Caminó hasta las ventanas que daban al palacio. El asta de bandera estaba sin bandera, no había ningún miembro de la realeza hospedado. El patio estaba libre de vehículos. Un solo guarda estaba de pie en la garita trasera con el arma apoyada en el hombro, aburrido. Desde luego esta ventana era un piso franco excepcional.
Pero lo fundamental, Kate lo sabía, era poder salir. Igual que en el robo a un banco o en una aventura extramatrimonial, entrar es la parte fácil.
—¿Nos vamos?
Iban a pasar la mañana en un centro comercial.
—Vamos. —Kate pulsó un pequeño botón de su reloj y se alejó de la ventana que daba a la Rue de l’Eau. Salieron del apartamento, bajaron seis pisos en el diminuto ascensor hasta el garaje, se metieron en el Mercedes de Julia y salieron por una calle diferente, la Rue du Saint Esprit, empedrada y estrecha, que se alejaba serpenteando del
palais
y después de unos cuarenta metros describía una curva de noventa grados en marcada pendiente antes de terminar en la también empedrada Rue Sigefroi, que un par de segundos más tarde se unía con la Montée du Clausen, también llamada Route 1, una carretera por la que enseguida se podía circular a cien kilómetros por hora hacia cualquier punto cardinal, a Alemania, a Francia, al aeropuerto o a la campiña, a cualquier parte.
Kate miró su reloj: menos de dos minutos de la ventana a la libertad.
Eran extranjeros con nombres falsos que vivían al otro lado de la calle de un entorno lleno de objetivos en potencia, en un piso franco que no podía ser más fácil ni más rápido de abandonar.
Todo aquello no eran más que pruebas circunstanciales y Kate lo sabía. Y tal vez ni siquiera sospechaba realmente. Tal vez se había obligado a sospechar para así tener una excusa para investigarlos. Para tener algo que hacer. Cualquier cosa.
Le estaba costando trabajo distinguir entre los distintos niveles de inverosimilitud que flotaban en el turbio pantano de su imaginación. Por una parte parecía muy improbable —ridículo incluso— que un equipo de sicarios profesionales viniera a Luxemburgo a asesinar a alguien. Eso era innegable. Pero tampoco podía descartarlo como explicación racional de por qué dos personas con identidades secretas alquilarían un piso que reunía las condiciones perfectas para cometer un asesinato.
Otras explicaciones posibles tenían que ver con la huida. ¿Eran estas personas en realidad fugitivos?
Y luego estaba la explicación más negra de todas: que estuvieran en Luxemburgo por ella.
Solo un hilo de su vida pasada podía extenderse hasta el presente, saltar cinco años y el océano Atlántico para tirar de ella, enrollarse alrededor de su cuello y estrangularla.
Siempre había sabido que no estaba todo dicho sobre Eduardo Torres. Quedaban cabos sueltos, preguntas sin contestar; había pruebas incriminatorias. Y, además, nunca había salido a la luz la fortuna de Torres, que, se creía, ascendía a decenas de millones de dólares. Se suponía que el dinero permanecía oculto en una cuenta anónima de un banco europeo.
Y aquí estaba Kate, recién jubilada antes de cumplir los cuarenta, viviendo en el cuartel general por excelencia de las cuentas anónimas con un marido experto en protección de cuentas de ese tipo.
Desde luego, Kate era muy, pero que muy sospechosa.
Pero también lo eran Bill y Julia. Así que necesitaba seguir investigando.
Lloviznaba un poco, o chispeaba, o como quiera que se diga cuando del cielo caen minúsculas partículas de agua, demasiado finas para considerarse gotas.
Los limpiaparabrisas funcionaban a la mínima velocidad. Tres segundos entre una y otra pasada, durante los cuales el cristal se llenaba de vaho, tanto que casi era imposible ver a través de él, y luego, en un pispás, volvía a estar limpio.
El motor estaba en marcha y las luces, encendidas; la radio, sintonizada en France Culture. A Kate le estaba costando trabajo seguir el hilo de la tertulia radiofónica. El tema general parecía ser Baudelaire. O al menos
Baudelaire
era la única palabra que entendía. Aunque también podían estar hablando de
beau de l’aire
, un entorno de especial belleza, quizá. Que era justo lo contrario de Baudelaire.
La tarjeta de visita del podólogo estaba de nuevo en el asiento del copiloto. Podía poner como excusa que llegaba a su cita con antelación. Diría que tenía un espolón, lo que significaba que le dolía el talón, pero que no había ningún indicio externo que alguien que no fuera médico pudiera comprobar. Así que permaneció sentada dentro del coche, resguardada del frío y de la lluvia, tratando de aprender francés por ósmosis escuchando por la radio a vehementes expertos librar la aparentemente siempre oscura guerra de Baudelaire —¿cuáles eran los bandos?, ¿qué se disputaba?— mientras esperaba a que fueran en punto. Que era cuando tenía su falsa cita.
No, diría, no tenía ni idea de que la oficina de Bill estaba aquí. ¿Cómo iba a saberlo?
