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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Eterna (9 page)

—¿Y a ti qué te gustaría ser? —le había preguntado su padre.

—Cuidador de animales en el zoológico —había respondido Zack—. Y seguramente corredor de motocross.

—Suena bien —admitió su padre, mientras tiraban los vasos de papel al cubo de reciclaje. Y al final de ese día, después de una tarde espléndida que también incluyó una película en la función vespertina, padre e hijo prometieron repetir la excursión. Pero nunca lo hicieron. Como tantas otras promesas incumplidas en la historia de Zack y el doctor Goodweather.

Recordar aquello era como rememorar un sueño, si es que había sucedido. Su padre había desaparecido, o había muerto junto con el profesor Setrakian y el resto. De vez en cuando, escuchaba una explosión en algún lugar de la ciudad, o veía una columna de humo o de polvo levantándose bajo la lluvia, y conjeturaba que debía de haber algunos seres humanos que seguían resistiéndose a lo inevitable. Esto hizo que Zack recordara aquellos mapaches que los fastidiaron durante unas vacaciones de Navidad, revolviendo en la basura sin importarles lo que su padre hiciera para impedirlo. Zack supuso que lo mismo sucedía con la resistencia. Representaban una molestia, pero poco más que eso.

Salió de aquel sitio húmedo donde estaban las vitrinas y bajó las escaleras. El Amo le había habilitado un espacio dentro del castillo, y Zack lo había acondicionado al estilo de su antiguo dormitorio. Salvo que su antiguo cuarto no contaba con una pantalla de vídeo del tamaño de una pared, sustraída del ESPN Zone de Times Square. Ni con la máquina dispensadora de Pepsi ni con los diferentes estantes de cómics. Zack encendió un videojuego con un mando que había dejado en el suelo, y se sentó en una de las lujosas sillas de mil dólares forradas de cuero que estaban colocadas detrás de la zona de los bateadores, en el estadio de los Yankees. Ocasionalmente, Zack jugaba con otros chicos, o también
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gracias a un servidor especial, y casi siempre les ganaba. Todos sus contrincantes habían perdido la práctica. Además, el triunfo solía ser aburrido, especialmente porque no salían videojuegos nuevos.

Al principio, vivir en el castillo fue una experiencia aterradora. Había oído historias de todo tipo sobre el Amo. Pensaba que le convertirían en un vampiro al igual que su madre, pero eso nunca sucedió. ¿Por qué? Nunca le dieron una explicación, y él tampoco la pidió. Estaba allí en calidad de huésped, y como era el único humano, tenía casi el estatus de una celebridad. Durante los dos años transcurridos desde que se convirtió en huésped del Amo, ningún otro ser que no fuera vampiro había sido admitido en el Castillo Belvedere ni en ningún lugar cercano. Lo que en un principio parecía ser un secuestro, con el paso del tiempo adquirió visos de ser una selección, una llamada. Como si en este Nuevo Mundo le hubiera sido reservado un lugar especial para él.

Zack había sido elegido entre todos los demás. Y él desconocía el motivo. Lo único cierto era que el ser que le había otorgado esta condición de privilegio era el gobernante absoluto del Nuevo Mundo. Y por alguna razón, quería que Zack estuviera a su lado.

Las historias que le habían contado al chico —de un gigante temible, de un asesino despiadado o del mal encarnado— eran obvias exageraciones. En primer lugar, el Amo tenía la estatura de un adulto medio. Y para ser tan anciano, parecía casi juvenil. Sus ojos negros eran penetrantes. Zack podía entender que alguien sintiera horror ante él si caía en desgracia. Pero detrás de esos ojos, para alguien tan afortunado que pudiera verlos directamente, como era el caso de Zack, había una profundidad y una oscuridad que trascendían la humanidad, una sabiduría que se remontaba en el tiempo, una inteligencia conectada con un ámbito más elevado. El Amo era un líder, al mando de un inmenso clan de vampiros desperdigados por la ciudad y por el mundo, un ejército de seres que respondían a su llamada telepática, efectuada desde ese trono palaciego en el centro pantanoso de la ciudad de Nueva York.

El Amo era un ser poseído por la magia. Una magia diabólica, sí, pero la única magia real que había conocido Zack. El bien y el mal resultaban ahora términos maleables. El mundo había cambiado. La noche era el día. Las profundidades eran la nueva cima. Allí, en el Amo, se encontraba la prueba de la existencia de un ser superior. De un superhombre. De una divinidad. Su poder era extraordinario.

Un ejemplo de ello era el asma de Zack. La calidad del aire bajo el nuevo clima era sumamente precaria debido a su estancamiento, a los altos niveles de ozono y a la circulación de partículas. Con una gruesa capa de nubes que lo presionaban todo hacia abajo como si se tratara de una manta sucia, los patrones climáticos habían resultado afectados y la brisa del mar no lograba refrescar el flujo de aire de la ciudad. El moho crecía y las esporas volaban con inusitada profusión.

