acicalarse.

Doris notó el gesto de nerviosismo y le dio una palmadita en la pierna.

—Todo saldrá bien; ya lo verás. Confía en mí.

Jeremy se esforzó por sonreír, intentando ocultar sus dudas.

—¿Algún consejo de última hora?

—No —respondió ella, sacudiendo la cabeza—. Además, ya has seguido el consejo que quería darte. Estás aquí, ¿no es cierto?

Jeremy asintió, y Doris se inclinó hacia él, le dio un beso en la mejilla y después le susurró:

—Bienvenido a casa.

Jeremy dio marcha atrás; las ruedas chirriaron en el asfalto cuando puso rumbo a la biblioteca. Le pareció recordar que, en una de sus conversaciones, Lexie había mencionado que la biblioteca permanecía abierta hasta bastante tarde, para aquellos que decidían pasarse por allí después del trabajo. ¿Se lo comentó el día en que se conocieron, o fue al día siguiente? Suspiró, reconociendo que esa insistencia compulsiva en recordar esa clase de detalles irrelevantes se debía simplemente a una necesidad de aplacar los nervios. ¿Había hecho bien en venir? ¿Y cómo reaccionaría ella? ¿Se alegraría de verlo? Todo vestigio de confianza empezó a desvanecerse a medida que se acercaba a la biblioteca.

El centro del pueblo ofrecía un aspecto nada bucólico, en contraste con la imagen apacible y difusa —como en un sueño— que recordaba. Pasó por delante del Lookilu y se fijó en la media docena de coches aparcados delante del local; también avistó otro círculo de coches apiñados cerca de la pizzeria. Un grupo de jóvenes charlaba animadamente en la esquina, y aunque al principio pensó que estaban fumando, después se dio cuenta de que el humo que los rodeaba no era más que el vaho que se escapaba de sus bocas a causa de la condensación de aire frío.

Giró por otra de las calles; en el cruce, a lo lejos, vio las luces de la biblioteca que iluminaban las dos plantas. Aparcó delante del edificio y salió del coche, notando la gélida brisa de la noche. Tomó aire lentamente, se dirigió con paso rápido hacia la puerta principal y la abrió sin vacilar.

No había nadie en el mostrador. Se detuvo para echar un vistazo a través de las cristaleras que separaban el área de recepción del resto de la sala en el piso inferior. Tampoco había señales de Lexie entre los allí presentes. Barrió toda la estancia lentamente con la mirada, para asegurarse.

Supuso que Lexie debía de estar en su despacho o en la sala principal, recorrió el pasillo con premura y subió las escaleras, sin dejar de mirar a lado y lado mientras enfilaba hacia el despacho de Lexie. Desde lejos advirtió que la puerta estaba cerrada; no se veía luz por debajo de la puerta. Se acercó e intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. A continuación, buscó por cada uno de los pasillos delimitados por las estanterías llenas de libros hasta que llegó a la sala de los originales.

Estaba cerrada.

Regresó a la sala principal, caminando con paso ligero, sin prestar atención a las miradas de estupefacción de la gente que seguramente lo había reconocido; después bajó las escaleras de dos en dos. Mientras se dirigía hacia la puerta principal, se maldijo por no haberse fijado antes en si el coche de Lexie estaba aparcado delante del edificio.

«Son los nervios», le contestó una vocecita en su interior.

Bueno, no pasaba nada. Si Lexie no se hallaba allí, probablemente estaría en su casa.

Una de las voluntarias de más avanzada edad apareció portando una pila de libros entre sus brazos, y sus ojos se iluminaron cuando vio a Jeremy.

—¿Señor Marsh? — lo llamó con voz risueña—. Creía que no lo volveríamos a ver. ¿Se puede saber qué está haciendo aquí?

—Estoy buscando a Lexie.

—Se marchó hace una hora. Creo que se dirigía a casa de Doris, a ver cómo estaba. Sé que la llamó antes, y que Doris no contestó.

Jeremy mantuvo la expresión impasible.

—¿Ah, sí?

—Y Doris no estaba en el Herbs, eso es todo lo que sé. Intenté decirle a Lexie que probablemente Doris estaba haciendo recados, pero ya sabes cómo se preocupa por su abuela. A veces logra sacarla de sus casillas, aunque en el fondo Doris sabe que es su forma de demostrarle que la quiere.

