»Pues hemos disuelto los temores que nos dominaban en vano, y en cuanto a los pesares, hemos hecho cesar los vacuos sobre el futuro, y los físicos los hemos reducido a un mínimo en su conjunto…»
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Y a continuación venían algunos de los lemas y consejos capitales de Epicuro.
Aún hoy es difícil acercarse a esta filosofía epicúrea con desinterés e imparcialidad. De ella nos admiran todavía dos rasgos: su coherencia y su vitalidad. Filosofía para la vida, surgida en un momento de crisis y de desesperanza, ofrece soluciones a una problemática eterna, la de la muerte, el dolor, el temor ante el futuro, el incierto destino del hombre. Los mismos temas nos acucian aún, y ante las consideraciones de Epicuro hay que decidir una postura vital con personales e indeclinables riesgos. De la experiencia histórica de su momento, él supo extraer una consecuencia crítica sobre el existir personal, una visión del mundo que tal vez algunos puedan calificar de pesimista, la de que no hay un sentido natural ni trascendente en el universo ni en la vida humana, y de que la sociedad con su estructura de poder amenaza el único bien auténtico del individuo: su libertad personal. En esa situación, la Filosofía se hace mester de desconfianza en los valores reconocidos por la retórica oficial y se refugia en la subjetividad individual. Falta de fe en las síntesis y en las ideas trascendentes, acude a los elementos mínimos: las sensaciones placenteras en la moral y los átomos de la materia como último reducto para edificar su comprensión de una realidad despiadada en su insignificancia. El materialismo filosófico, que se relaciona con una física atomista y una teoría empirista del conocimiento, concluye en una ética individual que sitúa el fin de la vida en la felicidad de los placeres serenos de este mundo, negando cualquier providencia trascendente con sus efectos de temores y esperanzas. Es ésta una respuesta al problema del vivir humano cuya radicalidad no puede ser ignorada. Una solución demasiado humana y terrestre para el sentir de algunos, lo que ha producido santas y venerables indignaciones contra los epicúreos, y ha favorecido, como decíamos, la pérdida de la mayor parte de la obra escrita de Epicuro.
Frente al desprecio crítico de Hegel, el joven Karl Marx, en su tesis doctoral sobre
Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro
(1841), subraya el profundo sentido humanista de la filosofía epicúrea y destaca el esfuerzo de Epicuro por acomodar en un universo materialista de mecánica atómica un espacio para la libre actuación del hombre.
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Lenin, contestando a Hegel, anota que Epicuro «pasa junto al fondo del materialismo y de la dialéctica materialista».
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Y esta analogía en su concepción del universo ha atraído hacia Epicuro la simpatía teórica de muchos marxistas, que ven en él «el representante de la dialéctica materialista de los griegos». «En realidad Epicuro defendía la ciencia contra la religión, la dialéctica contra la escolástica, la «línea materialista» de Demócrito contra la «línea idealista» de Platón», ha escrito recientemente un profesor de la Universidad de Moscú, con exageración un tanto simplista.
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Mucho más ponderado era el parecer de Kant, quien, aunque sólo conocía el epicureísmo a través de autores latinos, suele citar este sistema como lo opuesto al platonismo en una extremada alternativa que el filósofo crítico debería evitar: es el «empirismo dogmático» frente al «dogmatismo racionalista». Kant elogia el empirismo gnoseológico en que se apoya la Física epicúrea, pero rechaza las consecuencias morales negativas del epicureísmo desde el punto de vista de la «razón práctica». Epicuro no distinguía, a su parecer, entre «ignorar» y «negar»; y el prolongamiento dogmático del escepticismo y el materialismo inicial no le habría permitido postular una ética del deber, como lo permite el agnosticismo metafísico de la crítica kantiana. El enfrentamiento con Platón y la íntima conexión entre Física y Etica en Epicuro están bien esquematizados por el agudo sentido filosófico de Kant.
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Sobre este enfrentamiento y esta relación volveremos a insistir.
De momento queremos sólo sugerir que el intento por comprender la filosofía de Epicuro puede ser algo más que una curiosidad histórica, resucitada a expensas de la penosa erudición filosófica. La verdadera comprensión implica algo más.
En el reconocimiento de la dialéctica vital de un pensamiento y su dinámica sociohistórica puede haber una lección de vivo interés personal, incluso a veintitantos siglos de distancia. La devoción proverbial que en sus discípulos suscitaban los sencillos consejos del filósofo ateniense, ese amable «dios del Jardín», como decía Nietzsche,
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puede encontrar ecos todavía. En nuestros días, filólogos como A. Bonnard o B. Farrington tienen para él palabras que recuerdan el entusiasmo de Diógenes de Enoanda, o de Lucrecio, o la simpatía del erudito Diógenes Laercio.
