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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (36 page)

Fet abría camino en medio de la oscuridad. La figura que los aguardaba en el rellano de las escaleras de la tercera planta era el señor Quinlan. La linterna de Gus iluminó brevemente el rostro del Nacido, de un blanco casi fosforescente, con sus ojos como esferas de un color rojo intenso. Él y Gus intercambiaron algunas palabras.

Gus sacó su espada.

—Chupasangres en las estanterías —anunció—. Tenemos que hacer un poco de limpieza.

—Si detectan a Eph, le transmitirán la información de inmediato al Amo —dijo Nora—, y quedaremos atrapados bajo tierra.

La voz telepática del señor Quinlan entró en sus cabezas.

El doctor Goodweather y yo esperaremos dentro. Puedo reprimir cualquier intento de intrusión psíquica.

—Bien —dijo Nora, preparando su lámpara Luma.

Gus inició el descenso hacia la planta inferior con la espada en la mano, mientras Joaquín cojeaba detrás.

—Vamos a divertirnos —le dijo, animándolo.

Nora y Fet los siguieron, y el señor Quinlan cruzó la puerta más cercana para entrar en la tercera planta. Eph lo siguió a regañadientes. En el interior había archivadores con periódicos viejos y cajas apiladas con anticuadas grabaciones de audio. El señor Quinlan abrió la puerta de una cabina de escucha, y Eph se vio obligado a entrar.

El señor Quinlan cerró la puerta insonorizada. Eph se quitó el binocular, apoyándose en un mostrador cercano, al lado del Nacido, en medio de la oscuridad y del silencio. A Eph le preocupaba que el Nacido pudiera leer en su mente, así que comenzó a imaginar y a renombrar los objetos cercanos con el fin de crear una pantalla de interferencia.

No quería que el cazador detectara su engaño potencial. Eph estaba atravesando una delgada línea, jugando al mismo juego con las dos partes, contándole a cada una que trabajaba para traicionar a la otra. En el fondo, la única lealtad de Eph era hacia Zack. Sufría por igual ante la idea de entregar a sus amigos o pasar la eternidad en un mundo de horror.

Una vez tuve una familia.

La voz del Nacido sacudió a Eph; estaba nervioso, pero se recuperó rápidamente.

El Amo los convirtió a todos, para que yo los destruyera. Tenemos algo más en común.

Eph asintió.

—Pero te perseguía por una razón. Un vínculo. El Amo y yo no tenemos un pasado común. Me crucé en su camino por pura casualidad, porque soy epidemiólogo.

Existe una razón. Simplemente ignoramos cuál es.

Eph le había dado muchas vueltas a esa idea.

—Mi temor es que tenga algo que ver con mi hijo Zack.

El Nacido permaneció un momento en silencio.

Debes ser consciente de la similitud entre mi persona y tu hijo. Yo fui convertido en el vientre de mi madre. Y por eso, el Amo se convirtió en mi padre sustituto, suplantando a mi verdadero antepasado humano. Al corromper la mente de tu hijo en sus años de formación, el Amo busca suplantar tu influencia en el desarrollo de tu hijo.

—¿Quieres decir que este es un patrón propio del Amo? —Eph debía sentirse desalentado, pero encontró motivos para alegrarse—. Eso quiere decir entonces que hay esperanza. Tú te rebelaste en contra del Amo. Lo rechazaste. Y tenía mucha más influencia sobre ti.

Eph se apartó del mostrador, animado por esta teoría.

—Tal vez Zack también lo haga. Si yo pudiera llegar a él a tiempo del mismo modo en que los Ancianos llegaron a ti… Tal vez no sea demasiado tarde. Él es un buen chico; lo sé…

Siempre y cuando no sea convertido biológicamente, existe una posibilidad.

—Tengo que liberarlo de las garras del Amo. O, más exactamente, alejar de él al Amo. ¿Realmente podemos destruirlo? Quiero decir, ya que Dios no pudo hacerlo en su momento…

Dios tuvo éxito. Oziriel fue destruido. Fue su sangre la que se alzó.

—Así que, en cierto sentido, tenemos que enmendar el error de Dios.

Dios no comete errores. Al final, todos los ríos van al mar…

—No hay errores… ¿Crees que la marca de fuego en el cielo apareció a propósito, que me fue enviada a mí?

También a mí. Para que yo pudiera protegerte. A fin de salvaguardarte de la corrupción. Los elementos están cayendo en su sitio. Las cenizas se reúnen. Fet tiene el arma. Llovió fuego del cielo. Los signos y portentos: es el mismísimo lenguaje de Dios. Todos ellos se levantarán, sí, pero caerán con la fuerza de nuestra alianza.

De nuevo, hubo una pausa que Eph no pudo descifrar. ¿El Nacido ya estaba dentro de su mente? ¿Había socavado su resistencia con la conversación para leer sus verdaderas intenciones?

El señor Fet y la señora Martínez han despejado el sexto nivel. El señor Elizalde y el señor Soto aún continúan en el quinto.

—Quiero ir a la sexta planta —dijo Eph.

