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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (35 page)

Incluso Barnes, cuya lealtad estaba del lado de los vampiros, se preguntó si tendría sentido llegar a algún tipo de acuerdo con el Amo, un ser que no se regía por ninguna moral ni código. Un virus, y uno muy voraz.

Pero, por supuesto, no le dijo nada a Eph. El hombre que sostenía una espada cerca de su garganta era una criatura consumida casi hasta la médula, al igual que una goma de borrar a la que solo le queda un fragmento apenas suficiente para hacer una corrección final.

—Harás eso —dijo Eph sin preguntar.

Barnes asintió.

—Puedes contar conmigo. —Intentó sonreír, pero su boca y sus encías estaban hinchadas casi hasta la desfiguración.

Eph se quedó mirándole un largo instante. Una mirada de intenso asco apareció en su rostro demacrado. «Este es del tipo de hombres con los que ahora estás haciendo tratos». Luego le echó la cabeza hacia atrás, retiró su espada y avanzó hacia la puerta.

Barnes se agarró el cuello indemne, pero no pudo contener su lengua, que sangraba.

—Yo lo entiendo, Ephraim —dijo—, quizá mejor que tú. —Eph se detuvo, girándose debajo del refinado marco de la puerta—. Todo el mundo tiene su precio. Crees que tu comportamiento es más noble que el mío, porque para ti el precio es el bienestar de tu hijo. Sin embargo, para el Amo, Zack no es más que una moneda en su bolsillo. Lamento que hayas tardado tanto tiempo en darte cuenta. Que hayas padecido todo este sufrimiento innecesariamente.

Eph miró en dirección al suelo, sintiendo el peso de la espada que colgaba en su mano, y gruñó:

—En cambio yo solo lamento que no hayas sufrido más…

Garaje de servicio de la Universidad de Columbia

CUANDO EL SOL ILUMINÓ A CONTRALUZ el filtro de ceniza del cielo —lo que ahora pasaba con la luz del día—, la ciudad se sumió en un silencio inquietante. La actividad de los vampiros cesó, y las calles y los edificios se iluminaron con la luz fluctuante de las pantallas de televisión. Repeticiones televisivas y lluvia, esa era la norma. La lluvia negra y ácida caía del cielo en gotas gruesas y aceitosas. El ciclo ecológico consistía en «lavar y repetir», pero el agua sucia nunca limpiaba nada. Tardaría décadas en hacerlo, si por casualidad todo se limpiaba a sí mismo. Por ahora, el crepúsculo de la ciudad era como un amanecer inalterable.

Gus esperaba a la puerta del garaje de servicio.

Creem era un amigo de conveniencia, y siempre había sido un hijo de puta muy escurridizo. Al parecer iba a venir solo, lo cual no tenía mucho sentido; Gus no confiaba en él y había tomado unas cuantas precauciones adicionales. Entre ellas estaba la Glock brillante, escondida en la parte posterior de su cintura, una pistola que se había llevado de un garito de drogas durante los saqueos de los primeros días. Otra fue concertar el encuentro allí y no darle a Creem ninguna pista de que su guarida subterránea se encontraba muy cerca.

Creem llegó en un Hummer amarillo. Aparte del color brillante, ese era justamente el tipo de torpeza que Gus esperaba de él: conducir un vehículo caracterizado por su alto consumo de gasolina en una época de escasez. Sin embargo, Gus no le dio mayor importancia; así era Creem. Y que un rival fuera previsible siempre representaba una ventaja.

Creem necesitaba un vehículo proporcional al tamaño de su cuerpo. A pesar de la escasez generalizada, Creem se las había ingeniado para conservar su complexión gruesa, solo que ahora no tenía un gramo de grasa extra. Parecía haber encontrado una manera de alimentarse; o al menos se mantenía. Esto le indicó a Gus que los ataques de los Zafiros al orden vampírico estaban teniendo éxito.

