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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (51 page)

El hombre que presidía la concentración de Poona era un periodista. Nathuram Godse acababa de cumplir los treinta y siete años, pero sus mofletes de niño le daban un aire más joven. Sus grandes ojos inocentes llamaban la atención por la intensidad de la mirada y por una especie de melancolía que acentuaba la mueca de sus labios. De un natural tímido y reservado, Godse se inflamaba en la acción. Esa misma mañana había expresado, a su manera, los sentimientos que le inspiraba la independencia de la India en la primera plana del periódico que dirigía, el
Hindu Rashtra (La Nación Hindú)
. El espacio reservado a su editorial cotidiano había sido dejado en blanco y enmarcado por una orla negra de luto.

Al pie de la bandera, se mostró más explícito aún. Las ceremonias de la Independencia en todo el país, explicó, no eran sino «un camuflaje destinado a ocultar al pueblo el hecho de que centenares de hindúes están siendo ya asesinados, y centenares de mujeres secuestradas y violadas. La vivisección de la India es una calamidad que condena a millones de indios a horribles sufrimientos». Y eso era «obra del partido del Congreso y, ante todo, de su jefe, Gandhi».

Al término de la arenga, Nathuram Godse invitó a sus tropas a saludar el emblema de su movimiento. Luego, con el pulgar de la mano derecha apuntando al corazón y la palma vuelta hacia el suelo, prestaron juramento: «Juro a la patria que me ha dado la vida y en la que he crecido, que mi cuerpo está dispuesto a morir por su causa». Ante estas palabras, Nathuram Godse se sintió invadido una vez más por una oleada de orgullo. Durante toda su vida no había conocido sino el fracaso, tanto en la escuela como en la media docena de oficios que había ejercido. Todo le había salido mal, hasta el día que abrazó la doctrina extremista del R.S.S.S. Impregnándose de sus enseñanzas y de su literatura, aprendiendo a escribir y a hablar en público, se convirtió en uno de los mejores polemistas del movimiento. Y, ahora, se proponía asumir un nuevo papel, de carácter místico esta vez. Él sería el vengador de la India, limpiándola de los enemigos de una resurrección hindú.

De todas las grandiosas ceremonias que celebraron la Independencia en Nueva Delhi, la más conmovedora fue, sin duda, una merienda infantil en la que la familia Mountbatten se mezcló sin protocolos con millares de jóvenes indios, símbolos de la nueva India.

Sin embargo, el recuerdo más espectacular dejado por esta jornada del 15 de agosto de 1947 sería el acto de izar la bandera india en la capital, a las cinco de la tarde, en la explanada próxima al arco de greda amarilla dedicado a los noventa mil indios muertos por el Imperio británico durante la Primera Guerra Mundial.

Los colaboradores de Lord Mountbatten habían previsto la presencia de treinta mil indios. Se equivocaron en medio millón. Nadie había visto jamás nada parecido a aquella marea humana que se derramaba sobre la capital. Surgiendo de todas partes, las masas que habían convergido en la ciudad por la mañana engullían la pequeña tribuna levantada junto al mástil. Parecía, recuerda un testigo, «un pontón zarandeado por un océano enfurecido». Las barreras, las cuerdas destinadas a canalizar los espectadores, los recintos reservados, los policías, todo había sido arrastrado por la irresistible marea humana. Perdido en esta masa en movimiento, Ranjit Lal, el campesino que salió al amanecer de su aldea de Chatharpur, pensó que solamente se podían congregar tales multitudes para los
Kurnbha mela
, las grandes peregrinaciones a las orillas del Ganges. La muchedumbre era tan compacta que ni él, ni su mujer ni sus hijos podían mover los brazos, hasta el punto de verse en la imposibilidad de comer los
chapati
que habían llevado.

Muriel Watson y Elizabeth Ward, las dos ayudantes de Lady Mountbatten, llegaron poco antes de las cinco. Se habían puesto elegantes vestidos de cóctel, con guantes blancos hasta los codos y sombreritos de plumas multicolores. En seguida fueron absorbidas por los remolinos, levantadas del suelo, arrastradas por el oleaje. Agarrándose una a otra, desaparecidos sus sombreros y con los vestidos desgarrados, lucharon desesperadamente para no quedar asfixiadas. Por primera vez en su vida, Elizabeth Ward, que, no obstante, había acompañado a Lady Mountbatten en tantas misiones peligrosas, se sintió presa del pánico.

—Nos van a pisotear —gritó a su amiga.

—Gracias a Dios, están descalzos —la tranquilizó Muriel Watson.

Pamela Mountbatten, de diecisiete años, llegó a la explanada acompañada de dos amigos de su padre. Con grandes esfuerzos, los tres se abrieron paso en dirección a la pequeña tribuna oficial. A menos de cincuenta metros, tropezaron con un muro infranqueable de personas sentadas en el suelo.