Bajaron por la escalera y pasaron por un llamativo charco de sangre blanca de vampiro. Al cruzar la puerta de la quinta planta, Eph oyó a Gus maldiciendo en voz alta, casi con alegría.

La sala de mapas daba inicio a la sexta planta. A través de una puerta de cristal grueso, Eph entró en un amplio salón cuya temperatura estuvo alguna vez rigurosamente controlada. Las paredes tenían varios paneles con termostatos e higrómetros, y en el techo las rejillas de ventilación exhibían unas delgadas cintas colgantes.

Los estantes eran largos. El señor Quinlan retrocedió, y Eph calculó que se encontraban en algún lugar debajo de Bryant Park. Avanzó sigilosamente, en busca de Fet y Nora, pues no quería sorprenderlos ni ser sorprendido por ellos. Oyó voces a unos cuantos estantes de distancia y se dirigió hacia allí a través de uno de los corredores intermedios.

Tenían una linterna encendida, y Eph apagó el binocular de visión nocturna. Se acercó, oculto por una pila de libros. Estaban ante una mesa de cristal, de espaldas a él. Lo que parecían ser las adquisiciones más valiosas de la biblioteca se hallaban sobre la mesa, dentro de una vidriera.

Fet forzó las cerraduras y colocó los otros incunables sobre la mesa. Se concentró en uno en especial: una Biblia de Gutenberg. Era el que tenía más potencial para una suplantación. Recubrir de plata los bordes de las páginas no sería una tarea difícil, y podría añadirle algunas páginas miniadas sacadas de los otros volúmenes. Desfigurar aquellos tesoros literarios era un pequeño precio a pagar por el derrocamiento del Amo y su fatídico clan.

—Esto… —dijo Fet—. La Biblia de Gutenberg. Había menos de cincuenta… ¿Y ahora? Esta puede ser la última. —La examinó antes de darle la vuelta—. Esta es una versión incompleta, no impresa en pergamino sino en papel, y la encuadernación no es la original.

Nora lo miró completamente admirada.

—Has aprendido mucho acerca de ediciones incunables.

Fet se sonrojó ante el cumplido. Se giró y sacó una tarjeta de información de una funda de plástico y le explicó que lo había leído ahí. Ella le dio un golpecito en el brazo.

—Lo llevaré, junto con otros de igual valor, para hacer la falsificación.

Fet metió unos cuantos textos iluminados en una mochila.

—¡Espera! —dijo Nora—. Estás sangrando…

Era cierto. Fet sangraba copiosamente. Nora le desabrochó la camisa y abrió un pequeño frasco de peróxido que traía en el botiquín.

Lo derramó sobre la tela manchada de sangre. La sangre chisporroteó tras el contacto. Eso bastaría para mantener alejados a los
strigoi
.

—Tienes que descansar —señaló Nora—. Te lo ordeno como médico.

—Oh, mi médico —exclamó Fet—. ¿Es eso lo que eres?

—Lo soy —respondió Nora con una sonrisa—. Tendré que conseguirte algunos antibióticos. Eph y yo podemos encontrarlos. Tú regresa con Quinlan…

Limpió la herida de Fet con delicadeza y le aplicó otra dosis de peróxido. El líquido se deslizó por el vello de su amplio pecho.

—Me quieres teñir de rubio, ¿eh? —bromeó Vasiliy. Y a pesar de lo terrible de la broma, Nora se rio, recompensando su intento.

Vasiliy le quitó la gorra.

—Oye, dame eso —dijo ella, forcejeando contra el brazo bueno de él para hacerse con la gorra.

Vasiliy se la dio, pero la atrapó en un abrazo.

—Todavía estás sangrando.

—Estoy muy contento de tenerte de nuevo —le dijo Fet, acariciándole el cuero cabelludo.

Y entonces, por primera vez, Fet le dijo a su manera lo que sentía por ella:

—No sé dónde estaría ahora sin ti.

En otras circunstancias, la confesión del fornido exterminador resultaría ambigua e insuficiente. Nora habría esperado un poco más. Pero ahora —allí y ahora— eso era suficiente. Ella lo besó suavemente en los labios y sintió sus enormes brazos rodeándole la espalda, envolviéndola y atrayéndola hacia su pecho. Ambos sintieron que el miedo se esfumaba y que el tiempo se detenía. Ellos estaban allí,
ahora
. De hecho, se sintió como si siempre hubieran estado allí. Sin recuerdos de dolor ni de pérdida alguna.

Mientras se abrazaban, el haz de la linterna en la mano de Nora se deslizó por las estanterías, iluminando brevemente a Eph, que se encontraba escondido detrás de una pila de libros, antes de desaparecer tras las estanterías.

Castillo Belvedere, Central Park

ESTA VEZ, EL DOCTOR EVERETT BARNES logró bajar del helicóptero justo antes de vomitar su desayuno; se limpió la boca y la barbilla con un pañuelo y miró a su alrededor con timidez. Pero los vampiros no se inmutaban ante sus vómitos cada vez más violentos. Su expresión, o la ausencia de ella, seguía fija e indiferente. Daba igual que Barnes pusiera un huevo gigante en el camino fangoso cerca del jardín Shakespeare de la calle 79 Transverse, o que un tercer brazo saliera de su pecho, nada alteraba los ojos de aquellos zánganos. Barnes tenía un aspecto terrible, con la cara hinchada y amoratada, sus labios hinchados con sangre coagulada y la mano inmovilizada con una venda. Sin embargo, ellos no prestaron atención a nada de eso.

