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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (2 page)

Calle Kelton. Woodside, Queens

U
n grito sonó en la lejanía, y el doctor Ephraim Goodweather se despertó con un sobresalto. Se agitó en el sofá, se puso de espaldas y se sentó, y —con un movimiento violento y rápido— agarró la desgastada empuñadura de cuero de la espada que sobresalía de la mochila que tenía a su lado, en el suelo, y cortó el aire con el canto de la hoja de plata.

Su grito de batalla, ronco y distorsionado, se detuvo en seco como si hubiera salido de sus pesadillas. La hoja se estremeció en el vacío.

Estaba solo.

En casa de Kelly. En su sofá; rodeado de objetos familiares.

Se encontraba en la sala de su exesposa. El aullido era el de una sirena lejana, transformado por su mente somnolienta en un grito humano.

Había soñado nuevamente con el fuego y con unas formas —indefinibles pero vagamente humanoides— de luz cegadora. Una linterna: estaba en el sueño y las formas luchaban con él justo antes de que la luz lo consumiera todo. Siempre se despertaba agitado y exhausto, como si hubiera combatido toda la noche contra algún adversario. El sueño surgía de la nada. Ephraim podía estar soñando algo de lo más normal —un picnic, un atasco de tráfico, un día en la oficina— y entonces la luz crecía y lo consumía todo, y las incandescentes figuras de plata emergían.

Buscó a tientas su bolsa de armas, una bolsa de béisbol modificada que había cogido hacía muchos meses de un estante alto de Modell’s, una tienda en la avenida Flatbush saqueada recientemente.

Él estaba en Queens. Bien. «Bien»;todo le estaba llegando de nuevo, como las primeras punzadas de una resaca descomunal. Guardó la espada en la bolsa y se dio la vuelta, sosteniéndose la cabeza con las manos como si fuera una bola de cristal resquebrajada que acabara de recoger del suelo. La cabeza le palpitaba y sentía el cabello erizado y extraño.

«El infierno en la tierra. Así era. La tierra de los condenados».

La realidad era una zorra irascible. Había despertado a otra pesadilla. Aún estaba vivo —todavía era humano—, lo cual no era mucho decir, pero era lo mejor que cabía esperar en las actuales circunstancias.

«Otro día en el infierno».

Lo último que recordaba del sueño, el fragmento que se aferraba a su conciencia como una placenta en el momento del parto, era una imagen de Zack bañado por una luz de plata incandescente.

«Papá», había dicho Zack, y sus ojos se encontraron con los de Eph, pero la luz lo consumió todo.

Aquel recuerdo le daba escalofríos. ¿Por qué no podía liberarse de esos sueños infernales? ¿No era así como debían ser los sueños? ¿Por qué tenía que llevar una existencia horrible soñando que huía y escapaba? ¿Qué no habría dado por un ensueño de sentimentalismo puro, por una cucharadita de azúcar para su mente?

Eph y Kelly recién salidos de la universidad, cogidos de la mano y recorriendo un mercadillo en busca de muebles baratos y cachivaches para su primer apartamento…

El pequeño Zack caminando descalzo por toda la casa, un pequeño jefe indio en pañales… Eph, Kelly y Zack sentados a la mesa del comedor, con las manos frente a los platos de la cena, esperando a que Z comenzara con su forma obsesiva de bendecir la mesa…

Los sueños de Eph eran como películas
snuff
de bajo presupuesto. Veía los viejos rostros familiares —enemigos, amigos y conocidos— siendo acosados sin que él pudiera hacer nada, ni siquiera escapar.

Se incorporó y se levantó con dificultad, apoyando la mano en el respaldo del sofá. Abandonó la sala y se acercó a la ventana que daba al patio trasero. El aeropuerto LaGuardia no estaba lejos. La vista de un avión, el sonido distante del motor de un jet eran ahora motivos de asombro. Ninguna luz surcaba el cielo. Recordó el 11 de septiembre de 2001, cómo la vacuidad del firmamento le había parecido tan irreal en aquel momento, y el extraño alivio que experimentó cuando los aviones volaron de nuevo ocho días después. Pero ahora… no había vuelta a la normalidad.

Eph se preguntó qué hora sería. Supuso que ya había amanecido, a juzgar por su precario ritmo circadiano. Era verano —al menos según el antiguo calendario— y el sol ya debía de estar en lo alto del firmamento.

Pero ahora prevalecía la oscuridad. El orden natural del día y de la noche había sido trastocado, tal vez para siempre. El sol había sido eliminado por un manto de cenizas que flotaba en el cielo. La nueva atmósfera estaba compuesta por residuos radiactivos de las explosiones nucleares y polvo volcánico de las erupciones que habían estallado en todo el mundo; era como una bola de dulce de color verde azulado cubierta de chocolate venenoso. Se había condensado hasta formar una envoltura aislante, sellando la oscuridad en su interior y bloqueando el paso de los rayos del sol.