Al ver a la muchacha desde la plataforma en que ya se encontraba, Nehru le gritó que se acercase pasando por encima de los que estaban sentados en tierra.

—¡Imposible! Llevo zapatos de tacón.

—¡Quíteselos!

—Oh, nunca me atrevería —se rebeló Pamela.

—Entonces, consérvelos puestos —se impacientó Nehru—, y camine, simplemente, sobre la gente. Nadie dirá nada.

—¡Pero los tacones los van a herir!

—Déjese de chiquilladas —gritó Nehru—, descálcese y venga de prisa.

Con un suspiro de impotencia, la hija del último virrey de la India se quitó sus escarpines y se dispuso a pasar por encima de la alfombra humana que la separaba de la tribuna. En el buen humor general, un bosque de brazos se elevó inmediatamente hacia ella para facilitar su acrobático avance.

En el instante en que los turbantes de los jinetes de la escolta del primer gobernador general de la India surgieron por encima de las cabezas, una ola interna levantó literalmente a la multitud. Mientras observaba el lento avance de la carroza de sus padres, Pamela Mountbatten fue testigo de un espectáculo increíble. Había allí millares de mujeres con niños en brazos. Temiendo ver a sus hijos aplastados por los apretones, tomaron una iniciativa desesperada. Los lanzaron al espacio libre que se abría sobre sus cabezas, volviéndolos a echar al aire como pelotas cuando caían de nuevo. En un momento, el cielo quedó lleno de millares de niños. «Dios mío —pensó la joven inglesa, estupefacta—, llueven niños».

Mountbatten comprendió al instante que no existía la más mínima posibilidad de ver respetado el protocolo previsto para el acto de izar la bandera. Ni siquiera podía bajar de su landó.

—Hay que izar la bandera —le gritó a Nehru—. Al diablo la música. La banda está bloqueada con la guardia de honor.

A pesar del confuso rumor que emanaba de la muchedumbre, su voz fue oída en la tribuna. El emblema amarillo, blanco y verde de una India libre se elevó al punto, mientras, en pie en su carroza, lo saludaba el bisnieto de la reina Victoria.

Al aparecer la bandera, una frenética ovación brotó de quinientos mil pechos. En el júbilo de este instante, la India olvidaba la derrota de Plassey, la represión de los sublevados de 1857, la matanza de Amritsar. Olvidaba las humillaciones de la ley marcial, las cargas de los policías, el torbellino de sus
lathi
, las ejecuciones de los mártires de la Independencia.

Tres siglos de sufrimientos se desvanecían en la desbordante alegría. Hasta los propios cielos parecían querer bendecir el acontecimiento. Al llegar a lo alto del mástil, la bandera quedó aureolada por un arco iris, el arco del dios Indra que une el cielo y la tierra. Para este pueblo atento al lenguaje del más allá y respetuoso hacia las voluntades celestes, este signo no podía ser sino la manifestación de la presencia divina: el anaranjado, el amarillo y el verde del espectro solar daban una dimensión universal a su bandera.

—Si el propio Dios nos envía este presagio —exclamó una voz—, ¿quién podrá interponerse en nuestro camino?

El regreso de Louis y Edwina Mountbatten al palacio iba a hacerles vivir una experiencia inolvidable. Su carroza semejaba una balsa arrojada a merced de las olas de la exuberante multitud. Llevado de brazo en brazo por sus exultantes compatriotas, Nehru logró reunirse con ellos. Parecía, pensó Mountbatten, «una especie de gigantesca romería de casi un millón de personas que se divierten como no se han divertido jamás en toda su vida». Esta explosión de alegría espontánea e incontrolable reflejaba la verdadera significación de esta jornada. De pie en medio del bosque de manos que se tendían hacia él, Mountbatten buscaba el límite de este océano de cabezas; le pareció infinito. Por lejos que dirigiera su mirada, seguía encontrando la muchedumbre. Tres veces seguidas, el gobernador general y su esposa se inclinaron para levantar a una mujer que estaba a punto de caer bajo las ruedas del carruaje. Instaladas sobre los cojines de cuero negro confeccionados para el rey y la reina de Inglaterra, las tres náufragas atravesaron maravilladas la multitud, al lado del último virrey y de la última virreina de la India.

Mas, por encima de todo, para Louis y Edwina Mountbatten, el recuerdo de esta jornada permanecería asociado a un grito, un grito vibrante e incansablemente repetido. Ningún inglés había tenido antes que ellos el privilegio de suscitar un homenaje tan pleno de emoción y de sinceridad. Silabeadas como salvas triunfales, estallaron sin cesar las aclamaciones de la multitud:
Mountbatten ki Jai!
(«¡Viva Mountbatten!»)