Barnes jadeó en el momento de encarar la ráfaga de los rotores del helicóptero. El helicóptero despegó mientras la lluvia salpicaba en su espalda, y cuando alzó el vuelo, Barnes pudo abrir su paraguas negro y avanzar en dirección al castillo. Sus guardias, muertos vivientes asexuados, percibieron la lluvia tanto como sus náuseas, deambulando a su lado como pálidos autómatas de plástico.

Las copas desnudas de los árboles muertos se estremecieron, y el Castillo Belvedere se hizo visible en lo alto de Vista Rock, enmarcado por el cielo contaminado.

Abajo, una legión de vampiros formaba un grueso anillo alrededor de la base rocosa. Su silencio era inquietante, y su aspecto de estatuas se asemejaba a una instalación artística extraña y tremendamente ambiciosa. Entonces, cuando Barnes y sus dos guardias se acercaron al exterior del anillo vampírico, las criaturas se apartaron —sin respirar y sin expresión alguna— para abrirles paso. Barnes se detuvo aproximadamente a medio camino, después de franquear unas diez filas, y contempló el anillo ritual de los vampiros. El espectáculo era tan espeluznante que salpicó a sus dos acompañantes con el agua que escurría por las puntas del armazón del paraguas. Barnes sintió con toda intensidad el sentido de lo siniestro: estar en medio de todos aquellos depredadores de humanos, que con todo el derecho podían haber bebido su sangre o destrozarlo, pero que permanecían impasibles, si no con respeto, al menos sí con una indiferencia forzada. Era como si acabara de entrar en el zoológico y caminara entre leones, tigres y osos que no mostraban ningún tipo de reacción ni interés. Esto iba totalmente en contra de su naturaleza. Tal era la profundidad de su esclavitud para con el Amo.

Barnes se encontró con la que había sido Kelly Goodweather a la entrada del castillo. A diferencia del resto de los vampiros, sus miradas se encontraron durante unos cuantos segundos. Él casi estuvo tentado de decir algo como «Hola», una cortesía superviviente del orden anterior. En vez de eso, Barnes siguió de largo sin mediar palabra, seguido por los ojos de Kelly.

El señor del clan apareció con su manto oscuro, y los gusanos de sangre ondulaban por debajo de la piel de su rostro mientras examinaba a Barnes.

Goodweather ha aceptado.

—Sí —dijo Barnes, pensando para sí: «Si lo sabías, ¿por qué me hiciste tomar un helicóptero para venir a verte en este castillo con semejante vendaval?».

Barnes intentó explicar la traición, pero se enredó en los detalles. El Amo no parecía estar especialmente interesado.

—Él está presionando a sus socios —resumió Barnes—. Parecía sincero. Sin embargo, no sé si confiaría en él.

Confío en su lamentable necesidad de reunirse con su hijo.

—Sí. Capto la cuestión, y él confía a su vez en su necesidad del libro.

Cuando tenga a Goodweather, tendré también a sus secuaces. Una vez en poder del libro, obtendré todas las respuestas.

—Lo que no entiendo es cómo fue capaz de violar la seguridad de mi casa. ¿Por qué los otros miembros de su clan no fueron avisados?

Es el Nacido. Fue creado por mí, pero no de mi sangre.

—¿Así que no está en la misma longitud de onda?

No poseo control sobre él como con los otros.

—¿Y él está con Goodweather ahora? ¿Como un agente doble? ¿Como un desertor?

El Amo no respondió.

—Eso ser podría ser muy peligroso.

¿Para ti? Mucho. ¿En cuanto a mí? No es peligroso. Solo escurridizo. El Nacido se ha aliado con el miembro de una pandilla a quien los Ancianos reclutaron para la caza diurna, y con el resto de la bazofia. Sé dónde encontrar información sobre ellos…

—Si Goodweather se entrega a usted…, entonces tendrá toda la información para encontrarlo. Al Nacido.

Sí. Dos padres que se reúnen con sus dos hijos. Es la simetría de los planes de Dios. Si él se entrega a mí…

Un alboroto súbito hizo que Barnes girase la cabeza, sorprendido. Un adolescente, con el pelo desigual sobre los ojos, tropezó contra la escalera de caracol. Un ser humano, con una mano en la garganta. El muchacho se sacudió el pelo, y Barnes reconoció a Ephraim Goodweather en la cara del chico. Los mismos ojos, la misma expresión seria, aunque denotaba miedo.

Zachary Goodweather… Tenía una dificultad respiratoria evidente: sibilancia, y el semblante de color azul grisáceo.

Barnes se levantó y se dirigió instintivamente hacia él. Posteriormente, pensó en todo el tiempo transcurrido desde la última vez que actuó de acuerdo con su instinto médico. Interceptó al chico, sujetándolo por el hombro.

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