La mujer hizo una pausa. De repente se dio cuenta de que Jeremy no le había explicado el motivo de su súbita reaparición.

Antes de que pudiera añadir ninguna palabra más, Jeremy se le adelantó.

—Mire, me encantaría quedarme a charlar un rato con usted, pero tengo que encontrar a Lexie.

—¿Es por lo de la historia, otra vez? Quizá yo pueda ayudarlo. Tengo la llave de la sala de los originales, si la necesita.

—No, no será necesario. De todas maneras, muchas gracias.

Jeremy ya había reemprendido la marcha hacia la puerta de salida cuando oyó la voz de la anciana a sus espaldas.

—Si Lexie regresa, ¿quiere que le diga que la está buscando?

—¡No! — dijo él en voz alta sin darse la vuelta—. No le diga nada. Es una sorpresa.

Fuera, Jeremy se estremeció ante la súbita bocanada de aire frío y aceleró el paso hasta el coche. Condujo por la carretera principal hasta la entrada al pueblo, maravillándose de la rapidez con que se oscurecía el cielo. Contempló las estrellas por encima de las copas de los árboles. Había miles de ellas, millones. Por un instante se preguntó cómo se verían desde la cima de Riker's Hill.

Entró en la calle de Lexie, distinguió la casa, y se sintió invadido por una sensación de desaliento cuando no vio ninguna luz en las ventanas ni el coche aparcado en la calzada. Como si no acabara de creerse lo que sus ojos le decían, pasó por delante de la casa, deseando equivocarse.

Si no se hallaba ni en la biblioteca ni en su casa, ¿dónde estaba?

¿Se habrían cruzado de camino a casa de Doris? Se concentró, intentando recordar si había visto algún coche. Le parecía que no, aunque lo cierto era que no había prestado la debida atención. De todos modos, estaba seguro de que habría reconocido el coche.

Decidió pasar otra vez por delante de la casa de Doris para confirmar sus dudas. Apretó el acelerador y condujo bajo los efectos de una creciente inquietud; entonces divisó el bungaló blanco.

Sólo necesitó un vistazo para cerciorarse de que Doris se había ido a dormir.

No obstante, se detuvo delante de la casa, abatido, y se preguntó dónde diantre podía estar Lexie. La localidad no era tan grande y, además, no ofrecía demasiadas opciones. Inmediatamente pensó en el Herbs, pero recordó que el local estaba cerrado por la noche. Tampoco había visto el coche en el Lookilu, ni en ningún otro lugar del centro del pueblo. Consideró la posibilidad de que Lexie estuviera haciendo algún recado, o devolviendo un vídeo, o recogiendo alguna prenda de la tintorería…, o…, o…

De repente, supo dónde encontrarla.

Jeremy dio un golpe seco de volante, intentando no caer en la desesperación ahora que se hallaba casi al final del trayecto. Sentía una ligera opresión en el pecho y notaba que le costaba respirar, igual que le había sucedido unas horas antes esa misma tarde, cuando se había sentado en el avión. Le costaba creer que hubiera iniciado el día en Nueva York, pensando que nunca más volvería a ver a Lexie, y que, en cambio, ahora se encontrara deambulando por Boone Creek, planeando hacer lo que le parecía imposible. Condujo por las calles oscuras, procurando no perder los nervios, imaginando la reacción de Lexie cuando lo viera.

La luz de la luna iluminaba el cementerio aportándole un tono casi azulado, y las tumbas parecían brillar como si una lucecita las alumbrara desde su interior. La valla de hierro forjado añadía a la escena un toque fantasmagórico. Jeremy se acercó a la entrada del cementerio y vio el coche de Lexie cerca de la puerta.

Aparcó justo detrás. Al salir del coche de Doris, oyó el ruido del ventilador de la aireación del motor. La hojarasca crujió debajo de sus pies. Tomó aire lentamente y deslizó la mano por encima del capó del coche de Lexie, notando el calor del acero en la palma de su mano. Dedujo que no hacía mucho que había llegado.

Atravesó la verja y vio el magnolio, con sus hojas negras y brillantes, como barnizadas con aceite. Esquivó una rama y se acordó de cómo se había abierto camino a ciegas por ese mismo espacio la noche que Lexie y él se escaparon al cementerio a presenciar las luces. No muy lejos, un búho ululaba entre unos árboles.

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