Sin embargo, Creem no venía con otros Zafiros. Al menos, con ninguno que Gus pudiera ver.

Creem metió el Hummer en el garaje, para resguardarlo de la lluvia. Apagó el motor y descendió con dificultad del vehículo. Estaba masticando un trozo de carne seca, mordiéndolo como si fuera un grueso palillo de carne. Su prótesis de plata brilló al sonreír.

—¡Eh, Mex!

—Tienes buen aspecto.

Creem agitó sus cortos brazos en el aire saludándole.

—Tu isla se está yendo a la mierda.

—El maldito propietario es un imbécil —concedió Gus.

—Un verdadero chupasangre, ¿eh?

Dejando a un lado las sutilezas, intercambiaron un simple apretón de manos, no como un par de pandilleros, y sin perder el contacto visual.

—¿Estás actuando solo? —preguntó Gus.

—En este viaje —dijo Creem, subiéndose los pantalones—. Tengo que tener controladas las cosas de Jersey. Supongo que no estás solo.

—Nunca —aclaró Gus.

Creem miró a su alrededor, asintiendo al constatar que estaban a solas.

—Escondiéndote, ¿eh? Ningún problema —dijo.

—Trato de cuidarme.

Esto le arrancó una sonrisa a Creem, que mordió la punta de la carne seca.

—¿Quieres un poco de esto?

—Estoy bien por ahora —apuntó Gus. Era mejor que Creem pensara que se alimentaba bien y con regularidad.

Creem se sacó el pedazo de carne seca de la boca.

—Comida para perros. Hemos encontrado una bodega con todo un cargamento para mascotas que no fue despachado. No sé qué tiene esto, pero es comida, ¿verdad? Me dejará una piel brillante, me limpiará los dientes y todo eso. —Creem le dio un par de mordiscos a la carne y soltó una risita—. Las latas de comida para gatos duran bastante tiempo. Comida para llevar. Saben a paté de mierda.

—La comida es comida —apostilló Gus.

—Y respirar es respirar. Míranos aquí. Dos escorias de la sociedad. En el trasiego. Todavía en acción. Y todos los demás, los que pensaban que la ciudad era suya, las almas tiernas, no tenían un verdadero orgullo de mierda, ni arte ni parte; ¿dónde están ahora? Son muertos vivientes…

—Muertos vivientes —aprobó Gus.

—Como digo siempre: «Creem sube a la cima». —Se rio de nuevo, tal vez exageradamente—. ¿Te gusta mi coche?

—¿Cómo te las arreglas con lo del combustible?

—Algunas gasolineras siguen funcionando en Jersey. ¿Has echado un ojo al parachoques? Es igual que mis dientes: de plata.

Gus miró el vehículo. La defensa delantera del Hummer realmente era de plata.

—Eso me gusta —dijo Gus.

—Las llantas de plata son lo siguiente en mi lista de deseos —señaló Creem—. Así que, ¿quieres el material ahora, para que no piense que voy a ser estafado? Vine aquí de buena fe.

Gus silbó y Nora salió de detrás de un carro de herramientas llevando una Steyr semiautomática. Bajó el arma, y se detuvo a nueve metros, a una distancia segura. Joaquín salió de detrás de una puerta, con la pistola a un lado. No pudo disimular su cojera, la rodilla le seguía doliendo.

Creem extendió sus brazos regordetes y anchos, invitándolos a que se acercaran.

—¿Queréis acercaros? Tendré que regresar por ese puente de mierda antes de que salgan los bichos.

—Enséñame lo que traes y habla —dijo Gus.

Creem se dio la vuelta y abrió la puerta trasera. Había cuatro cajas de cartón abiertas recién salidas de una tienda de U-Haul, repletas de plata. Gus sacó una para inspeccionarla; era pesada y tenía candelabros, utensilios, urnas decorativas, monedas e incluso algunos lingotes de plata con el sello intacto.