Un oscurecimiento perpetuo. El planeta convertido en un inframundo macilento y putrefacto de escarcha y sufrimiento.

Un ecosistema perfecto para los vampiros.

Según las últimas noticias que habían sido transmitidas en directo, censuradas desde hacía tiempo pero tan intercambiadas como la pornografía a través de los foros de Internet, estas condiciones postcataclísmicas eran muy similares en todo el mundo. Los relatos de los testigos hablaban del cielo oscuro, de la lluvia negra, de las nubes ominosas que se amalgamaban sin dispersarse nunca. Dada la rotación del planeta y el patrón de los vientos, los polos —el norte y el sur congelados— eran, en teoría, los únicos lugares de la Tierra que seguían recibiendo la luz solar…, aunque nadie podía confirmarlo.

El peligro de la radiación residual de las explosiones nucleares y el colapso de las plantas de energía atómica fue intenso al principio, y devastador en sus epicentros. Eph y el resto del grupo permanecieron casi dos meses bajo tierra, en un túnel del metro debajo del río Hudson, por lo cual pudieron librarse de las consecuencias a corto plazo. Las condiciones meteorológicas extremas y los vientos atmosféricos propagaron el daño en grandes áreas, lo que contribuyó a dispersar la radioactividad. Los efectos disminuyeron exponencialmente, y, a corto plazo, las zonas que no sufrieron exposición directa fueron seguras para viajar, pues apenas tardaron seis semanas en descontaminarse.

Los efectos a largo plazo todavía están por verse. Las cuestiones relacionadas con la fertilidad humana, las mutaciones genéticas y el aumento de la carcinogénesis no podrían ser respondidas durante algún tiempo. Sin embargo, estas preocupaciones inmediatas se vieron ensombrecidas por la realidad: dos años después de los desastres nucleares y de la toma vampírica del mundo, los motivos de alarma no se hicieron esperar.

El toque de las sirenas se silenció. Los sistemas de alerta, instalados para disuadir a los intrusos humanos y dar la alarma, aún se activaban de vez en cuando, aunque con una frecuencia mucho menor que en los primeros meses, cuando sonaban de manera persistente, como gritos agónicos de una raza en extinción. Era otro vestigio de una civilización moribunda.

A falta de alarmas, Eph aguzó el oído para detectar la presencia de intrusos. Los vampiros entraban por las ventanas, salían de bodegas húmedas, descendían de áticos polvorientos; pasaban por cualquier abertura, y ningún lugar era seguro para estar a salvo de ellos. Incluso las pocas horas de luz solar —una luz tenue y crepuscular que había adquirido un color ámbar enfermizo— encerraban muchos peligros. La luz diurna marcaba el toque de queda para los humanos. Era el momento más propicio para que Eph y sus compañeros se pusieran en movimiento —y evitar así que los
strigoi
se enfrentaran a ellos directamente—, pero también uno de los más peligrosos, debido a la vigilancia y a las miradas indiscretas de los simpatizantes humanos que buscaban mejorar su suerte.

Eph apoyó la frente contra la ventana. La frescura del cristal producía una sensación agradable en su piel escocida y en su cráneo palpitante.

Lo peor de todo era saber. Tener conciencia de la locura no hace que alguien esté menos loco. Ser consciente del peligro de ahogarse no exime a nadie de morir ahogado; al contrario, solo añade otro peso a la carga del pánico. El miedo al futuro y el recuerdo de un pasado mejor y más brillante hacían sufrir tanto a Eph como la plaga de los vampiros.

Eph necesitaba alimentos y proteínas. No quedaba nada en la alacena; la había vaciado de alimentos —y de alcohol— muchos meses atrás. Incluso había encontrado un alijo de Butterfingers oculto en el armario de Matt.

Se apartó de la ventana, mirando la sala y la cocina. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí y por qué. Vio las señales de la punta del cuchillo de cocina sobre la pared, en el mismo lugar donde había liberado al novio de su exesposa tras decapitar a la criatura recién convertida. Eso fue en los primeros días de la matanza, cuando liquidar vampiros era casi tan aterrador como la posibilidad de convertirse en uno, por mucho que el vampiro hubiera sido el novio de su exesposa, un hombre a punto de ocupar el puesto de Eph como la referencia masculina más importante en la vida de Zack.

Pero ese destello de moralidad había desaparecido hacía mucho. Este era un mundo transformado, y el doctor Ephraim Goodweather, que había sido en otro tiempo un eminente epidemiólogo en el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, también había cambiado. El virus del vampirismo había colonizado la raza humana. Después de que tal peste derrotara a la civilización con ungolpe de Estadode una contundencia y violencia inusitadas, los insurgentes —los más obstinados, fuertes y enérgicos— fueron aniquilados o convertidos; los vampiros solo dejaron con vida a los mansos, a los vencidos y a los temerosos, para que cumplieran las órdenes del Amo.