Sin embargo, Zack estaba bien. Más que bien: sus pulmones estaban limpios y respiraba sin jadear ni emitir silbidos. De hecho, en todo el tiempo que llevaba con el Amo no había sufrido un solo ataque de asma. Habían transcurrido casi dos años desde la última vez que usó un inhalador, porque ya no lo necesitaba.

Su sistema respiratorio dependía ahora de una sustancia aún más eficaz que el albuterol o la prednisona. Una fina gota de la blanca sangre del Amo administrada por vía oral una vez por semana, desde el dedo pinchado del Amo a la lengua expectante de Zack, había despejado sus pulmones, permitiéndole respirar con libertad.

Lo que al principio resultaba extraño y desagradable ahora era casi un regalo: la sangre blanca y lechosa del Amo, con su débil carga eléctrica y su sabor a cobre y alcanfor. Una medicina amarga, pero su efecto era poco menos que milagroso. Cualquier paciente crónico daría casi cualquier cosa para no sentir nunca el pánico producido por un ataque de asma.

Esta absorción sanguínea no hacía de Zack un vampiro. El Amo impedía que los gusanos de sangre llegaran a la boca del muchacho. El único deseo del Amo era ver a Zack sano y confortable. No obstante, la verdadera causa de la afinidad y de la admiración del muchacho hacia el Amo no residía en el poder que este ejercía, sino en el poder que le concedía. Parecía evidente que Zack era especial de algún modo. Era diferente, privilegiado entre los humanos. El Amo lo había elegido para ser el centro de sus atenciones. A falta de un término más apropiado, el Amo le había ofrecido su amistad.

Como lo del zoológico: cuando Zack se enteró de que el Amo iba a clausurarlo, protestó. El Amo le ofreció conservarlo y dárselo con una condición: tendría que cuidarlo; tendría que alimentar personalmente a los animales y limpiar las jaulas. Zack aceptó el reto, y el zoológico de Central Park fue suyo. Así de simple. (También le ofrecieron el carrusel, pero esa era una atracción para niños; el propio Zack ayudó a desmantelarlo). El Amo concedía deseos como si fuera el genio de la lámpara maravillosa.

Evidentemente, Zack no era consciente de todo el trabajo que le esperaba, pero lo hizo lo mejor que pudo. La atmósfera alterada no tardó en llevarse la vida de algunos animales, incluidos el panda rojo y la mayoría de las aves, lo que facilitó su trabajo. Como nadie lo supervisaba, Zack fue espaciando cada vez más las horas de la comida. Le fascinaba ver cómo se volvían los animales los unos contra los otros, tanto los mamíferos como los reptiles. El gran leopardo de las nieves era su favorito, y también al que más temía; por eso lo alimentaba con mayor regularidad: en un principio le daba grandes trozos de carne fresca que llegaban en camión cada dos días. Y un buen día le dio una cabra viva. Zack la llevó a la jaula y observó desde detrás de un árbol al leopardo acechar a su presa. Luego le llevó una oveja y después un ciervo pequeño. Pero con el tiempo, el zoológico fue declinando, y las jaulas se contaminaron con los desperdicios animales que Zack estaba harto de limpiar. Muchos meses después, llegó a odiar el zoológico, y cada vez abandonaba más sus responsabilidades. Algunas noches oía los gruñidos de los animales, pero nunca el del leopardo de las nieves.

Cuando había pasado casi un año, Zack acudió al Amo y se quejó de que era demasiado trabajo para él.

Se abandonará entonces. Y los animales serán sacrificados.

—No quiero que ninguno sea sacrificado. Solo que… ya no quiero cuidarlos. Podrías hacer que cualquiera de los tuyos lo hiciera; nunca se quejaría.

Quieres que lo mantenga abierto únicamente para tu disfrute.

—Sí. —Zack había pedido cosas más extravagantes y siempre se las concedía—. ¿Por qué no?

Con una condición…

—De acuerdo.

Te he visto con el leopardo.

—¿En serio?

He visto cómo le das animales vivos para que los cace y los devore. Su agilidad y belleza te atraen, pero su poder te espanta.

—Supongo que sí.

También he visto cómo dejas morir de hambre a otros animales.

—Hay demasiados para cuidarlos… —protestó Zack.

Te he visto enfrentarlos entre sí. Tu curiosidad es bastante natural: observar cómo las especies inferiores reaccionan bajo el estrés. Es fascinante, ¿verdad? Verlos pelear para sobrevivir…

Zack no sabía si debía admitir eso.

Los animales son tuyos y puedes hacer lo que quieras con ellos. Y eso incluye al leopardo. Eres tú quien controla su hábitat y su horario de alimentación. No deberías tenerle miedo.

—Bueno…, no es eso realmente.

Entonces… ¿por qué no lo matas?

—¿Qué?

¿No has pensado cómo sería matar a un animal como ese?

—¿Matarlo? ¿Al leopardo?

Te has aburrido de cuidar el zoológico porque te parece artificial y poco natural. Tus instintos son correctos, pero tu método está equivocado. Quieres ser el dueño de estas criaturas primitivas, pero no están destinadas a vivir en cautiverio. Demasiado poder, demasiado orgullo. Solo existe una manera de poseer a un animal salvaje: hacerlo tuyo.