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Y no deja de ser sintomático que en un reciente congreso filológico en torno al epicureísmo griego y latino, dos de los más famosos historiadores actuales de la Filosofía antigua, P. M. Schuhl y J. Brun, trataran de la semejanza entre la filosofía epicúrea y el pensamiento contemporáneo. La ponencia del primero se titulaba
Actualidad del epicureísmo
y la del segundo
Epicureísmo y estructuralismo
, coincidiendo ambos en señalar las analogías notables entre el sistema del antiguo pensador, materialista, antimetafísico, hedonista, y anárquico, y algunas de las corrientes intelectuales más avanzadas del momento presente.
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Ya a primera vista el sistema filosófico de Epicuro destaca más por su coherencia que por su originalidad. Recoge en una nueva síntesis algunas teorías anunciadas por pensadores anteriores de la tradición filosófica griega: el atomismo físico de Leucipo y Demócrito, el hedonismo de Aristipo de Cirene, el empirismo de Aristóteles, la búsqueda de la ataraxia de los escépticos; y en su rechazo de las convenciones sociales y de la política, coincide con los cínicos, los escépticos y los primeros estoicos.
Toda filosofía tiene un carácter dialéctico; pretende ser antítesis de unos sistemas filosóficos precedentes y síntesis de otros para responder a sus perdurables problemas.
Epicuro, como otros filósofos helenísticos, se encuentra con un rico pasado filosófico que, en parte, recoge, con notables retoques, como en lo que respecta a la Física de Demócrito y a la teoría ética del hedonismo. Sin embargo, después de las críticas platónicas y aristotélicas, el retorno de Epicuro a estas bases teóricas materialistas se hace con una nueva conciencia.
En el mismo respecto la posición del filósofo viene definida por el rechazo de una parte de esa tradición. En este caso la oposición más extrema está marcada por su enfrentamiento a Platón. Ya hemos señalado que este rasgo había sido perspicazmente subrayado por Kant; y, en definitiva, el libro reciente de B. Farrington ha vuelto a destacar esta antítesis insistiendo en su aspecto político. Es un buen método para definir el de referirse a los términos opuestos, y evidentemente, el platonismo representa el opuesto del epicureísmo en casi todos sus aspectos.
Epicuro no alude explícitamente a esta decisiva oposición. Sabemos que nuestro filósofo, al contrario que algún estoico pedante como Crisipo, no solía hacer citas en sus escritos. Pero la polémica se siente latente en su obra. En el mundo de los átomos no ocupaban ninguna función las arquetípicas ideas. Del mismo modo, Platón, frecuentemente generoso con sus adversarios, había silenciado el nombre del fecundo Demócrito, como si en él recelara un peligroso enemigo o como si su obra no mereciera la pena de salvarse del olvido. Los postulados básicos del platonismo (duplicidad del mundo inteligente y mundo sensible, enfrentamiento de cuerpo y alma, carácter divino del alma humana inmortal y anhelante del mundo trascendente, desprecio del cosmos físico, creencia en unos valores éticos y políticos absolutos, y exigencia de una utópica jerarquía social para establecer el reino de la justicia del gobierno de los filósofos) habían sufrido ya críticas duras de Aristóteles. Los discípulos de la Academia no parecen haber sustentado con energía la totalidad del sistema, sino que, como si profesaran el idealismo con mala conciencia, se dedicaron a la matemática. Pero Epicuro sostiene precisamente las tesis contrarias al platonismo: la existencia de un único mundo sensible y un único conocimiento auténtico, el de los sentidos, entre los que el básico es el tacto. Para Epicuro, el alma es también corporal y perece con su cuerpo, al disgregarse sus átomos; existen los dioses, pero no con fines modélicos ni teleológicos, sino como seres apáticos y ociosos, arrinconados en los espacios intercósmicos; los placeres básicos son los del cuerpo, los de la carne; la moral es relativa; el bien no es algo objetivo y trascendente, sino que está referido siempre al placer; y en fin, la sociedad basada en un orden justo le interesa al epicúreo muy poco.
