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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (25 page)

Pero abandonar no cambiaba lo que ya estaba hecho. Aquella parte de su pasado que nunca había conseguido superar.

19

El embajador estaba de pie al final del vestíbulo de entrada, junto a una mesa redonda sobre la que había un jarrón extragrande lleno de altísimas y variadas flores, ramas, tallos, hojas y capullos dispuestos sin un orden particular de todos los colores, tamaños y formas. Era aquel un arreglo floral de lo más anárquico. Un no arreglo, por así decirlo.

—Bienvenidos —dijo alargando la mano a Dexter—. Soy Joseph Williams y esta es mi mujer, Lorraine. Estamos encantados de que hayan podido venir a nuestra fiesta de Navidad anual.

Todos se estrecharon la mano, dos grupos de dos formando una torpe equis, risas incómodas.

—Claro —dijo la mujer del embajador a Kate—. Ya nos conocemos. —Le guiñó un ojo, como si ambas compartieran un secreto, una historia pasada. Pero no había nada de eso; simplemente era una de esas mujeres a las que les gusta guiñar el ojo.

—Dexter —dijo el embajador—. ¿Así que eres nuevo aquí?

—Llevamos casi cuatro meses.

—Bueno, eso es una eternidad en Luxemburgo, ¿no? —El embajador se estremeció de risa por su propio chiste, que no era en realidad un chiste y tampoco era gracioso—. Nosotros llevamos dos años y como si fueran veinte, ¿no es cierto, querida? —No esperó respuesta y se limitó a apoyar una mano en el hombro de Dexter con expresión comprensiva—. ¿Os estáis aclimatando bien?

Dexter asintió, visiblemente cansado. Había llegado de Londres una hora antes y todavía no le había dado tiempo a ir a su despacho desde que Kate entrara en él, mirara a su alrededor y descubriera que una cámara la estaba grabando. Y no tendría oportunidad de hacerlo en una semana y media. Por la mañana salían para Ginebra.

—Estupendo. Muy bien —dijo el embajador—. Pues encantados de que hayáis venido. Tenemos muy pocas oportunidades de reunir a la comunidad americana. Por favor, id a beber algo. El
crémant
es de libre circulación. —Rio de nuevo, con la cara roja y los ojos humedecidos, por su nuevamente nada divertido comentario. O estaba borracho o era un imbécil. Probablemente las dos cosas.

Kate y Dexter se despidieron educadamente cuando llegó otra pareja y, con ella, la ráfaga de aire frío que se colaba por la puerta. El vozarrón de la jovialidad forzada del embajador los siguió hasta el salón. Muebles escogidos con cuidado y adornos de valor, estatuillas y placas, cristal tallado y caoba labrada, una plétora de cojines repartidos sobre la tapicería de seda rayada.

—Hola. —Amber se les acercó acompañada de otra mujer, a la que Kate recordaba de algún lugar de Estados Unidos del todo inesperado. ¿Oklahoma quizá? Hablaba mucho de religión y todo lo describía como «súper». Estaba superemocionada de haberse comprado aquella blusa supermona en una tienda súper a la moda.

—Qué tal —dijo la mujer en voz demasiado alta. Después tropezó haciendo que se derramara el vino de su copa—. ¡Upa!

—Madre mía —susurró Dexter al oído de Kate—. ¿Cuándo empezó esta fiesta? ¿Ayer?

—Soy Mirranda —le dijo la mujer a Dexter—. Encanta de conocerrrte.

—¿Miranda? —preguntó Dexter.

—Sip.

—Encantado. ¿Qué tal el
crémant
?

—Está superbueno.

Kate paseó la vista por aquel mar de caras, en su mayor parte desconocidas. La fiesta estaba dominada por un contingente considerable de personas que se habían declarado americanas, exclusivistas, haciendo ostentación de su nacionalidad. Se comportaban como si vivir en Europa no fuera una elección, sino algo que hacían en contra de su voluntad y a lo que se resistían con valentía. Luchadores por la libertad.

Kate, en cambio, había decidido trabar amistad con los no americanos, con las otras personas del resto del mundo a las que podía conocer en Europa. De alguna manera, sin embargo, había llegado Julia. Se había colado, había traspasado el perímetro de seguridad. Como si estuviera en una misión.

Apareció un camarero con una bandeja de plata llena de rollitos de jamón y todo el mundo sacudió la cabeza, rechazándolo a él y a su fiambre.

Kate vio a Julia en la habitación contigua, examinando las fotografías conmemorativas que cubrían la pared. Buscó a Bill, recorriendo con la vista los picos y valles de unas cuantas docenas de cabezas, la mesa de bufé y el bar. Estaba en un rincón, cerca de una mujer atractiva que parecía furiosa con él, insultándole con el volumen al mínimo. Bill parecía ligeramente arrepentido; más bien daba la impresión de que se hacía el arrepentido.

Jane, así se llamaba la atractiva mujer. Llevaba un vestido verde precioso, ceñido y escotado, con los hombros al aire. Tenía algún cargo en el Club de Mujeres Americanas y su marido era vicecónsul —o algo así— en la embajada. Una pareja americana alfa.