Las altas casas de piedra dominaban la acera, con amagos de jardín en la parte delantera, parcelas minúsculas de césped y algún que otro arbusto desnudo. Los edificios eran grises, pardos y ocres; las aceras, de cemento gris claro y la calzada, de asfalto gris oscuro. Los coches eran de distintos tonos de plata y gris, en ocasiones negros; el cielo, una pizarra mojada. Era un paisaje incoloro, interrumpido solo por la lluvia o la amenaza de lluvia, diseñado y construido en consonancia con el mal tiempo.
Llevaba allí sentada casi una hora y todavía quedaban más de tres para que tuviera que ir a recoger a los niños. Tres horas durante las cuales nadie sabía lo que estaba haciendo, dónde lo hacía ni por qué, en el nombre del cielo, lo hacía.
A no ser que alguien hubiera manipulado su coche, por ejemplo, y acoplado un transmisor equipado con GPS a la funda de cuero de la parte inferior del asiento del copiloto.
Bill apareció a las 10.40. Miró a ambos lados de la calle antes de bajar la corta escalera hasta la acera. Se había puesto la ropa de jugar al tenis, pantalones cortos blancos y una sudadera con rayas rojas y azules en las mangas. Bajo la fría lluvia resultaba cómicamente incongruente, como salido de un
sketch
de los Monty Python.
Caminó deprisa hasta su pequeño BMW, su coche de juguete. Encendió el motor, metiendo las marchas con decisión, arañando las calles de Luxemburgo de camino a una pista en Bel-Air que tenía reservada para las doce. Después, a almorzar. Todo ello en compañía de Dexter.
Había sido idea de Julia, quien le había dicho a Kate: «¿No crees que deberían jugar durante el día?», y esta le había pasado el recado a Dexter. «Te vendrá bien hacer algo de ejercicio», le había dicho. En Washington Dexter acostumbraba a hacerlo por las tardes, pero ahora lo normal era que trabajara hasta después de oscurecido. Y si no estaba trabajando, Kate lo quería en casa, con los niños. Con ella.
Y así fue como Kate se encontró con dos horas libres en las que sabía que Bill no estaría en su despacho, en su edificio. Así que esperó cinco minutos más para asegurarse de que no volvía para coger la botella de agua, el móvil o la rodillera, lo que fuera, y después esperó cinco más, por precaución. Y también para retrasar lo inevitable.
Entonces se miró en el espejo de la visera del parabrisas.
Aquel fue un momento extraño: el pasar de un plan hipotético a la acción concreta, aceptando lo que todavía podía ser una idea descabellada y probablemente incompatible con la cordura. Decidió que sí, que lo haría. Pero no se decidió al cien por cien, porque eso sería admitir demasiadas cosas, cosas sobre ella misma que no estaba preparada para admitir. Así que se decidió solo en un noventa y cinco por ciento, lo suficiente como para poner en práctica una idea probablemente descabellada pero no lo bastante como para creer, más allá de la duda razonable, que aquello no era una broma, una payasada, sino un plan real y sensato.
Se caló el sombrero impermeable amarillo lo más que pudo. Su sombrero de siempre, comprado en Copenhague un mes atrás, era de colores chillones. En Escandinavia era fácil encontrar ropa bonita para el mal tiempo, ya que tenían mal tiempo de sobra. Pero el gorro que llevaba hoy era uno barato comprado el día anterior en un todo a un euro de Gare. Luego lo tiraría.
Cogió el sobre del asiento del pasajero y escribió la dirección del edificio de Bill; dentro había una oferta especial de una tienda de bicicletas, el veinte por ciento de descuento en cualquier modelo. La había cogido el día anterior en la tienda de bicicletas, cuando todavía estaba dándole vueltas a esta locura de plan suyo.
De los cinco botones del telefonillo, uno no tenía etiqueta. El primero correspondía a un nombre luxemburgués o alemán; el segundo, a uno francés fácil de pronunciar, Dupuis; el tercero era Underwood. En el cuarto decía WJM, S. A.
Escribió
Underwood
en el sobre.
Llamó al telefonillo de Bill. Si contestaba alguien inesperado, diría que buscaba a Underwood. Pero la única actividad que había visto en el edificio era una señora mayor que había salido a las once llevando una bolsa de la compra doblada y había regresado una hora más tarde con la misma bolsa, ahora con aspecto de pesar una barbaridad, de manera que la mujer caminaba ladeada, vencida. Kate la había visto subir con esfuerzo la calle en pendiente, un ascenso interminable, y había observado cómo movía la boca sin parar, frunciendo los labios, mientras en las mejillas se le formaban hoyuelos, las contorsiones propias de una francesa nativa que utiliza todos los músculos faciales para pronunciar esas vocales que solo se pueden decir con unos labios fuertes. Aquella mujer debía de ser Madame Dupuis.
Kate llamó de nuevo. No parecía haber cámaras de seguridad en el portal. Claro, que ahora las cámaras podían estar en cualquier parte. Mantuvo los ojos ocultos bajo el ala del sombrero.