A diez mil kilómetros de las exultantes multitudes de Nueva Delhi, en el corazón de las Highlands de Escocia, un automóvil oficial penetró ese día en el patio del castillo de Balmoral. Su pasajero fue introducido en el despacho de trabajo donde le esperaba el rey Jorge VI. El conde de Listowel, último secretario de Estado para Asuntos indios, informó oficialmente a Su Majestad que Gran Bretaña había transmitido sus poderes a las autoridades indias. Este acto modificaba irrevocablemente el carácter del reinado del monarca británico: a partir de entonces, ya no tenía derecho al título de Rex Imperator.

Quedaba por realizar una última formalidad para ratificar este cambio. El ministro debía restituir al rey los sellos que habían sido las garantías de su cargo, la encarnación de los lazos que unían el Imperio de la India con la Corona británica. Por desgracia, estos sellos no existían. Alguien los había extraviado hacía mucho tiempo. El único recuerdo que el último secretario de Estado para Asuntos indios podía ofrecer al soberano de este Imperio que jamás visitó era una respetuosa inclinación de cabeza y el simbólico ademán de tenderle la mano.

Sobre la capital de la India salía el crepúsculo, al mismo tiempo que volvía a posarse el polvo levantado por un millón de pies. Las multitudes continuaban recorriendo las calles cantando, gritando y abrazándose. En la Vieja Delhi, junto a las murallas del Fuerte Rojo, millares de alborozados indios participaban en un gigantesco carnaval de encantadores de serpientes, malabaristas, echadores de la buenaventura, osos sabios, luchadores, músicos, trasagables, faquires que se atravesaban las mejillas con alfileres. Otros salían por millares de la ciudad en interminables caravanas multicolores y regresaban hacia sus aldeas. Ranjit Lal, el campesino brahmán de Chatharpur, se hallaba entre éstos. Con gran cólera por su parte, el cochero de
tonga
que había pedido por la mañana cuatro
anna
por llevarle a Nueva Delhi, exigía ahora ocho veces más por devolverle a su casa. Considerando que eso era pagar muy cara la libertad, Ranjit Lal y su familia hicieron a pie los treinta kilómetros del trayecto.

Solos por fin en sus aposentos privados, Louis y Edwina Mountbatten cayeron uno en brazos del otro. Estaban resplandecientes de felicidad y de emoción. La rueda de su destino acababa de describir un giro completo. En las calles de la ciudad que, un cuarto de siglo antes, había visto nacer su amor, acababan de compartir la misma apoteosis. Aunque había saboreado ya la embriaguez de recibir la capitulación de 750.000 japoneses, jamás viviría el almirante un momento comparable a la desenfrenada celebración del fin de la guerra, pensaba Mountbatten, aun cuando esta vez se tratase «de una guerra ganada por las dos partes, una guerra sin vencidos».

El día siguiente por la mañana, se presentó en la puerta del número 10 de Downing Street un visitante que llegaba de Nueva Delhi. El Primer Ministro Clement Attlee tenía todas las razones para estar satisfecho. La independencia de la India había estado acompañada de manifestaciones de buena voluntad hacia la Gran Bretaña que nadie hubiera podido esperar seis meses antes. Comparando la actitud de Inglaterra con la de los Países Bajos en Indonesia y de Francia en Indochina, una personalidad india había observado: «No podemos por menos de admirar el valor y el sentido político del pueblo británico».

Louis Mountbatten, sin embargo, había enviado a Londres a su secretario particular, George Abell, para poner a Attlee en guardia contra las falsas esperanzas que podían suscitar tales declaraciones. El modo en que se había resuelto la cuestión de la independencia, declaró George Abell al Primer Ministro, constituía un triunfo tanto para su Gobierno como para el hombre que había designado virrey, pero no había que congratularse demasiado pronto, recomendó, ni demasiado ostensiblemente, pues la división del subcontinente indio iba a originar ineluctablemente «el más espantoso baño de sangre».

Attlee dio unas cuantas chupadas a su pipa e inclinó tristemente la cabeza. «Tranquilícese —prometió—, de aquí no saldrá ninguna declaración altisonante». No se hacía «ninguna ilusión». Se había conseguido algo gigantesco, pero también él sabía que habría que pagar su precio.

En Nueva Delhi, había llegado el momento de abrir la caja de Pandora. Antes de entregarlos a sus destinatarios, Lord Mountbatten contempló una vez más los dos grandes sobres amarillos. Cada uno de ellos contenía un juego de nuevos mapas geográficos de la península, así como una docena de folios mecanografiados. Eran los últimos documentos oficiales que Inglaterra legaría a la India, los últimos eslabones de una larga cadena que había comenzado por la concesión de la carta real de Isabel I a la
East India Trading Company
en 1599 y culminado en la ley sancionada hacía menos de un mes con las palabras rituales
«le Roi le Veult»
. Ninguno de los textos había tenido consecuencias comparables a las que iban a producir estos dos últimos documentos.

Mountbatten remitió uno de los sobres a Jawaharlal Nehru, Primer Ministro de la India, y el otro Liaquat Ali Khan, Primer Ministro del Pakistán, y les propuso que estudiaran su contenido con sus colaboradores antes de venir a discutirlo con él.

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