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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (47 page)

Esta época había comenzado un día de verano del año 1492 en un pequeño puerto de España. Habiendo zarpado por las rutas infinitas de los océanos en busca de la India, Cristóbal Colón había descubierto América por error. Cuatro siglos y medio de la historia del hombre presentaban la huella de este descubrimiento y de sus consecuencias: la explotación religiosa, económica y política de los pueblos de color de todo el mundo por el occidente cristiano. Aztecas, incas, swahilis, egipcios, iraquíes, hotentotes, chinos, argelinos, birmanos, filipinos, marroquíes, vietnamitas, un interminable mar de pueblos, de naciones, de civilizaciones que cuatrocientos cincuenta años de experiencia colonial habían diezmado, empobrecido, educado, envilecido, convertido, enriquecido, explotado o económicamente estimulado y, siempre, irrevocablemente transformado. Las multitudes hambrientas de un continente en oración acababan de arrancar su libertad a los arquitectos del más grande imperio que había producido esta colonización cristiana, un imperio cuyas dimensiones, población e importancia superaban a las de Roma, Babilonia, Cartago y Grecia. En lo sucesivo, ningún otro imperio colonial podría durar mucho tiempo. Sus jefes podrían intentar oponerse a la marcha de la Historia con discursos y con las armas: sus esfuerzos serían vanas y sangrientas tentativas condenadas al fracaso. De una manera irrevocable, definitiva, la independencia de la India ponía fin a un capítulo de la historia de la Humanidad.

Afuera, el diluvio había cesado súbitamente, y la multitud manifestaba su alegría. Cuando apareció Nehru, millares de personas se precipitaron hacia él en una loca avalancha que amenazó engullirle juntamente con sus ministros. Observando el tenue cordón de policías que intentaban contener esta marea humana, Nehru sonrió.

—¿Sabe usted? —manifestó a uno de sus compañeros—. Hace exactamente diez años, tuve en Londres una disputa con el virrey Lord Linlithgow. Yo estaba tan encolerizado que le grité: «Que me ahorquen si la India no es independiente dentro de diez años». Me respondió: «Oh, no corre usted ningún riesgo. La India no será independiente mientras yo viva, señor Nehru, ni mientras viva usted».

Más allá de los muros del Parlamento de Nueva Delhi, en la inmensidad de los dos Estados que acababan de nacer, la llamada de la caracola encontró su eco en la alegría delirante de millones de hombres.

En Bombay, un policía clavó un cartel con la inscripción «Cerrado» en la puerta de la ciudadela de la supremacía blanca, el «Yacht Club». Este lugar, en el que tres generaciones de sahibs habían degustado su whisky a cubierto de toda mirada indígena, iba a convertirse en la cantina de los cadetes de la Marina india. En Simla, con la última campanada de la medianoche, centenares de hombres y de mujeres en
dhoti
y en sari se precipitaron cantando sobre el Mall, la avenida por la que ningún indio había tenido nunca derecho a circular con su traje nacional. Otros centenares de personas invadieron los restaurantes y las pistas de baile del hotel «Firpo» en Calcuta, del «Faletti» en Lahore, del famoso «Taj Mahal» en Bombay, reservados hasta entonces para los clientes con esmoquin y vestidos de noche
[33]
. Nueva Delhi celebraba esta gloriosa noche con una orgía de iluminaciones. El gran centro comercial de Connaught Circus y las callejuelas de la ciudad vieja centelleaban de bombillas amarillas, blancas y verdes. Los templos, las mezquitas y los
gurudwara
sikhs estaban enguirnaldados con faroles multicolores, al igual que el Fuerte Rojo de los emperadores mogoles. El más célebre templo moderno de Nueva Delhi, el Birla Mandir, con sus cúpulas y sus recargadas molduras de yeso cubiertas de lamparillas, semejaba alguna alucinación de Luis II de Baviera. En el barrio de los barrenderos-poceros, donde con tanta frecuencia residiera Gandhi, la independencia aportaba un beneficio desconocido hasta entonces para estas pobres gentes: la luz. El Ayuntamiento les había regalado las velas y las lámparas de aceite que iluminarían esta noche sus tugurios en honor a la libertad. En bicicleta, en tonga, en camión, a pie, incluso a lomos de elefante, todos afluían hacia el centro de Nueva Delhi para cantar su alegría en un impetuoso arranque de fraternidad. Los restaurantes y los cafés de Connaught Circus estaban abarrotados. El bar del hotel «Imperial», uno de los santuarios de los antiguos colonizadores, se hallaba invadido por jubilosos indios. Instantes después de la medianoche, uno de ellos se subió al mostrador para pedir a sus compatriotas que cantaran con él el himno nacional. Un clamor de gozo acogió esta invitación, pero, después de haber entonado el estribillo del poeta nacional Rabindranath Tagore, la mayoría de los cantantes hicieron un desconsolador descubrimiento: conocían la letra del
God Save The King
, pero no la del himno de su país. En el hotel «Maiden», el establecimiento más célebre de la Vieja Delhi, una encantadora india iba bailando de mesa en mesa para sellar con su lápiz de labios el amuleto de un
tilak
escarlata en la frente de todos los presentes.

