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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (15 page)

Así que permaneció tumbada, con los pies separados, mirando el oscuro techo y tratando de pensar en la manera de contarle algo a su marido.

Tiempo después, cuando echaba la vista atrás, se daba cuenta de que aquel había sido el momento —no el único, pero sí uno concreto que recordaba— que habría podido cambiarlo todo. Que podía haber alterado de forma crucial la historia de ambos. Porque entonces no se había desatado aún la locura; no había empezado a acumular nuevos secretos que se sumaban a los que ya ocultaba, formando un círculo vicioso y fuera de control.

Tendida en la cama, queriendo empezar una conversación pero incapaz de hacerlo y por fin conformándose con decir:

—No, claro que no. Bill es estupendo.

La no acción más determinante de su vida.

Hoy, 11.40 H

En uno de los extremos del pasillo está el armario de la ropa blanca, estantes y cestas pulcramente dispuestas y llenas con sábanas de estampado floral y esponjosas toallas blancas. En el otro está el armario donde guardan el equipaje. Kate gira el desgastado pomo fijado al aplique con adornos atornillado a la brillante pintura color crema de la puerta de madera.

Las piezas grandes están unas sobre las otras en el suelo, un baúl y dos maletas grandes. Son las que usan cuando se van los veranos a la Costa Azul, o a pasar unas cuantas semanas en Umbría. Pero lo que saca Kate son dos maletas con ruedas de tamaño mediano y una bolsa de lona.

Kate arrastra una de las maletas hasta la habitación de los niños. Mete pantalones y camisas, calcetines y ropa interior para tres días. En el cuarto de baño contiguo, coge un neceser del estante situado sobre el espejo y mete los cepillos y pasta de dientes. De una cesta de debajo del lavabo saca el botiquín de viaje. Es común que los niños pequeños se hagan heridas en todas partes; los parques europeos están menos protegidos que los de Estados Unidos. Kate se cansó hace tiempo de buscar esparadrapo y pomada antibiótica en Bélgica, Alemania, Italia y España. Así que ahora siempre viaja con un botiquín.

Vuelve al dormitorio y lo cruza hasta llegar al vestidor. Despliega una banqueta para el equipaje y apoya en ella la maleta, después empieza a meterlo todo de manera automática, mientras por la cabeza le pasan muchas cosas y ninguna tiene que ver con la ropa. Según sus últimos cálculos, ha hecho las maletas cuarenta y tres veces distintas en los dos años que llevan viviendo en Europa. ¿Y en su vida pasada, antes de que nacieran los niños? Cientos de veces.

Kate termina de hacer el equipaje con el piloto automático puesto. Antes de salir se acordará de que no ha cogido algunas cosas: el cargador del teléfono, los libros que están leyendo sus hijos, los pasaportes. Siempre le ocurre cuando ha hecho el equipaje estando distraída. Así que no cierra la maleta y la deja sobre la banqueta, para meter más cosas cuando se acuerde de ellas.

No tiene ni idea de para cuánto tiempo está haciendo las maletas. Incluso podría estar haciéndolas para nada. O para una noche, o para tres, quizá para unas pocas semanas o incluso un mes. O para siempre.

Pero esto es lo que han acordado Dexter y ella. Si alguien se presenta, si piensan que existe algún riesgo, entonces harán las maletas para tres días: un equipaje fácil de transportar que no llame demasiado la atención, que parezca que van a hacer una breve excursión. Si luego resulta que van a quedarse fuera más tiempo, siempre pueden comprar lo que necesiten. Tienen dinero de sobra y ese dinero les dará libertad en algún otro lugar, más tarde. Algo que quizá en París no tenían, ahora.

Va en busca de la segunda maleta con ruedas, la arrastra también hasta el vestidor y la coloca sobre otra banqueta. Es la maleta de Dexter.

Maletas a juego. Nunca habría imaginado que un día se convertiría en una mujer con diez maletas a juego. Una nueva identidad que ha adoptado, en realidad sin haberla elegido.

Está de nuevo de pie en el elegante vestíbulo de entrada, con las paredes empapeladas y cubiertas de fotografías de sus hijos, esquiando en los Alpes franceses, jugando en las olas del mar Mediterráneo, en canales de Ámsterdam y Brujas, en el Vaticano y en la torre Eiffel, en el zoo de Barcelona, en un parque temático en Dinamarca y un parque infantil en Kensington Gardens. Todas las puertas están abiertas, las que dan a los espacios públicos y a los privados, y la luz entra por varios lugares y desde diferentes ángulos.

Suspira. No quiere marcharse de París. Quiere quedarse aquí, vivir aquí. Cuando sus hijos les pregunten: «¿De dónde sois?», quiere contestar: «De París».

Todo lo que necesita para que su vida aquí sea perfecta es un pequeño algo; tiene una ligera insatisfacción que no se le va a pasar yéndose a vivir a Tasmania o a Míkonos. El problema está —como siempre— en ella, enraizado en su pasado, en aquel momento en que tomó una serie de decisiones fatídicas que la convirtieron en la persona que es hoy, hace mucho tiempo…

Cuando estaba en la universidad.