Llamó a Dupuis.
—
Booooonjourrrrrr
!
Sí, sin duda era la voz de la señora mayor.
—
Bonjour, madame
—contestó Kate—.
J’ai une lettre pour Underwood, mais il ne repond pas. La lettre, elle est très importante
.
—
Ouuuuiii, mademoisellllllllle
.
La anciana pulsó el botón de abrir y Kate empujó la puerta acristalada y después dejó que se cerrara sola, lo que hizo con un considerable ruido.
Subió las escaleras, dobló una esquina y vio a Madame Dupuis esperando en la puerta de su casa.
—
Merci, madame
—dijo Kate.
—
De rien, mademoisellllle. Au deuxième étagggggge
.
Kate subió al segundo piso y empujó el sobre bajo la puerta de Underwood; después se apresuró a bajar las escaleras. Abrió la puerta de entrada, pero la dejó cerrarse sola y permaneció dentro. Se quedó quieta contando los segundos; después volvió a las escaleras.
Cuando doblaba la esquina del rellano para subir el segundo tramo, escuchó voces, de un hombre y una mujer. «Mierda». Kate miró a su alrededor. No había donde esconderse. Podía correr de nuevo al sótano, pero ¿y si se dirigían al garaje? Si algo quería evitar era que la sorprendieran escondiéndose.
Decidió disimular y cruzarse con ellos. Dobló la esquina y empezó a subir peldaños. Cuando la pareja apareció en lo alto de la escalera sonrió, simulando sorpresa.
—
Bonjour
! —dijo.
—
Bonjour
—dijo el hombre, y la mujer repitió el saludo con voz queda. Se detuvieron para dejar pasar a Kate.
—
Est-ce que je peux vous aider
? —preguntó el hombre.
Kate le miró con expresión de no comprender, aunque sabía perfectamente lo que le estaba preguntando.
—¿Puedo ayudarla? —dijo el hombre en inglés.
—¡Ah! —Kate sonrió—. No, gracias. Voy a ver a Bill Maclean. ¿En la tercera planta?
El hombre sonrió forzadamente; la mujer permaneció callada.
Kate pasó junto a ellos.
—
Merci
!
El corazón se le salía del pecho. Y aquella había sido la parte fácil.
La oficina de Bill estaba en el piso más alto, una de las dos puertas de un descansillo bien iluminado; la primera puerta no tenía ninguna placa. Trató de abrirla, pero, como esperaba, no pudo. Caminó hasta la ventana situada al final del pasillo y giró el picaporte para abrirla (todas las ventanas de Luxemburgo se abrían de la misma manera, con bisagras arriba y en los laterales).
Abrió la ventana, se asomó por ella y examinó las ventanas y las cornisas, en busca de posibles vías de entrada. Las hojas de los árboles ocultaban el edificio del situado al lado.
Regresó al descansillo de suelo de baldosa. A la puerta de Bill había un felpudo, así como una placa pequeña dorada con el nombre de la compañía y un timbre. Había tres cerraduras y una de ellas parecía fácil de abrir, cosa de niños. La iluminación provenía de dos apliques orientados hacia el techo y del ventanal desprovisto de cortinas. No había nada en el vestíbulo que en un principio tuviera aspecto de cámara de seguridad.
Se arrodilló ante la puerta. Después metió una mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una bolsa de cuero gastada y atada con una sencilla goma elástica que contenía una serie de destornilladores pequeños, punzones con puño de goma y tenazas. Se puso a trabajar con la cara a escasos centímetros de la puerta, concentrada en las pequeñas herramientas que tenía en las manos. Los dos cerrojos pequeños no le preocupaban, eran fáciles de abrir, una medida más disuasoria que otra cosa. Se ocuparía de ellos una vez que lograra abrir la cerradura de seguridad.
Aunque es verdad que estaba a salvo de miradas allí en la última planta y podía trabajar sin interrupciones, también era cierto que no tenía todo el día. Y forzar puertas nunca había sido su fuerte. Las cerraduras no habían formado una parte importante de su experiencia en Latinoamérica, donde todo lo susceptible de ser guardado bajo llave se protegía con vigilancia humana.
Lo que sí había trabajado a conciencia eran los mapas, que era experta en leer. Y las armas, que era experta en limpiar, reparar y disparar. También había tenido que aprender varios dialectos del español, con especial hincapié en el argot, más concretamente en las palabras vulgares con que se describían los genitales. Había crecido en una ciudad costera en decadencia de Connecticut que había experimentado un importante flujo migratorio de latinoamericanos, así que había tenido ocasiones de sobra de aprender la jerga del español, así como la variante culta, sin salir de casa, de las canguros baratas que sus padres se habían podido permitir para que cuidaran de Kate y de su hermana después de clase, cuando ambas eran todavía unas niñas inocentes que salían del primer o tercer curso a las tres de la tarde directas a los cariñosos brazos de mujeres bajas y regordetas que se llamaban Rosario o Guadalupe.