En la sombra cómplice de una plaza próxima al centro de la ciudad, el periodista Kartar Duggal Singh celebró la independencia de su país de una manera muy personal. Abrazó a Aisha Ali, la bella estudiante de Medicina que había conocido pocos días antes. Su abrazo fue el primero de una larga y maravillosa historia de amor, comenzada, sin embargo, bajo los' auspicios más desfavorables. Iba a contracorriente de esas otras pasiones que no tardarían en devastar el norte de la India. Kartar Duggal Singh era sikh. Aisha Ali, musulmana
[34]
.

A pesar de la exuberancia de esta noche de Independencia, los primeros signos de la tempestad se habían manifestado ya en el corazón mismo de la capital. En sus barrios de la Vieja Delhi, numerosos musulmanes murmuraban la nueva consigna lanzada por los fanáticos de la Liga musulmana: «Hemos obtenido el Pakistán por derecho, ahora vamos a conquistar el Indostán por la fuerza».

Aquella mañana, el
mullah
de una mezquita recordó a sus fieles que los musulmanes habían reinado sobre Delhi durante siglos y que
«Inch Allah
, con la gracia de Dios, iban a reinar de nuevo». Recíprocamente, refugiados hindúes y sikhs del Penjab hacinados en improvisados campamentos en torno a la ciudad amenazaban transformar los barrios musulmanes de la capital en una gigantesca hoguera de alegría para celebrar la independencia.

En esta noche de fiesta, una predicción expresó la inquietud que comenzaba a apuntar. Al oír el concierto de las caracolas y de los clamores populares, V. P. Menon, el brillante funcionario indio que había retocado en Simla el plan de partición de Mountbatten, asumió de pronto una expresión grave. «Ahora es cuando va a empezar nuestra pesadilla», anunció a sus hijos.

Para millones de otros indios en toda la península, esta medianoche del 14 de agosto señalaba el comienzo de veinticuatro horas de júbilo y diversiones. En el fuerte de Landi Kotal, que dominaba el paso de Khyber, corderos enteros se asaban sobre una docena de braseros. Los oficiales paquistaníes y los tiradores del
Khyber Rifles
festejaban la ocasión con sus enemigos tradicionales, los montañeses de las tribus pathans. El coronel ofreció a su adjunto e invitado de honor, el capitán inglés Dance, el bocado más selecto, el hígado de un cordero envuelto en la piel amarillenta y grasienta de un trozo de intestino. A la primera campanada de la medianoche, los hombres de las tribus cogieron sus fusiles y dispararon una salva de balas en la noche gritando: «¡El Khyber es nuestro, el Khyber es nuestro!»