Kate lo entendía ahora: Jane era la mujer a la que ella había llamado desde Múnich para comprobar el número de teléfono que había robado de la oficina de Bill. Había estado una vez en su casa, tomando café, por la mañana. Allí también era donde había conocido a la mujer del embajador.

Se dirigió hacia el cuarto de estar y hacia Julia. Era imposible evitar el encuentro, así que Kate quería iniciarlo ella y controlarlo.

Julia notó que Kate se acercaba o bien vio su reflejo en el cristal en alguna de las fotografías. Se giró despacio cuando Kate estaba solo a unos pocos metros y se besaron en las mejillas, en la derecha y en la izquierda. Kate olió ginebra, era imposible no hacerlo.

—Feliz Navidad —dijo Julia.

—Lo mismo te digo.

—¿Qué tal estás? No nos hemos visto nada últimamente. —Julia le había dejado varios mensajes a los que Kate no había contestado; no había tomado aún una decisión sobre cómo comportarse con Julia, ahora que sabía lo que sabía.

—Bueno, ya sabes. Las vacaciones. —Kate no dio más detalles y Julia no le pidió explicaciones. Aunque cada una ignoraba lo que sabía la otra, ambas eran de alguna manera conscientes de que su relación estaba en un punto en el que una respuesta sincera a esta pregunta era imposible. Un punto que incluía la posibilidad de que una de ellas estuviera evitando a la otra, un punto que podía ser tanto falta de sinceridad como todo lo contrario.

—Me gustó mucho conocer a tu padre.

Julia sonrió.

—Gracias. Fue una sorpresa que viniera.

—Ya.

—¿Y qué? Estaréis deseando salir hacia el sur de Francia —dijo Julia—. Va a ser un viaje precioso.

—Bueno. De hecho, hemos cambiado de planes.

—¿En serio? —Había algo en el tono de voz de Julia, en el gesto de forzada curiosidad de su frente, que hizo pensar a Kate que estaba al tanto de esta noticia.

—Nos vamos a esquiar.

—¡Anda ya! ¡Me estás tomando el pelo! ¡Nosotros también!

Lo último que Kate había sabido era que Julia y Bill irían a pasar las Navidades a casa, a Chicago.

—¿Dónde vais vosotros? —preguntó, repentinamente segura de que conocía la respuesta.

—A los Alpes franceses. Alta Saboya.

Adónde si no.

—¿Vosotros también? —Kate trató de responder con entusiasmo, pero no podía evitar que la asaltara una creciente paranoia.

—¡Es increíble! Tenemos que vernos, esquiar juntos. Bill se va a poner contentísimo.

Kate forzó una sonrisa.

—Dexter también.

—¿Dexter también qué? —preguntó este acercándose a ellas—. ¿Dexter también es demasiado guapo? —Se inclinó para besar a Julia en la mejilla—. ¿Demasiado sexi?

Julia le dio un golpe cariñoso en el pecho.

—Dexter también se pondrá muy contento al saber que vamos juntos a los Alpes.

Dexter giró la cabeza hacia Kate con mirada acusadora.

—Ya sé lo que estás pensando —protestó esta—. Pero no es ninguna conspiración. Yo no tenía ni idea. Julia, díselo.

—Kate no tenía ni idea —dijo Julia—. Te lo prometo. Bill y yo lo decidimos en el último momento. Hace un par de días.

—Estáis mintiendo —dijo Dexter medio en serio, medio en broma—. Estoy rodeado de mujeres que no hacen más que mentirme.

Nadie comía, se limitaban a picotear y mordisquear, pero no hubo un momento en el que la gente se sentara a comer, de manera que los tenedores permanecieron sin tocar. Todos los alimentos sólidos se comían con los dedos, pero lo que más consumían los asistentes a la fiesta era líquido.

Kate no estaba segura de si se había bebido cinco copas de vino o seis. La música de jazz suave al piano había sido sustituida por un surtido ligero propio de una emisora de rock clásico a bajo volumen. Cuando empezó a sonar
Hotel California
, alguien lo subió; puedes entrar, pero no puedes salir.

Kate estaba en el centro de la habitación balanceándose ligeramente. Por entre la niebla alcohólica se empezaba a abrir paso un rayo de lucidez que le permitía entrever algo que muy bien podría ser una realidad alternativa, en la que ninguna de estas personas era quien decía ser. De la misma manera que Kate sabía que ella misma no había sido, durante mucho tiempo, quien decía ser.

Cada vez se le antojaba más probable que Dexter no fuera quien decía ser. ¿Qué narices eran todos aquellos papeles en su despacho? ¿Qué estaba tramando?

Miró a su alrededor y vio a Julia arrinconada por uno de los padres del colegio de quien todo el mundo opinaba que era un gay que aún no había salido del armario. Bill no estaba por ninguna parte. Ni tampoco Jane, la verdad.

Cogió una copa de estilo recargado con champán del bar, donde había varias con aspecto de bolos invertidos. Después caminó con aire deliberadamente despreocupado por la pequeña sala de estar, deslizando los dedos por la superficie de las bagatelas que lo adornaban, distintas gradaciones de frío y suave, cristal, bronce y plata de ley. Cuando llegó a una de las esquinas, sacó el teléfono del bolso y pulsó un botón para que se iluminara la pantalla.