—Todo puro, Mex —dijo Creem—. No es plata de ley de mierda. No tiene base de cobre. Viene con un kit de prueba; te lo daré gratis.

—¿Cómo has conseguido todo esto?

—Recogiendo chatarra durante meses, como un basurero, almacenándola. Tenemos todo el metal que necesitamos. Sé que quieres toda esta mierda para liquidar vampiros. A mí me gustan las armas. —Le echó un vistazo a la de Nora—. Las grandes.

Gus miró los lingotes de plata. Tendrían que fundirlas, forjarlas, hacer con ellas lo mejor que pudieran. Ninguno de ellos era herrero. Sin embargo, sus espadas no les iban a durar para siempre.

—Puedo quedarme con todo esto —dijo Gus—. ¿Quieres potencia de tiro?

—¿Es todo lo que ofreces?

Creem no solo miraba el arma de Nora, también la miraba a ella.

—Tengo algunas baterías, mierda como esa. Pero eso es todo —dijo Gus.

—Tiene la cabeza suave como ellos, como los trabajadores del campamento —señaló Creem, que no apartaba los ojos de Nora.

—¿Por qué hablas como si yo no estuviera presente? —replicó Nora.

Creem le lanzó una sonrisa de plata.

—¿Puedo ver la pieza?

Nora se acercó y se la entregó. Él aceptó el arma con una sonrisa interesada, y luego dirigió su atención a la Steyr. Liberó el seguro y el tambor, examinó el cargador, y lo colocó de nuevo en la culata. Avistó una lámpara en el techo y fingió hacerla estallar.

—¿Más materiales como este? —preguntó.

—Parecidos —confirmó Gus—. No son idénticos. Sin embargo, necesitaré un día al menos. Los tengo escondidos en la ciudad.

—Y munición. Que sea mucha —accionó el sistema de seguridad—. Me quedaré con esta como adelanto.

—La plata es mucho más efectiva —dijo Nora.

Creem le sonrió ansioso y condescendiente.

—No he llegado hasta aquí por ser efectivo, calvita. Me gusta hacer un poco de ruido de mierda cuando liquido a esos chupasangres. Eso es lo que más me divierte de este trabajo.

Estiró su mano hacia el hombro de Nora, pero ella se la apartó, lo que solo le hizo reír.

Nora miró a Gus.

—Saca de aquí a este patán que se alimenta de comida de perros.

—Todavía no —dijo Gus. Luego se volvió hacia Creem—. ¿Qué hay del detonador?

Creem abrió la puerta, acomodó la Steyr hacia abajo en el asiento delantero y cerró de nuevo.

—¿Qué?

—Déjate ya de rodeos. ¿Puedes conseguírmelo?

Creem parecía pensárselo.

—Tal vez. Tengo un contacto, pero necesito saber algo más acerca de la mierda que estás tratando de volar. Ya sabes que vivo justo al otro lado del río.

—No necesitas saber nada. Solo dime tu precio.

—¿Detonador de calidad superior? —preguntó Creem—. Hay un lugar al norte de Jersey donde tengo puestos mis ojos. Una instalación militar. No puedo deciros más que eso en este momento. Pero tenéis que ser claros.

Gus miró a Nora, no en busca de su aprobación, sino para manifestarle su incomodidad al verse en esta posición.

—Muy simple —dijo—. Es un arma nuclear.

Creem sonrió con todos sus dientes.

—¿De dónde la has sacado? —inquirió.

—De la tienda de la esquina. Con los bonos de descuento —respondió Gus.

—¿De qué tamaño? —preguntó Creem, fijándose nuevamente en Nora.

—Lo suficientemente grande como para destruir casi un kilómetro. Onda de choque, acero curvado, o como quieras llamarle.

Creem realmente disfrutaba de esta conversación.

—Pero modificaste el modelo de la tienda. ¿Se vende como está?

—Sí. Necesitamos un detonador.