—Matarlo…

Demuéstrame que estás a la altura de esa tarea, y te recompensaré haciendo que tu zoológico permanezca abierto y los animales alimentados y bien cuidados, eximiéndote de tus deberes.

—Yo… no puedo.

¿Por su belleza o porque le tienes miedo?

—No, es solo… porque sí…

¿Te he negado algo? ¿Me has pedido alguna cosa que no te haya permitido tener?

—Un arma cargada.

Bien: haré que tengas un rifle para que lo uses dentro del zoológico. La decisión es tuya…, quiero que tomes partido…

Z
ack fue al zoológico al día siguiente porque quería probar el nuevo rifle. Lo encontró en la entrada, sobre una mesa donde se guardaban los paraguas. Era nuevo, de pequeño tamaño, con su culata reluciente de nogal con la cantonera protegida y el punto de mira en la parte superior. Solo pesaba unos tres kilos. Recorrió el zoológico con su rifle, avistando varios objetivos. Quería disparar, pero no sabía cuántos perdigones tenía. Era un rifle semiautomático, pero no estaba completamente seguro de saber recargarlo, aunque consiguiera más munición. Le apuntó a un letrero que decía: «Aseos», puso el dedo en el gatillo sin apretarlo demasiado, y el arma saltó en sus manos. La culata del fusil se estrelló contra su hombro, y el golpe lo empujó hacia atrás. La detonación produjo un fuerte estallido. Zack jadeó y vio el hilo de humo saliendo de la boca del cañón, y también que el letrero tenía un agujero sobre la «e».

Durante los días siguientes, Zack afinó su puntería con las exquisitas y caprichosas figuras en bronce de animales que adornaban el reloj Delacorte, en el que aún sonaba música cada media hora. Mientras las figuras se movían a lo largo de su trayectoria circular, Zack le apuntó a un hipopótamo que tocaba el violín. Erró los dos primeros tiros, y el tercero rozó a la cabra que tocaba la gaita. Frustrado, recargó el arma y esperó en un banco cercano a que el reloj volviera a dar la hora. Se adormeció con el sonido de las sirenas lejanas, y media hora después las campanas lo despertaron. Esta vez apuntó a su objetivo antes de que pasara, en lugar de seguir su movimiento. Le disparó tres veces al hipopótamo y escuchó con claridad el impacto de la bala sobre la figura de bronce. Dos días después, la cabra había perdido la punta de una de sus dos gaitas y el pingüino la mitad de su baqueta. Zack ya podía disparar a las figuras con velocidad y precisión. Pensó que estaba preparado.

El hábitat del leopardo consistía en una cascada y un bosque de abedules y bambúes, rodeados por una alta carpa de lona y una malla de acero inoxidable. El interior del terreno era escarpado y en su ladera unos tubos semejantes a túneles conducían al área de observación rodeada de ventanas.

El leopardo de las nieves descansaba sobre una roca y miró a Zack, asociando su llegada con la hora de comer. La lluvia negra le había manchado el pelaje, pero aun así el animal tenía un aspecto majestuoso. Medía más de un metro de alto, y podía saltar doce o quince metros si estaba motivado, como por ejemplo, cuando se lanzaba sobre una presa.

Saltó de la roca y comenzó a rondar en círculos. La explosión del rifle había contrariado al felino. ¿Por qué el Amo quería que Zack lo matara? ¿Cuál era su propósito? Exigirle ejecutar al animal más valiente para que los demás pudieran sobrevivir parecía un sacrificio.

Se asustó cuando el leopardo saltó hacia la malla que los separaba, enseñándole los colmillos afilados. Estaba hambriento y decepcionado al no oler ningún alimento, y a la vez inquieto por el disparo, aunque no fue eso lo que Zack interpretó. Saltó hacia atrás antes de recobrar la compostura, y apunto al animal para responder a su gruñido intimidante. La hembra describió un círculo cerrado sin apartar sus ojos de él. Su apetito era voraz, y Zack se dio cuenta de que necesitaba comer continuamente, y si la comida se acababa, se alimentaría de la mano que le daba de comer sin dudarlo un solo instante. Le atacaría si tenía que comer. Así de simple.

El Amo estaba en lo cierto: Zack sentía miedo del leopardo, y con razón. Pero ¿quién era el guardián y quién el mantenido? ¿Acaso la hembra no tenía a Zack trabajando para ella, alimentándola durante todos estos meses? Él era su mascota tanto como ella lo era de él. Y ahora que tenía el fusil en la mano, le pareció que aquello no estaba bien.

Zack detestó la arrogancia y la fiereza del felino. Caminó alrededor del recinto, seguido por el leopardo al otro lado de la malla. El muchacho entró en la zona restringida —«Solo para empleados»—, y miró a través de la rejilla de la puerta por la que introducía la carne o los animales vivos. La respiración agitada de Zack parecía llenar todo el recinto. Levantó la puerta vertical, sostenida por unas bisagras, que se cerró de golpe tras él.

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