Eph se acercó al sofá y agarró su bolsa de las armas. Sacó su arrugado cuaderno Moleskine del pequeño bolsillo destinado a los guantes, la cinta para el pelo o una muñequera. Últimamente no recordaba nada si no lo anotaba en su diario. Apuntaba todo en él, desde lo más trascendental a lo más banal. Todo debía ser consignado por escrito; esa era su obsesión. Su diario era básicamente una larga carta a su hijo Zack, donde dejaba constancia de todos sus esfuerzos por encontrarlo. Tomaba nota de sus observaciones y teorías relativas a la amenaza de los vampiros. Y como científico que era, también registraba datos y fenómenos.

Al mismo tiempo, era un ejercicio útil para mantener cierta cordura.

Su escritura se había vuelto muy confusa en los dos últimos años, y casi no podía entender su propia letra. Registraba la fecha de cada día porque era el único método seguro de llevar la cuenta del tiempo, pues no tenía un calendario fiable. No es que importara mucho…, excepto hoy.

Garabateó la fecha, y sintió algo en su corazón. ¡Claro! ¡Claro! ¡Era eso! Por eso estaba allí otra vez.

Era el decimotercer cumpleaños de Zack.

E
s probable que no vivas más allá de este punto», advertía el letrero en la puerta del segundo piso, escrito con Magic Marker e ilustrado con lápidas, esqueletos y cruces. Era el dibujo de un niño, realizado cuando Zack tenía siete u ocho años. Su habitación permanecía tal como la había dejado, al igual que las de todos los niños desaparecidos, como un símbolo para detener el tiempo en los corazones de sus padres.

Eph iba continuamente a la habitación, como un buzo que regresa una y otra vez a un buque hundido. Era un museo secreto; un mundo conservado tal como había sido en otro tiempo. Una ventana abierta al pasado.

Se sentó en la cama, sintiendo de nuevo cómo se hundía el colchón, sosegado por su crujido reconfortante. Repasó todos los juguetes, cada figura, moneda y cordón de zapatos, cada camiseta y cada libro de esa habitación que conocía de memoria. Los objetos que formaban parte de la vida de Zack. Negó la posibilidad de estar regodeándose. Las personas no asisten a la iglesia, a la sinagoga o a la mezquita para autocomplacerse; lo hacen como un acto de fe. El cuarto de Zack era un templo. Allí, únicamente allí, Eph había experimentado una sensación de paz y la afirmación de una certeza interior.

Zack todavía estaba vivo.

No era una especulación. Y mucho menos una esperanza ciega.

Eph sabía que Zack estaba vivo y que no había sido convertido todavía.

En otros tiempos —cuando el mundo todavía funcionaba— el padre de un hijo desaparecido contaba con ciertos recursos. Tenía el consuelo de la investigación policial, y la certeza de que cientos, si no miles, de personas se identificaban y solidarizaban con su situación y colaboraban activamente en la búsqueda.

El secuestro se había producido en un mundo sin policía y sin leyes humanas. Y Eph conocía la identidad del ser que había raptado a su hijo; sí, era la criatura que en algún momento había sido su madre. Ella perpetró el secuestro. Pero lo hizo obligada por una entidad mayor.

El rey vampiro: el Amo.

Sin embargo, no sabía por qué se habían llevado a Zack. Obviamente, para hacerle daño a Eph. Y para satisfacer el deseo de su madre de visitar de nuevo a los «Seres Queridos» que había amado en vida. Una de las características insidiosas del virus se había propagado en una perversión vampírica del amor humano. Los convertidos en
strigoi
se aferraban a sus seres queridos, a una existencia más allá de las pruebas y tribulaciones del ser humano, que derivaba en las necesidades primarias de la alimentación, la propagación y la supervivencia.

Por esta razón, Kelly —la cosa que una vez fue Kelly— tenía una conexión física tan fuerte con su hijo que logró llevárselo, a pesar de los denodados esfuerzos de Eph.

Y era precisamente este síndrome, la pasión obsesiva por convertir a su seres más cercanos, lo que le confirmaba a Eph que su hijo no había sido convertido; porque si el Amo o Kelly hubieran bebido hasta la última gota de sangre del niño, este seguramente habría regresado a Eph convertido en vampiro. La angustia de Eph ante esta posibilidad —la de enfrentarse a su hijo transformado en muerto viviente— lo había acosado durante todo este tiempo, sumiéndolo en una espiral de desesperación.

Pero ¿cuál era el motivo oculto de todo esto? ¿Por qué el Amo no había convertido a Zack? ¿Para qué lo estaba reservando? ¿Lo tenía como una carta potencial para jugar en contra de Eph y de la resistencia de la cual formaba parte? ¿O acaso había otra razón más siniestra que no podía ni se atrevía a descifrar?

Eph se estremeció ante el dilema que esto suponía para él. Todo lo que estuviera relacionado con su hijo lo hacía vulnerable. La debilidad de Eph era proporcional a su fortaleza: no podía olvidar a su retoño.

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