De repente, se acuerda de algo y echa a andar por el pasillo con aire decidido.

11

Miró la pantalla de su ordenador situado frente a la ventana, ahora fuera estaba oscuro y envuelto en niebla tachonada con puntos de luz difusa. Impresionismo oscuro y sombrío, con electricidad.

Jake y Ben estaban en el suelo, afanándose en construir un Lego, sentados a lo indio y muy concentrados. Kate levantó las manos del teclado y suspiró.

—Mami, ¿qué pasa?

Miró a Jake con grandes ojos de preocupación bajo una frente tersa e inocente.

—Que no encuentro lo que busco.

—Ah —dijo Ben—. ¿Quieres jugar con nosotros?

Kate se había pasado el equivalente a una semana laboral buscando criminales que pudieran ser Bill o Julia, pero no había encontrado nada.

—Sí —dijo cerrando el ordenador portátil y pasando de espía a madre—. Sí quiero.

La secadora sonó justo cuando Kate estaba cortando un tomate en dos. Distraída, lo dejó sobre un trozo de papel de cocina. Después de diez minutos de doblar ropa, se encontró con que el jugo había empapado la servilleta, siguiendo el trazado radial del papel y dibujando venillas rojo oscuro que tiraban de los recuerdos de Kate y la retrotraían a aquella habitación de hotel en Nueva York, con un hombre tendido en el suelo, sangre que brotaba de un agujero en la parte posterior de su cabeza y calaba la alfombra color pálido siguiendo el mismo trazado que los jugos del tomate sobre el papel de cocina.

Y después aquella mujer salida de ninguna parte allí de pie, con la boca abierta y paralizada.

Años antes de eso, Hayden fue quien le explicó todo sobre la sangre. «Shakespeare no era tonto», le había dicho mientras cruzaban el Ponte Umberto I. Habían terminado la sesión de entrenamiento de aquel día y la llevaba a cenar a una
trattoria
situada detrás del Castel Sant’Angelo. «Lo que torturaba a Lady Macbeth era el recuerdo de la sangre de Duncan. Eso mismo será lo que te torture a ti, si te dejas. ¡
Fuera, mancha maldita
!».

Kate miró a Hayden. A su espalda estaba la majestuosa cúpula de San Pedro bañada en la luz dorada del atardecer. Él también se dio la vuelta para admirar la vista.

—Una vez has visto ciertas cosas —dijo—, puedes olvidarte de ellas. Si no quieres seguir viéndolas el resto de tu vida, es mejor no mirar de entrada.

Dejaron atrás el Vaticano y echaron a andar hacia la antigua prisión. ¿
Quién habría pensado que el viejo tendría tanta sangre
? Hayden había llegado a la CIA desde Back Bay y después Groton y Harvard, igual que su padre y, antes de este, su abuelo. Kate sospechaba que todos tenían la costumbre de no citar obras literarias que no tuvieran al menos varios cientos años de antigüedad.

—Recuerda, Kate —le había dicho—, que todos, sin excepción, tienen una cantidad sorprendente de sangre en el cuerpo.

Quince años más tarde, mirando el papel de cocina empapado, Kate entendió por qué había estado planeando una excursión familiar a Alemania.

Los niños estaban arriba jugando a los disfraces y haciendo mucho ruido. Iban ataviados con cascos de gladiador, que llamaban cascos
gladiadóricos
y Kate no había tenido el valor de corregirlos. Si permitía que siguieran diciendo mal las palabras, tal vez seguirían siendo niños más tiempo. Y, por tanto, ella seguiría siendo joven.

Cerró la puerta de la habitación de invitados y marcó los dígitos.

—¿Qué tienes hoy para mí? —preguntó.

—Veamos… Charlie Chaplin participó una vez en un concurso de parecidos con Charlie Chaplin y perdió. Ni siquiera quedó finalista.

—No está mal. Te doy un siete. O incluso un ocho.

—Pues muchas gracias.

—Escucha, estoy organizando un viaje familiar a Bavaria. —Kate sabía que la conversación estaba siendo grabada. Tal vez incluso escuchada a tiempo real, con alguien con unos auriculares que de inmediato llamaría a su superior, y este a un colega. Todos sentados con auriculares enchufados a una centralita preguntándose de qué iba la cosa. Se trataba de una comunicación inusual, desde una línea de un domicilio privado en Luxemburgo a la oficina de Múnich—. ¿Algún consejo?

—¡Bavaria! Una maravilla. Tengo montones de sugerencias. —Hayden empezó enumerar restaurantes, direcciones, lugares de interés.

Cuando terminó, Kate dijo:

—También he pensado que podíamos vernos, tú y yo.

Si a Hayden esto le pareció sospechoso, no lo demostró. Como era de esperar.


Bonjour
? —Una voz insegura se escuchaba entrecortada por el telefonillo.

—¡Hola! —casi gritó Kate por el micrófono—. ¡Soy Kate!

Pausa.

—¡Kate!