En Cawnpore, la ciudad maldita de las matanzas de la sublevación de 1857, ingleses e indios se abrazaron por las calles. En Ahmedabad, la capital de la industria textil en que Gandhi organizó las primeras huelgas, un joven maestro que había sido encarcelado en 1942 por desplegar una bandera india recibió el honor de izar el emblema nacional en el Ayuntamiento.

En Lucknow, los notables de la ciudad se congregaron en la residencia del gobernador para la ceremonia de izar la bandera. Las invitaciones impresas especificaban: «Vestido nacional. Se recomienda el
dhoti»
. Rajeshwar Dayal, funcionario indio de la Administración británica, se asombró de esta precisión. Acostumbrado a las ropas y las corbatas blancas de sus antiguos amos, no poseía siquiera
dhoti
. El ambiente de la recepción fue completamente distinto de las reuniones oficiales de antaño. Apenas se hubieron abierto las puertas, una nube de mujeres y niños se lanzaron desenfrenadamente sobre los pasteles y las golosinas. Al ver elevarse la bandera de su país, a Dayal le vino a la mente un curioso pensamiento que traducía bien el modo en que los ingleses habían reinado sobre la India. En catorce años de servicio, había tenido muchos colegas británicos. Ninguno, sin embargo, fue jamás un «amigo».

En Madrás, Bangalore, Patna, en millares de ciudades y de aldeas, las multitudes entraron a medianoche en los templos para depositar pétalos de rosa al pie de las divinidades e implorar sus bendiciones sobre la nueva nación. En Benarés, el repostero más reputado hizo un excelente negocio confeccionando una tarta de Independencia con los colores nacionales a base de pasta de naranja, arroz con leche y pistache.

Pero en ninguna parte fue celebrada la Independencia con más fervor y entusiasmo que en el gran puerto de Bombay. A las doce en punto de la noche, desde el balcón de su residencia, el Primer Ministro de la provincia gritó «¡Sois libres!» a la multitud congregada bajo sus ventanas. Las dos mágicas palabras levantaron una fantástica ovación. Sobre los adoquines de esta metrópoli, a menudo enrojecidos por la sangre de los patriotas caídos bajo los golpes de
lathi
, en esta ciudad cuya historia se hallaba inextricablemente mezclada con el combate de la India por la libertad, en las calles que habían visto tantas manifestaciones, tantos
hartal
, tantas huelgas, todo un pueblo se abandonó a la más desenfrenada alegría. Desde el barrio residencial de Marine Drive hasta los lejanos poblados de chabolas de Parel, desde las villas de Malabar Hill hasta el sórdido revoltijo del mercado de los ladrones, Bombay no era más que un lago de luces. «Medianoche se había vuelto mediodía —escribió un periodista—. Era un nuevo Diwali, un nuevo Id, un Año Nuevo, eran todas las celebraciones de esta tierra de fiestas reunidas en una sola, pues era la fiesta de libertad».

Otra serie de recepciones que no tenían ningún carácter de regocijo, inauguró también el comienzo de la nueva Era en los palacios de varios representantes de la vieja India de los príncipes. El tiempo de los maharajás había pasado. Para la mayoría de ellos, el 15 de agosto sería un día de duelo. El nizam de Hyderabad ofreció en su palacio iluminado un banquete de despedida a los funcionarios británicos de su reino, cuya misión finalizaba esta noche, al mismo tiempo que se rompían los privilegiados lazos que le unían con la Corona de Inglaterra. La exuberancia de la numerosa prole del nizam y la elegancia de las mujeres no impidieron que la velada se desarrollara en una atmósfera de velatorio. Al final de la cena, justo antes de medianoche, el viejo monarca, vestido con remendados pantalones, se levantó para proponer un último brindis por el rey-emperador. John Peyton, uno de los comensales ingleses, observó el lúgubre rostro de su anfitrión. «Es triste —pensó—, ver concluir doscientos años de historia en este único y patético gesto de despedida».