—No sé hasta qué punto crees que soy imbécil, pero no tengo la costumbre de armar a mi vecino con una bomba nuclear sin establecer primero algunas reglas básicas de mierda.

—¿En serio? —dijo Gus—. ¿Por ejemplo?

—Solo que no quiero que te cagues en mi premio.

—¿Cuál es?

—Lo hago por ti, lo haces por mí. Así que, primero, necesito tener la seguridad de que esa cosa explote por lo menos a algunos kilómetros de distancia de mí. Ni en Jersey ni en Manhattan, punto.

—Te avisaremos de antemano.

—No es suficiente. Porque creo que ya sé en qué demonios piensas utilizar ese niño malo. Solo vale la pena volar una cosa en este mundo. Y cuando el Amo se vaya, dejará en libertad una buena cantidad de propiedades inmobiliarias. Ese es mi precio.

—¿Inmuebles? —preguntó Gus.

—Esta ciudad. Ser dueño de todo Manhattan, después de que todo esté dicho y hecho. Lo tomas o lo dejas, Mex.

Gus chocó la mano con Creem.

—¿No te interesaría un puente?

Biblioteca pública de Nueva York, sede central

OTRA ROTACIÓN DE LA TIERRA, y allí estaban juntos de nuevo, los cinco humanos, Nora, Fet, Gus, Joaquín y Eph, en compañía del señor Quinlan, que se adelantó, al amparo de la oscuridad. Salieron de la estación Grand Central y siguieron por la calle 42 hacia la Quinta Avenida. No llovía, pero sí hacía un viento excepcional, lo bastante fuerte como para desperdigar la basura acumulada en las puertas. Los envoltorios de comida rápida, las bolsas de plástico y otro tipo de desechos se deslizaban por la calle como espíritus bailando en un cementerio.

Subieron las escalinatas de la entrada de la sede principal de la biblioteca pública de Nueva York, entre los dos leones de piedra, la Paciencia y la Fortaleza. El suntuoso edificio era como un gran mausoleo.

Atravesaron el pórtico en dirección a la entrada y cruzaron el Astor Hall. La enorme sala de lectura solo había sufrido daños menores: durante el breve periodo de anarquía posterior a la Caída, los saqueadores no se mostraron muy interesados en los libros. Uno de los grandes candelabros colgaba a poca distancia de una mesa de lectura, pero el techo era tan alto que bien podría tratarse de una grieta estructural aleatoria. Algunos libros permanecían en las mesas y algunas mochilas con su contenido esparcido sobre las baldosas del suelo. Las sillas estaban en desorden y algunas lámparas estropeadas. El vacío silencioso de la inmensa sala de lectura era escalofriante.

Las altas ventanas en arco dejaban entrar toda la luz existente. El olor a amoniaco de los residuos de vampiros, tan omnipresente que Eph casi ni lo notaba, era muy intenso. Le pareció una ironía cruel que todo el conocimiento acumulado durante siglos pudiera terminar hecho añicos por aquella fuerza invasora de la naturaleza.

—¿Tenemos que bajar? —preguntó Gus—. ¿Y qué tal uno de estos libros?

Ante ellos, los vastos anaqueles se extendían a ambos lados de la sala con sus rótulos de colores.

—Necesitamos un libro antiguo e ilustrado para hacerlo pasar por el
Lumen
—explicó Fet—. Tenemos que venderlo, recuerda. He estado aquí muchas veces. Las ratas y los ratones se sienten atraídos por el papel en descomposición. Los textos antiguos están abajo.

Se acercaron a las escaleras, encendiendo las linternas y sacando las lentes de visión nocturna. La sede principal fue construida en el embalse de Croton, un lago artificial de suministro de agua para la isla que quedó obsoleto a principios del siglo XX. Además de las siete plantas situadas bajo el nivel de la calle, una ampliación reciente en el sector occidental de la biblioteca, justo debajo de Bryant Park, le había añadido más kilómetros de estanterías de libros.

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