—Ah, hola. Sube.

Sonó el telefonillo con un ronroneo suave, como una tostadora que no funciona bien.

Al final de las escaleras, en el oscuro y raquítico rellano, Julia estaba apoyada en el quicio de la puerta vestida solo con un albornoz, tratando de sonreír sin demasiado éxito. Eran las nueve de la mañana.

—Perdona que no te haya llamado antes. Estoy teniendo una mañana complicada.

—No pasa nada —dijo Julia, y Kate se extrañó. Julia no usaba expresiones como «No pasa nada».

—Esta mañana llegaba tarde —dijo Kate— y se me olvidó coger no solo el teléfono, también las llaves de casa. Solo tengo la del coche. ¿Puedo llamar por tu teléfono? Tengo que hablar con Dexter.

—Por supuesto.

Julia entró en el dormitorio de invitados, descolgó el teléfono y se lo pasó a Kate.

—Gracias. Y perdona otra vez por molestarte. ¿Bill está en casa?

—No. Se ha ido hace unos minutos.

Kate lo sabía.

—Pues gracias otra vez.

Marcó el número de la oficina de Dexter. Cuando estaba trazando el plan, había considerado la posibilidad de hacer una llamada falsa, marcar un número inexistente o su propio móvil y después simular que mantenía una conversación. Pero si estaba en lo cierto respecto a Julia y Bill, estos la descubrirían; encontrarían la manera. Quizá Bill sonsacaría a Dexter o Julia comprobaría la factura del teléfono.

Así que tenía que ser una llamada real. Y para darle mayor verosimilitud —a los ojos de Julia, de Dexter y a los suyos propios— también había salido con prisas de su apartamento dejando a propósito las llaves y el teléfono, impotentes, sobre una encimera de la cocina.


Bonjour
. Dexter Moore.

—Hola —dijo Kate—. Soy yo. Me he olvidado las llaves de casa. ¿Puedes ir a abrirme?

—Joder, Kate.

Sabía que se enfadaría, contaba con ello. Dexter había salido de casa a las siete de la mañana rumbo a un día ocupado, un Gran Día. Por eso Kate hacía esto precisamente hoy, para poder decir: «No empieces, Dexter» y poner los ojos en blanco delante de Julia y hacerle un gesto de súplica para, a continuación, entrar en la habitación de invitados con la excusa de pelearse en privado con su marido.

Miró a su alrededor rápida pero cuidadosamente, reparando en cada detalle. La cama estaba hecha con pulcritud, pero no perfecta; de las cuatro almohadas, una de ellas tenía las arrugas, los pliegues y la deformidad inconfundibles de cuando alguien ha dormido en ella y después no ha sido ahuecada.

—Oye, que me he olvidado las llaves —dijo—. No te he escupido en un ojo a propósito.

En la mesilla junto a la almohada usada había un libro, una edición en rústica con una cubierta sencillamente ilustrada con un campo de cultivo y las palabras «Una novela» debajo de un título largo e impreciso, literatura romántica. Un vaso de agua. Una caja de pañuelos de papel. Bálsamo labial.

Julia dormía ahí, en aquella cama que no era la del dormitorio principal.

—Estoy a punto de salir —dijo Dexter—, tengo una reunión.

El escritorio era pequeño y estaba ordenado. El ordenador portátil estaba cerrado y no había papeles desperdigados que leer, a excepción de un par de sobres, dirigidos a una entidad llamada WJM, S. A., con sede en una calle de Limpertsberg. Una
société anonyme
, similar a la
société de responsibilité limitée
, es decir, limitada. Supuso que se trataba de la empresa de Bill.

Había un archivador, pero Kate no podía abrirlo. Sería imposible dar una explicación si la sorprendían.

La mesa auxiliar, en cambio, era de gran tamaño, con una impresora que era también escáner y fotocopiadora. Sobre el escritorio había un montoncito de tarjetas de visita. Kate sacó un pañuelo del bolsillo de sus vaqueros y lo empleó para echar un rápido vistazo a las tarjetas sin tocarlas. Una era de un club de tenis; Julia no jugaba al tenis. Kate la sacó, la envolvió con el pañuelo y se la guardó en el bolsillo.

—Lo entiendo, Dex, y lo siento. Pero ¿qué quieres que haga?

Caminó hasta la mesilla de noche a salvo de la mirada de Julia. Con el pañuelo cogió el bálsamo labial y se lo guardó con la tarjeta robada.

Se preguntó si aquel sería un matrimonio infeliz o si Julia padecía insomnio, o si estaba acatarrada y no había querido molestar a su marido la noche anterior.

O si había una explicación menos ordinaria.

—Y seguro que Dexter llega tarde —dijo Kate—. Siempre sale tarde de las reuniones, no sé por qué, siempre duran más de lo que espera. Así que no tenemos que estar de vuelta hasta la una.

—Muy bien —dijo Julia desde el cuarto de baño, donde estaba maquillándose. Kate la conocía lo suficiente como para saber que nunca salía de casa sin estar lo más perfecta posible.

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