Para muchos indios, la noche en que habían soñado desde hacía tantos años fue una horrible pesadilla. Para el teniente coronel Jangu T. Sataravala, un parsi cubierto de condecoraciones del
Frontier Forcé Rifles
, quedaría siempre asociada a la visión más estremecedora: la de los cuerpos horriblemente mutilados de toda una familia de hindúes ardiendo en las ruinas de un arrabal de Quetta, en el Beluchistán. A su lado, asesinados con igual salvajismo, yacían los cadáveres de la valerosa familia musulmana que había ofrecido su hospitalidad a aquellos hindúes.

Sushila Nayar, una joven médico, había pasado dos años en la cárcel y consagrado su vida a la causa que culminaba esta noche. Sin embargo, no experimentaba alegría ni sensación de victoria. Enviada por Gandhi a un campamento de refugiados del Penjab, sólo tenía conciencia de la miseria de los millares de desgraciados que ella había tenido a su cargo y que escrutaban sin cesar la oscuridad ante el temor de ver surgir musulmanes llegados para matarlos.

Lahore, la ciudad que hubiera debido ser la más alegre de todas, ofrecía un espectáculo de desolación. Llegado el atardecer con sus gurkhas, el capitán Robert Atkins vio correr hacia su vivaque una muchedumbre de hindúes aterrorizados. Aferrados a sus hijos, a un hato de ropa, a un colchón, imploraban la protección de los soldados. Unos cien mil hindúes y sikhs estaban sentados en las murallas de la vieja Lahore, sin agua, cercados por las llamas de los incendios, acosados por grupos de musulmanes prestos a saltar sobre los que se aventurasen a salir. Los incendiarios habían prendido fuego ya al más célebre
gurudwara
sikh y saludado con ovaciones los gritos de sus víctimas que estaban a punto de abrasarse en el interior.

Por el contrario, Calcuta, la ciudad maldita, se disponía a vivir una sorprendente metamorfosis. Ésta había comenzado tímidamente antes de ponerse el sol, cuando una procesión de hindúes y de musulmanes se había dirigido hacia Hydari Mansion, el cuartel general de Gandhi. A su paso, la atmósfera se iba modificando poco a poco. En las junglas miserables de Kelganda Road y en torno a la estación de Sealdah, los
goonda
hindúes y musulmanes enfundaban de nuevo sus puñales para colgar juntos banderas indias en los faroles y balcones. Los jeques abrían sus mezquitas a los adoradores de Kali; éstos, en compensación, invitaban a los musulmanes a entrar en sus templos para contemplar las estatuas de la diosa de la destrucción.

Fanáticos que, veinticuatro horas antes, estaban dispuestos a degollarse mutuamente, se abrazaban ahora en la calle. Mujeres y niños hindúes y musulmanes intercambiaban golosinas. Para el escritor bengalí Kumar Bose, Calcuta recordaba «la noche de Navidad en la película
Sin novedad en el frente
, cuando los soldados franceses y alemanes salen de sus trincheras para olvidar durante unos breves instantes que son enemigos».

Mientras la India se entregaba a su alegría, una pequeña revolución sacudía la vasta mansión que había sido el santuario del poder imperial británico. De un extremo a otro del palacio de Nueva Delhi, un ejército de criados se afanaba por hacer desaparecer los símbolos imperiales susceptibles de herir la sensibilidad de una nación que había alcanzado la libertad. Un grupo de sirvientes iban de habitación en habitación sustituyendo el papel de cartas con el membrete de
«Viceroy's House»
por nuevas hojas que llevaban la mención «
Government House
». Otros tenían la misión de hacer desaparecer las armas imperiales de la sala del trono. Una serie de insignias escapó al cambio. El monograma del vizconde Mountbatten de Birmania continuaría figurando en las cajas de cerillas, las fajas de los cigarros puros, las pastillas de jabón y la mantequilla en molde del palacio.

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