—Sí —le dijo a su amigo imaginario particular—. ¿Hay algún problema?

El funcionario de traje oscuro que vigilaba la puerta la miró y Kate le dirigió una sonrisa que era también un gesto de disculpa.

—No, cariño, no es ninguna molestia, cuéntame qué te pasa. —Quería que el guardia sintiera que se estaba entrometiendo en una conversación, allí de pie, donde se suponía que debía estar, escuchando a Kate escuchar los problemas de alguien. Problemas íntimos de alguien a quien Kate llamaba «cariño». El guardia frunció los labios y dio unos cuantos pasos hacia el vestíbulo central, en dirección a la cocina, el despacho o alguna clase de habitación de servicio, para darle a Kate intimidad.

—Claro que sí —dijo esta con voz rebosante de comprensión y preocupación. Cariño estaba enfermo. Empezó a subir las escaleras hasta desaparecer, sus pisadas amortiguadas por la mullida alfombra roja. El pasillo de la planta superior se extendía en ambas direcciones, una estaba en penumbra, la otra, oscura. Eligió la oscura. Todas las puertas estaban abiertas, pero no había nada encendido y por tanto no se colaban resquicios de luz por el pasillo. Kate caminó despacio y con cautela hasta entrar en la primera habitación. Era un dormitorio pequeño y casi vacío. Las cortinas estaban cerradas y la oscuridad era casi total. Salió.

Una puerta al final del pasillo en penumbra se abrió dejando escapar una luz brillante. Vio asomarse una pierna, medias y tacones altos; Kate volvió de un salto al dormitorio.

—No empieces con tus excusas de mierda —susurró la mujer—. Joder, es la fiesta de Navidad, Lou, y deberías estar aquí.

La conversación telefónica se perdió escaleras abajo.

De vuelta al pasillo y ahora a la segunda habitación, más grande, un despacho con un escritorio, un sofá y una mesa baja. Un estudio. Cortinas descorridas y la luz filtrándose de la calle a través de las ramas desnudas de los árboles, iluminando una de las paredes, pero recortada por la silueta de un árbol y formando una celosía. En la pared a medias iluminada había una puerta a medio abrir.

Kate escuchó una respiración.

Se asomó un poco por la puerta del armario entreabierta y miró hacia abajo, donde había más luz. Vio pantalones arrugados sobre zapatos y, más arriba, un muslo enfundado en una media y, más arriba, un atisbo fugaz de algo oscuro y grueso entre dos piernas abiertas, curvo, venoso y brillante, y más arriba aún una falda arremangada y arriba del todo una blusa abierta por la fuerza y un pezón y un cuello arqueado, una boca abierta, aletas de nariz hinchadas y ojos muy apretados, labios pegados.

—Aahh —suspiró la mujer, y el hombre se apresuró a levantar la mano para taparle la boca. Le deslizó el dedo pulgar entre los labios y la mujer lo cogió con los dientes, que despedían destellos blancos.

Kate estaba fascinada. No podía dejar de mirar, de escuchar. Incluso podía oler.

La mujer gimió.

La mujer cerró los ojos más fuerte e inclinó aún más la cabeza hacia atrás. Kate era incapaz de moverse de allí.

—Dios. —La mujer se estremecía y ladeaba la cabeza de un lado a otro en la débil luz. Lo suficiente para ver que se trataba de Jane. Y el hombre, por supuesto, era Bill.

Kate se alejó con sigilo hacia la puerta, muy despacio, extremando el cuidado…, casi estaba allí…, un paso más…

—¡Mierda! —exclamó Bill.

Kate salió al pasillo justo a tiempo de escuchar a Jane decir: «¿Qué?» en un susurro áspero y después repetir: «¿Qué?».

Corrió por el oscuro pasillo, bajó por las escaleras bien iluminadas, sus pies deslizándose sobre la mullida alfombra, patinando. El guardia la miró con la boca abierta en señal de protesta, pero no se decidió a decir nada. Pasó deprisa junto a él. Se escondería un momento en el cuarto de baño. Tiró del picaporte hacia abajo, pero no se movió. Cerrado.

Al final del pasillo había una placa metálica sobre lo que parecía una puerta batiente. La cocina. Kate dio un paso adelante cuando la puerta comenzó a abrirse y se detuvo en seco.

Se abrió más y se oyeron una risa de hombre y carcajadas de una mujer. Ambos sonidos —ambas voces— le resultaban a Kate familiares, muy familiares. Entonces se abrió la puerta y salió el hombre primero, seguido de la mujer.

Dexter. Con Julia.

—¡Kate! —exclamó Julia con voz alegre. Sonaba falsa, como cuando una mujer quiere hacer creer que no está haciendo nada malo.

Dexter estaba colorado.

Kate se sentía en la necesidad de justificar su presencia, pero en realidad eran ellos dos quienes tendrían que hacerlo. Así que se mordió la lengua.

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