La canónica epicúrea, su teoría del conocimiento, se basa en el papel primordial de las sensaciones, que nos suministran el material de nuestro conocimiento. Esta teoría empírica del conocimiento, en cuyos pormenores técnicos no conviene detenernos ahora, supone por sí misma una crítica radical del idealismo platónico y de toda la corriente racionalista griega que empieza en Parménides. Pero, con su empirismo, Epicuro se opone tanto al idealismo como a la teoría escéptica de que el conocimiento real es imposible. Si el empirismo resulta un freno a las ilusiones, un tanto ingenuas de la razón absoluta de fundar en sí la realidad, es a su vez una base para defenderse de otro de los grandes peligros de la Filosofía: el escepticismo. El agnosticismo radical de su contemporáneo Pirrón (360 - 270 a. C.) era una tentación atractiva en un mundo intelectual hastiado de controversias dogmáticas. Entre esos dos polos, idealismo y escepticismo, intenta Epicuro, de modo más radical que Aristóteles y Demócrito, tender el puente entre el sujeto cognoscente y la realidad objeto del conocer. El empirismo empieza con la desconfianza en el conocimiento; pero, a diferencia del escepticismo, pretende no concluir en ella, sino utilizarla sólo como un punto de partida para la toma de contacto posible con la realidad.
Para el fundamento gnoseológico y para su teoría física, Epicuro encontró una concepción ya elaborada en el atomismo, como visión materialista del mundo físico y del conocimiento, que había podido recoger probablemente a través de las enseñanzas de Nausífanes de Teos, discípulo de Demócrito y de Pirrón, cuya escuela frecuentó en su juventud (321-311). Parece que, de un modo general, también la teoría sobre el progreso de la humanidad que encontramos expuesta en Lucrecio (V, 922 -1455), puede ser una repercusión de las ideas de Demócrito, así como la concepción de la imperturbabilidad o ataraxia puede relacionarse con la teoría de Pirrón.
Los dos grandes sistemas metafísicos de Platón y de Aristóteles se resquebrajaban ya en manos de sus discípulos inmediatos, y sólo fragmentos de estos grandes edificios teóricos se desarrollaban en los cursos lectivos del Liceo, que derivaba hacia unos estudios científicos cada vez más especializados, y en los de la Academia, abocada hacia las matemáticas y el escepticismo. Como su casi coetáneo Zenón, el estoico, Epicuro edifica su sistema aprovechando esa bancarrota de las dos grandes escuelas atenienses, integrando elementos de otras filosofías anteriores e instrumentalizando la totalidad del pensamiento filosófico en una función ética.
En los postulados básicos hay una notable coincidencia, explicable por razones de su contexto histórico-social, entre la doctrina de Epicuro y la de los primeros estoicos; aunque luego el desarrollo divergente de ambas teorías, y el compromiso de los estoicos con la política y la sociedad los haya llevado a una oposición tajante. La subordinación de todo el sistema filosófico a una conclusión moralista es un rasgo típico de ambas escuelas, y es un rasgo que responde a una necesidad del tiempo angustiado en que estas filosofías surgen. Esta acentuada conexión entre la teoría y la praxis moral es característica de ambos sistemas, con sus pretensiones de ofrecer un camino de salvación para un tiempo indigente.
Esta derivación de la filosofía helenística hacia el moralismo puede ser valorada de modo diverso, según la perspectiva del crítico. Si consideramos el enorme andamiaje metafísico de las teorías platónica y aristotélica como un logro permanente del espíritu, sin duda puede advertirse en las filosofías helenísticas una disminución de rigor y de tensión especulativa. Pero si somos escépticos acerca de la real dimensión de todas esas magníficas y admirables abstracciones teóricas, si desconfiamos de la dialéctica y de la metafísica, apreciamos de otro modo el énfasis y la conclusión pragmática de las nuevas teorías. Frente a la anterior disociación entre teoría y vida, ahora el naufragio político obliga a plantearse la función del filosofar de un modo más directo, inmediato y vital. Se aceptan menos prejuicios que en las perspectivas de la filosofía clásica, y la filosofía se vuelve fármaco soteriológico, cauterio medicinal, instrumento para la salvación en una circunstancia caótica y ruinosa.
Como es bien sabido, el atomismo griego tiene como fundador a Demócrito, cuya teoría es retocada por Epicuro en un punto importante al admitir un movimiento espontáneo de desviación o
clinamen
de algunos átomos, frente a su caída regular, con el fin de introducir un margen de libertad en este cosmos material sin causas finales ni inteligencia externa. Hay en esta concepción física ciertas analogías con la actual concepción científica sobre la constitución de la materia. Por ejemplo, la teoría más reciente sobre ésta, la del profesor Gell-Mann, Premio Nobel de Física de 1969, ha demostrado teoréticamente la existencia de unas partículas mínimas, los «quarks», últimos componentes de los cuerpos, en la continuación de una larga tradición atomística. Los «quarks», después de los átomos y los protones, electrones, neutrones, mesones e hiperiones, son las primeras partículas elementales sin nombre griego (su nombre precede de
Finnegan’s Wake
, la novela de Joyce), y sus propiedades estructurales se definen por métodos matemáticos harto complicados, con ayuda de números cuánticos, y se clasifican en un sistema transformacional SU3 de matrices unitarias tridimensionales.